Estos capítulos de una
novelita corta, escrita por el heterónimo Nicolás Valdueza hace una década,
describen lo que pudo ser hace un siglo una situación en algo parecida a la que
ahora vivimos.
X
finales de mayo de 1918,
Samuel llegó a la Estación del Norte, en Madrid, procedente de Vigo, donde
había desembarcado unos días antes. Le esperaba D. Serafín Otero, encargado de
los negocios de su padre en España. Era un señor grueso y afable, de unos
cincuenta años, vestido con cierta elegancia. Con prontitud y eficacia, como
hombre acostumbrado a mandar, se encargó de trámites como el control sanitario
y la desinfección de equipajes, de reciente creación; a continuación, una fila
de mozos de cuerda encaminó baúles y maletas hacia el camión que esperaba en el
patio. En medio de su actividad iba informando a Samuel de la vivienda que le
esperaba, ya totalmente instalada, y de la llegada de la doncella, veinte días
antes, para hacerse cargo de la
casa. Les esperaba un Packard verde que conducía el mismo D.
Serafín, quien propuso a Samuel un rápido paseo por el centro de Madrid, antes
de ir a su domicilio, para que se fuera haciendo una idea de la ciudad. Durante el
recorrido fue combinando informaciones sobre las zonas por las que pasaban con
otras de carácter general, como la situación política y económica de España y
la influencia de la guerra.
En un determinado momento comentó la inquietud social que
estaba provocando la “grippe”. El pasado día veintidós el Ayuntamiento había
admitido la existencia de una epidemia, denunciada por el periódico El Sol días
antes. Samuel, preocupado por los controles sanitarios que acababa de pasar y
alguna información de la prensa, comenzó un nervioso interrogatorio, pidiendo
todo tipo de datos estadísticos, profilaxis utilizadas, medicamentos… D.
Serafín se sintió agobiado y quedo en recolectar toda la información que
pudiese y remitírsela. Samuel pidió suspender el paseo y ser conducido a su
domicilio.
La vivienda estaba en la calle del Sacramento, cercana al
Palacio de Oriente y a espaldas del Ayuntamiento, en un magnífico edificio del
siglo XVIII. Era amplia y en su amueblamiento y decoración no se había
escatimado el dinero de Cuba ni el buen gusto de Dña. Angustias, esposa de D.
Serafín, dama educada y de criterio. Elvira ya tenía la casa en marcha y había
contratado a una cocinera que trasteaba en sus dominios. Samuel despidió en
cuanto pudo al amable señor, que se esforzaba en tranquilizarle, enseñándole la
casa y dándole explicaciones sobre cada mueble, cuadro u objeto decorativo,
todos elegidos personalmente por su mujer, con un “criterio clásico, pero sin
renunciar a las comodidades del momento”.
─ Ruego me ponga a los
pies de Dña. Angustias, su señora de usted, y le transmita mi agradecimiento
por su interés, así como mis felicitaciones por el magnífico resultado. Quedo
agradecido y a disposición de ustedes.
─ Ha sido un placer y un
honor tratar de cumplir con la confianza depositada en mi persona por su señor
padre, a quien ruego transmita mis respetos. Espero que nuestra humilde
colaboración pueda contribuir a su bienestar durante su estancia en Madrid.
Disponga de mí, D. Samuel.
Tan pronto como quedó solo el joven trató de ordenar su agitado
cerebro. Había tenido noticias sobre la “grippe” y la asociaba a la propagación
en los frentes de batalla. Consideró que siempre sería más fácil defenderse de
ella en el único país europeo que no estaba en guerra, con un sistema sanitario
que suponía más fiable que la escasa infraestructura cubana. Las noticias de D.
Serafín sobre la alarma social reflejaban la importancia de la epidemia y una falta
de confianza de los ciudadanos en las medidas públicas de control sanitario, lo
que le inquietó sobre manera.
─ D. Samuel, la cena
puede servirse cuando ordene.
─ Elvira, un momento por
favor, tenemos que hablar, siéntese y atienda a esto, es de suma importancia.
Parece ser que la epidemia de “grippe” es más grave de lo que yo conocía. Se
hace necesario crear una estrategia de defensa, adaptar la casa y tomar las
medidas de asepsia imprescindibles. No tenemos tiempo que perder. No soy ningún
especialista en la materia, por lo que necesitaré de asesoramiento profesional.
No obstante, ya veo cosas que debemos emprender con toda urgencia. Hay que
retirar todas las alfombras para poder fregar los suelos con la frecuencia y
los desinfectantes adecuados, también quitaremos cortinones y todo aquello que
pueda retener polvo e impida la limpieza. Nunca estaremos en la casa con ropa o
zapatos de calle, nos cambiaremos en esos dos cuartos roperos que he visto a la
entrada, y en los que cuidaremos la asepsia y la desinfección. La
cocina tendrá que ser objeto de especial atención, solo comeremos alimentos
cocidos y el agua, tanto para cocinar como para beber, tendrá que ser tratada
con algún desinfectante clorado que ya determinaré. La limpieza y asepsia
general serán escrupulosas. Restringiremos las visitas a lo imprescindible, y
nunca pasarán de la salita de la entrada.
