L
eo en la prensa que, en lo que llevamos de año, cincuenta y una personas han muerto y quinientas cincuenta y cuatro han sido heridas por disparos de cazadores. Lo leo en ese periódico de oscuro trasfondo que es El Público, pero el dato es del Ministerio del Interior en respuesta a una pregunta en el Parlamento, digo yo que alguna credibilidad podría tener. Los prejuicios ─ay los prejuicios─ enseguida, y sin aportación volitiva de servidor, me colocan a los seiscientos y pico entre los ojeadores, los contadores de pétalos de amapola y los miracielos en general. Ni un solo cayetano escopetero, oiga, ni uno solo. Qué malos son los prejuicios. Tan malos que en el subconsciente siempre me han puesto a una parte de los españoles, a una parte, alineados con las miras de los cañones eibarreses. Ay los prejuicios.
Pues si a estos prejuicios, propios de uno mismo, unimos el desquicie de este no salir de casa, los frutos pueden ser tremendos. Me he pasado una nochecita toledana ─que se decía antes─, sudoroso y febril por una bronca que me echaba el señor alcalde de Madrid, apenas reconocible por la mascarilla que le cubría casi entero, y al que había cogido en brazos la vicealcaldesa señora Villacís. Me abroncaba el señor alcalde, arrebujado en el regazo, por haberme metido con la señora presidenta de la CAM, pobre de uno. Y el caso es que las palabras del señor alcalde no parecían salidas de su alma, más bien de su portavocía. Por detrás de la vice y su jefe en colo se contoneaba, rumbosa y guiñadora, la señora presidenta, me pareció que agitada por un palito que movía ese señor del lado oscuro que se llama Miguel Ángel Rodríguez, o algo así, mirando hacia Marbella. Pero no acaba ahí la cosa, cuando creía recuperarme, después de cumplir con requerimientos prostáticos, se me aparece la estremecedora imagen del ínclito pensador señor Monedero ─al final el apellido le va a encajar─, en animada charla, sobre cosas de ellos, con esa prototípica señora amiga suya de piel estirada que sale mucho por la tele y de la que no recuerdo el nombre. Ya fue demasiado. Me fui a la cocina a prepararme una tila de producción propia, sí, que servidor seca las flores y las enfrasca, que con algo hay que entretenerse en el mundo del virus.
Con eso y con contar rollos a los amigos.