No
era un señorito de los de siempre, de los que lo han sido por generaciones y
generaciones. Parecía más bien uno de esos frutos de la reciente bonanza
económica que ahora se desmorona. Era lo que podríamos llamar un pijosoe. En su
cuidada apariencia de petimetre se veía invertido abundante tiempo y dinero.
Los ademanes estudiados y la voz engolada terminaban de delinear una figura que
se me antoja relacionar con determinadas secciones de El País Semanal, como las
de moda, cocina, belleza, decoración, psicología o autoayuda; o con los
anuncios de perfumes, grandes vinos y otros lujos que esta revista ofrece a los
- ahora situados - viejos progres de trenca y pelo largo, y a sus cachorros
treintañeros. Ah esos viejos progres, condenados siempre a quedarse sin
periódico, agarrados al clavo ardiendo de El País, el viejo icono que semanalmente
les da claves de vida dulce con la que puedan sobrellevar mejor la crisis,
mientras sanean la empresa que hay que dejar limpita a los hijos, mediante un
ERE y el abaratamiento legislado por los peperos.
Los
señoritos de siempre, los pijos como dios manda, me traen sin cuidado, los
soslayo, es un entrenamiento de toda la vida, siempre han existido. Pero estos
nuevos señoritingos me enervan, no los soporto. Veo en ellos una muestra más
del fracaso de la transición política –en la que siempre hay algo de fracaso
propio - y me crispa su ignorancia de
una realidad tan cercana como es la de sus padres.
Los
dos viejos volvían a su pueblo serrano tras la manifestación del primero de
mayo y el posterior chateo en Madrid. El tren de cercanías pasaba por los
pueblos al norte de la ciudad, donde se concentra mucha de la progresía
enriquecida en los años de bonanza. Las manos de los ancianos, retorcidas por
el trabajo y los años, aferraban como bastones las banderas rojas enrolladas en
los mástiles sobados durante la larga militancia. El petimetre treintañero,
sentado frente a ellos, pareció sentirse en la obligación de hablarles de tú a
tú, de rojo a rojo, aunque, eso sí, desde la superior instancia de su grado
universitario, que dejó muy clara desde el principio. Dijo de su condición de
socialista, de joven empresario, de emprendedor, y de su concepción de la
empresa como algo más que simples intereses económicos. Habló de las – por lo
visto - ya inexistentes clases sociales,
del fin de la dicotomía derecha e izquierda; de un mundo en el que la ideología
política se limitaba a debatir, simplemente, una mayor o menor intervención del
estado en la economía. Le oí algo sobre la
retribución al riesgo y al impulso, y de no sé qué derechos de la inteligencia
y la formación…
A uno
de los viejos se le fueron inflamando las venas del cuello, y cuando el cuerpo,
el brazo y el dedo se alzaban para la contestación, la mano de su compañero le
detuvo.
-
Calla Vicente, qué no
habrás oído tu ya…
El
pinturero mocito se levantó y se dispuso a apearse en la parada que anunciaba
la megafonía, despidiéndose con un < adiós, compañeros > lo que termino de congestionar el cuello de
Vicente.
-
Compañeros, nos ha
llamado compañeros, será…
-
Él no, Vicente, no es
un compañero. Lo triste es que su padre lo haya sido algún día, y estos sean
los frutos, la siguiente generación…
El
tren se adentraba en el Guadarrama, cubierto ya por los exultantes verdes de la primavera.