domingo, 21 de noviembre de 2021

Canto de otoño

 






 


 

 

 

Y aquel día llegó lo, quizás, intuido o temido. Esa noche, unas molestias indeterminadas le habían impedido dormir bien. Temprano, tras unas rutinas mecánicas de aseo y desayuno, se sentó en su mesa de trabajo, frente al ordenador, como todos los días. Alzó las manos sobre el teclado, fijó los ojos en la pantalla y no supo qué hacer. Movió sus dedos sobre las letras y signos amagando el inicio de algo cotidiano y elemental que no fue capaz de realizar. Se pasó la mano por la cara y se restregó los ojos, como tratando de descorrer su confusión. Después, sus dedos siguieron titubeantes sobre el teclado, incapaces de coordinar la labor de poner el aparato en marcha. Algo cercano a la náusea se le cruzó en la garganta.

Acariciar la piel en el lomo del libro que tenía sobre la mesa le tranquilizó algo. Fue pasando los dedos por las letras doradas, uniendo las sílabas, pronunciando los sonidos a media voz. Abrió el libro y pasando páginas le llamaron la atención las reproducciones de unos grabados. Supo ir poniendo nombre a las distintas técnicas de las láminas: punta seca, aguafuerte, buril… Reconoció su letra en las anotaciones de los numerosos folios intercalados en las páginas, pero no entendió su significado. Leía palabras, reconocía sustantivos, entendía adjetivos, pero no el sentido final cuando se unían a verbos para formar frases.

En sus ojos hay lejanía, y en su rostro una extraña mezcla de dolor, sonrisa y estupefacción. Está sentado en el parque junto a un joven que le cuida. Su mano derecha se alza titubeante, señalando cuanto le llama la atención en el entorno. Pronuncia los nombres con voz queda. Sus palabras, al ritmo pausado de su dedo índice, van componiendo un extraño poema, un canto elemental y primigenio:

 

Rojo

Rojo

Otoño

Rojo

Cielo

Cielo

Cielo

Nube gris

Azul

Amarillo

Hoja

Hoja

Niño

Herida

Frío

Frío

Columpio

Pena

Frío

.

.

.

.

 

 


jueves, 18 de noviembre de 2021

Por Chamberí

 




El pasado martes bajé a Madrid cosa inhabitual en este tiempo pandémico─ desde el pueblo serrano donde moro. Anduve brujuleando por Chamberí, barrio en el que uno nació, a la busca de los reyes para los nietos. El barrio parece desperezarse, tímido, del letargo de la infección, pero el miedo y el recelo impiden el pleno renacer de su característica vitalidad. La gente, o parte de la gente, mantiene mascarilla y distancia. Los jóvenes menos.

Hay heridas.

El Hospitalillo de los Anises está cerrado con burdas y amenazantes cadenas en las rejas. Los azules y rojos de su reciente restauración se ajan, la madera carcomida asoma de nuevo. Ignoro la razón de este cierre. Puede que haya novedades en el viejo litigio sobre la propiedad. Puede que una resolución judicial vuelva a asombrarnos, como de un tiempo a esta parte suelen hacerlo las resoluciones judiciales. Puede.




Cuando niño, las oscuras puertas del Botón de Oro, en la calle Juan de Austria, me parecían las bocas de entrada a un mundo de rutilantes maravillas encerradas en decorados, multicolores cajones que apenas se entreveían en la penumbra de una atmósfera de misterio. Siempre me atrajo esa singular tienda. En ella me veo, de la mano de mi abuela, observando el entorno con religiosa unción durante la humilde compra, en susurros, de unos botones. Hoy es cierre metálico, abandono, suciedad, y cartel de se vende. En nuestros días el misterio suele terminar en un cartel de se vende.




La plaza de Olavide sigue viva, más o menos. Eso sí, tartamudeante por las obras, una más de esas obras que tanto parecen gustar al alcalde mínimo. Y no me refiero a sus dimensiones físicas.

Sigo viendo heridas.

Pero lo he pasado bien en el paseo, en el recuerdo sin melancolía, tan solo con una leve tristeza ante lo que desaparece. Y, además, he encontrado lo que buscaba, en ese afán de los viejos de dar a los nietos lo que no pudimos tener de niños. Quien sabe si es buen afán.




 

 



miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ignorancia informática

 












onstatada una vez más mi ignorancia e inoperancia informática me rindo y acudo a un profesional para que me digitalice los negativos de fotografías familiares, en formatos antiguos, que he logrado rescatar de la vorágine del tiempo. Los chismes escaneadores al uso, como del que servidor dispone, no están preparados para estos tamaños de película ni para los cristales. No abundan los profesionales que sepan y quieran hacer este trabajo ─de poca demanda, digo yo─ pero creo que he dado con la persona adecuada.  Lo ha hecho bien, y además ha respetado escrupulosamente mis manías de orden en cuanto a mantener los negativos en sus envoltorios antiguos y en mis sobres clasificatorios. Lo que no es poco.

Después, he pasado unos días entretenido en ir tratando estos archivos con Photoshop, viendo como el pasado se revitaliza en volúmenes que surgen desde unos grises aparentemente desvanecidos. Utilizo este editor de fotografía de una forma primaria, y aun así me asombro de continuo con sus posibilidades. Compongo luego unos cuadernillos agrupando las fotos por tiempo, tema o lugar, los imprimo y encuaderno y ahí quedan, para quien sienta curiosidad. Si alguien la siente.

La mayoría de los viejos cojeamos a la hora de utilizar las tecnologías informáticas. Hemos aprendido tarde y mal. No ha sido nuestro idioma. No sé cómo será el mundo al que apunta esta digitalización global a la que espolea la pandemia. Un mundo que ─entre otras muchas acechanzas─ puede ser enterrado por los desechos que produce la rápida obsolescencia de los equipos, programada o surgida en el avance tecnológico.

Es mucha la tarea que queda a los jóvenes para fabricarse un futuro. Las amenazas son de dimensiones colosales. Algunas, supongo, inéditas en la historia de los humanos. En el tiempo que me quede de andar por este mundo en digitalización procuraré no cambiar de teléfono ni ordenador, mientras funcionen mal que bien. Lo prometo.

Seguiré con la más o menos inofensiva liturgia de navegar ─informáticamente─ por el pasado, dejando constancia de él a los que vienen. Por si les interesa. Asuntos más graves tienen.