─ ¿Cree usted que es tan
grave, D. Samuel?
─ Así lo parece, Elvira,
le ruego advierta a la cocinera y comience mañana mismo a tomar estas medidas.
Mientras, tendré que entrar en contacto con algún especialista…
─Aquí cerca, en la calle Mayor, hay un
boticario que hace unos días también me advertía sobre diversas precauciones…
─ Si es un profesional
concienciado puede que nos sirva, le ruego que mañana mismo le pida, en mi
nombre, que se acerque por aquí para planear una actuación sobre el terreno,
espere… le escribiré una nota…
A partir de ese día la casa hirvió de militancia antimiasmas:
fregados, desinfecciones, sahumerios, fumigaciones olorosas, gargarismos,
colutorios, pediluvios, todas las técnicas que podían ocurrírsele a D.
Gumersindo, el boticario de la
calle Mayor, ateo él, de toda la vida, a quien había venido
Dios a ver, y la “grippe” a poner en casa.
Al fuerte olor de los desinfectantes químicos se unieron las emanaciones
del orégano, malva, romero, salvia, espliego, tomillo, hisopo, laurel,
mayorana, ortigas y demás plantas que componían las recetas del viejo
farmacéutico en sus cataplasmas, fomentos, vapores, sinapismos, jabones
medicinales y demás prevenciones que surgían de su estrujada mollera ante la
ocasión con que el destino le obsequiaba. La desquiciada campaña antigrippe se
extendió a parte de los vecinos y se encalaron patios, escaleras y zonas
comunes. Se eliminaron pozos negros y se aliviaron las aguas que no tenían
salida a los colectores municipales. Obras que nunca encontraron tope
económico, por la permanente disponibilidad del nuevo inquilino en su
financiación. Otro grupo de habitantes del inmueble se estableció como contestación
al martirio de sus narices por las manías del rico cubano, pero esta facción
perdió todo su predicamento con la muerte de María, la esposa de Baldomero, el
portero de la finca, víctima de la influenza. Los servicios solicitados a D.
Gumersindo por todos los vecinos tuvieron tal incremento, que se vio obligado a
la contratación de dos mancebos más para la preparación de sus emplastos y la
aplicación de sus desinfecciones.
La epidemia seguía avanzando. El veintiocho de mayo se estimaban
cien mil contagiados, y el primero de junio ya eran doscientos cincuenta mil,
en una ciudad de poco más de seiscientos mil habitantes. Los periódicos
hablaban de impresionantes cifras de muertos. Las Administraciones se vieron
desbordadas. Los cuerpos facultativos de la Inspección Médica
y la
Beneficencia Municipal eran totalmente insuficientes, por lo
que se movilizó a estudiantes de los últimos años de la carrera. Pero
tampoco había bastantes enterradores, ni ataúdes, ni sitio en los cementerios,
ni curas que rezasen responsos…
Pronto llegó la insuficiencia de pan, carne, pescado y carbón.
Faltó el gas y consiguientemente el alumbrado público. En las calles aumentaron
los mendigos y los desesperados que se entregaban a la delincuencia. Los
locales públicos fueron cerrando, se suprimieron los espectáculos, las
ceremonias religiosas y las clases en los centros de enseñanza.
Samuel busca las horas de menos afluencia de gente para salir de
casa. Pasea la desierta calle de Bailén frente a la sombra blanca que se alza
absurda presidiendo el sufrimiento de la ciudad. Monigotes
rojiazules guardan la indiferencia de siglos. Los rieles avanzan ondulantes
entre los adoquines, conduciendo el estruendo de los escasos tranvías, frente a
las caballerizas de la sombra blanca, frente a los verdes que remata la greca
azul del Guadarrama, perdiéndose hacia esa plaza del homenaje a la potencia de la lengua. Samuel sube
hacia el Cuartel de la Montaña eludiendo los pocos grupos de personas que
encuentra, sigue por el paseo de Rosales, pero lo apartado del lugar le hace
volver sobre sus pasos. Un coche fúnebre, barroquismo de muerte hispana, se
dirige hacia las sacramentales. Distinta capa en los caballos del tronco, tres
ataúdes de pino amontonados de cualquier manera. Nadie lo sigue. La abundancia de
muerte elimina el boato de la última pompa. El cielo ha cubierto a un sol
demasiado veraniego para una ciudad estupefacta, y la luz se hace más acorde a
la tristeza de las calles. La población acosada trivializa la muerte.
Unos niños bailan sus
peones frente a la primera casa de la calle Ferraz, entre escalas titubeantes
que caen sobre la acera desde una ventana con rubios tirabuzones y lazos
azules.
