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Pues sí, parece, leyendo el
periódico, que el mundo se quema, se congela, se inunda o se desertiza. Y
mientras, el virus avanza en no sé ya qué ola, variante o mutación. La
humanidad, joven o vieja, se empeña en salir de este pozo al que no se ve fondo,
y en su agitar agónico lo ahonda. A los sobrevivientes, en catorce meses, se
nos ha envejecido el cuerpo, mucho, qué duda cabe, y encallecido el alma,
bastante. Se nos ha difuminado el horizonte y aparecen dudas fundamentales.
Y en este caldo de cultivo algún
iluminado considera que lo necesario es un regreso al gris de antaño: al azul,
al correaje, a la boina roja, a las apreturas del metro mañanero, al parte, al
brazo en alto, al silencio, a la mirada esquiva, al miedo, al frío, a la cuenta
pendiente en la tienda de ultramarinos, a la venganza, a la ruindad, al Nodo,
al taconazo, a la casa de empeños, al desfile, a la bula de carne… Y nos coloca
otra vez, inmisericorde, después de tanto tiempo, lucha, esperanza, esfuerzo y
sacrificio, la sempiterna justificación de la sublevación militar del treinta y
seis y sus posteriores horrores.
Tiendo a creer más en la estupidez
que en la maldad.
¿Acabará esto alguna vez?
Revive esa España zafia y
mezquina, pero es preocupante ver cómo se extiende por el mundo una inusitada
brutalidad de pensamiento. Quizás sea uno más de los espantos pandémicos.