Y aquel día llegó lo,
quizás, intuido o temido. Esa noche, unas molestias indeterminadas le habían
impedido dormir bien. Temprano, tras unas rutinas mecánicas de aseo y desayuno,
se sentó en su mesa de trabajo, frente al ordenador, como todos los días. Alzó las
manos sobre el teclado, fijó los ojos en la pantalla y no supo qué hacer. Movió
sus dedos sobre las letras y signos amagando el inicio de algo cotidiano y
elemental que no fue capaz de realizar. Se pasó la mano por la cara y se
restregó los ojos, como tratando de descorrer su confusión. Después, sus dedos
siguieron titubeantes sobre el teclado, incapaces de coordinar la labor de
poner el aparato en marcha. Algo cercano a la náusea se le cruzó en la
garganta.
Acariciar la piel en el lomo
del libro que tenía sobre la mesa le tranquilizó algo. Fue pasando los dedos
por las letras doradas, uniendo las sílabas, pronunciando los sonidos a media
voz. Abrió el libro y pasando páginas le llamaron la atención las
reproducciones de unos grabados. Supo ir poniendo nombre a las distintas técnicas
de las láminas: punta seca, aguafuerte, buril… Reconoció su letra en las
anotaciones de los numerosos folios intercalados en las páginas, pero no
entendió su significado. Leía palabras, reconocía sustantivos, entendía adjetivos,
pero no el sentido final cuando se unían a verbos para formar frases.
En sus ojos hay lejanía, y en
su rostro una extraña mezcla de dolor, sonrisa y estupefacción. Está sentado en
el parque junto a un joven que le cuida. Su mano derecha se alza titubeante,
señalando cuanto le llama la atención en el entorno. Pronuncia los nombres con
voz queda. Sus palabras, al ritmo pausado de su dedo índice, van componiendo un
extraño poema, un canto elemental y primigenio:
Rojo
Rojo
Otoño
Rojo
Cielo
Cielo
Cielo
Nube
gris
Azul
Amarillo
Hoja
Hoja
Niño
Herida
Frío
Frío
Columpio
Pena
Frío
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