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XII
urante el verano de mil novecientos diecinueve los casos de
“grippe” fueron decayendo con rapidez. En diciembre y enero del año siguiente
hubo un repunte importante en las defunciones. Pero algo había cambiado, las
muertes se producían, sobre todo, entre niños y ancianos. Hasta entonces la
mayoría de las víctimas habían sido jóvenes. Muchos fueron los que vaticinaron una
nueva epidemia, pero en primavera la ciudad comenzó a cambiar. Los ciudadanos
empezaron a salir a la calle, a levantar sus rostros al sol, a llenar sus
pulmones de un aire que ya sentían limpio. Dos años han estado encerrados. Tan
larga Cuaresma precisaba un D. Carnal y en las calles, en el tiempo del anual
renacer de la vida, resurgió la alegría, el color y el sonido.
Samuel fue bajando la guardia. Comenzó
a visitar una ciudad que no conocía y en la que vivía, prácticamente encerrado,
desde hacía casi dos años, los correspondientes a los diecinueve y veinte de su
edad. Paseó sus barrios y observó a sus gentes. Poco a poco se fue atreviendo a
entrar en los teatros, en los cafés concierto y hasta en los restaurantes, eso
sí, con sus rituales de lavado y esterilización de manos, y desinfección y
limpieza de cubiertos y copas, que eran observados con asombro por el resto de
comensales y con claro disgusto por el personal del local. Eran de ver las
caras cuando comenzaba la operación, sacando un paño y un frasquito de una
bolsa que llevaba en una cartera, y comenzaba el concienzudo proceso que duraba
unos cinco minutos. También inició los viajes en tren que con tanto
detenimiento había planeado durante el encierro, hasta el punto de saberse de
memoria los horarios de las distintas compañías que por entonces funcionaban en
la Península. Había
llegado a tal virtuosismo que podía planificar mentalmente cualquier trayecto,
con sus distintos trasbordos, sin necesidad de consultar guías. No necesitaba
preguntar a qué hora pasaba por Venta de Baños el mixto de Galicia, ni los
enlaces en este o en cualquier otro de los nudos ferroviarios.
Samuel había sido matriculado, en la facultad de derecho, por D.
Serafín Otero, cumpliendo instrucciones del padre. A pesar de lo avanzado del
curso comenzó a asistir a algunas clases en el caserón de San Bernardo, donde
fue conociendo el ambiente estudiantil. Pronto fue asiduo de tabernas y cafés,
donde solía ser bien recibido por su generosidad a la hora de subvencionar
actividades extraacadémicas. Los primeros contactos con el activismo político,
y fundamentalmente con anarquistas y socialistas, supusieron el descubrimiento
de un mundo desconocido e impensado. En un principio los escuchó con curiosidad,
y después con un interés casi cercano a la pasión, tan ajena a su carácter. En
un intento de profundizar en las ideas descubiertas y con asesoramientos de
café, intentó leer a Hegel y Kant, para seguir con Bakunin, Marx y Engels. No
fue mucho lo que sacó en limpio de estas lecturas, pero sirvieron para ampliar
algo la estrecha visión de la sociedad que le habían inculcado su educación y
su entorno. En su deambular pasó por algunas de las muchas tertulias literarias
que por aquellos años tenían lugar en los cafés madrileños. También asistía con
frecuencia a La Cacharrería del Ateneo, donde se sentía especialmente cómodo en
el anonimato que le permitía la gran concurrencia. En el Café Colonial conoció
a los poetas que lideraban el movimiento Ultraísta, y subvencionó alguna de las
publicaciones con las que intentaban darse a conocer. No es que se sintiese
identificado con la obra o las propuestas de estos artistas, le atraía la
fuerte personalidad de sus líderes y la pasión y el convencimiento que ponían
en su trabajo.
Pero lo que más
entretenía a Samuel era el ambiente de los cafés cantantes y de las tabernas
flamencas y taurinas, donde graves oradores analizaban, entre chato y chato de
valdepeñas, un natural de D. Juan Belmonte o una frase de D. Miguel de Unamuno,
todo tratado desde la altura y distancia que da el saber, el saber estar en la
taberna, claro. Frecuentaba los garitos
llenos de buscavidas, vagos, busconas y un sinfín de personajes que mezclados
con intelectuales y artistas - más o menos auténticos - componían la noche
madrileña. Se hizo asiduo del Apolo, y sobre todo de la “salida” del Apolo.
También le gustaban las cenas en el mesón de San Pedro, en la Cava Baja. Quizás
el sitio donde mejor se podía ver a intelectuales de verdad, bebiendo de la
autenticidad del pueblo llano.
El espectador Samuel recorría la vida con la asepsia del
diletante, con la distancia que su carácter necesitaba. Siempre a la busca de
la pasión, de la gracia, de la inteligencia, de la fuerza creadora de los
hombres como espectáculo en sí misma. Y cuando encontraba algo de esto lo
admiraba, sin la menor envidia, sin el menor deseo de emulación. Nunca anheló
para sí las facultades ajenas que apreciaba. Llegó a conocerse bien y aceptaba
gustosamente su condición, consciente de que solo el dinero le permitía su
postura ante el mundo.