lunes, 2 de marzo de 2020

El virus que llegó de China









a continuidad de pestes, pandemias, virus y bacterias, a pesar de los logros de las ciencias y técnicas de los humanos en su combate, parece hacernos regresar a la consciencia de lo precario de nuestra condición; más cuando esta continuidad se hace patente con una nueva plaga. Al peligro real se une el atávico miedo a lo desconocido.


En estos días de coronavirus, y hasta el momento, la gente parece tener sus ojos puestos en los profesionales de la cosa; y, que yo sepa, aún no se ha sacado al sanador San Roque en procesión rogativa. No es poco. Mala señal será que las gentes comiencen a buscar soluciones o consuelo por los caminos del cielo.

Todo el revuelo profiláctico que vivimos está haciendo que me acuerde de mi abuelo Pepe, un médico de antes de esa frontera fundamental que fue la penicilina. Niño, lávate las manos. Niño, no toques el dinero. Niño, no es necesario que te cojas del pasamanos. Niño, si te tienes que coger de la barra del metro con dos dedos es suficiente, y pon el billete entre tus dedos y la barra. Niño, lávate las manos, quítate la ropa de la calle, lávate las manos, lávate las manos, lávate las manos…

Hace unos días, los amigos nos tomábamos unos chatos de godello en la plaza de San Cayetano, en la Guindalera madrileña, al aire libre, con la primavera en los ciruelos y las palomas bañándose en la fuente, aparentemente indiferentes al arrullo y cortejo circular del inflado palomo. Comentando este asunto de mi abuelo, Luis recordaba que, cuando nos conocimos hace más de medio siglo, se preguntaba: y este tío, ¿por qué se lavará tanto las manos?

Podemos suponer que este embrollo terminará como siempre, con más o menos bajas y más o menos daños pecuniarios, pero con una victoria parcial y temporal de los humanos sobre el medio. Como siempre, vencerá el afán de pervivencia de nuestra especie.

Entre los que nacimos hacia la mitad del pasado siglo es frecuente tener memoria de algún abuelo muerto por la gripe del año dieciocho, época por la que nacieron nuestros padres. La bacteria que produjo las tremendas pestes medievales sigue entre nosotros, pero al estar controlada con la higiene y los antibióticos mata tan poco que ya no es noticia útil a los medios de comunicación. La gente de mi edad guarda imágenes en la memoria de la tremenda poliomielitis, causada por un virus ya casi erradicado. Pero quizá las peores pestes hallan sido las imaginadas por los hombres; como aquella Peste Escarlata de Jack London, que en el año 2013 terminó con las culturas humanas. Quizá todas las postrimerías y todos los apocalipsis sean esperables de nuestras propias acciones, como el holocausto nuclear descrito por Nevil Shute en su novela On the beach, con la que Stanley Kramer hizo La hora final, en 1959. Quizá nuestro final esté en el abuso que hacemos de nuestro planeta, quizá. Pero, entre tanto, los científicos seguirán estudiando el mundo y aportando medios para un ir tirando; y los artistas interpretándolo, y esto nos entretendrá.

Y como la vida sigue, servidor ha tenido un nuevo nieto, lo que me obliga al optimismo y a la esperanza.      








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