martes, 16 de julio de 2013

Antonia, la Manolona

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

En el blog sobre la obra del claretiano D. Francisco Rodríguez Pascual (1927-2007), se publican unas fotos sobre indumentarias femeninas de su pueblo -  Carbajales de Alba -  realizadas hacia 1930.

En una de ellas podemos ver a una espléndida mujer vestida con los ropajes de su tierra y adornada con unos versos del también carbajalino D. Ignacio Sardá Martín (1915-1979):

 

Carne brava, siempre llena

de baile, ardores y brillos

que aprisionan los justillos

y van en aires y voleos

al garbo de los manteos

y luces de picadillo.

 

 

Dicen que se trata de Antonia, la Manolona. Y no me resta más que felicitar a sus descendientes.

Voluptuoso, el mariólogo. D. Ignacio sabe de lo que habla...

 
 

martes, 9 de julio de 2013

Mi humilde... endriago mensajero de las tinieblas y el horror




 






 

 

Desde hace unos días se pasea por el interior de mi casa una pequeña salamanquesa. Tan pronto anochece comienzan sus correrías cinegéticas por el blanco de la pared, ocultándose en caso de alarma tras los cuadros y los muebles. Observarla durante un rato es una alternativa al consuetudinario rollo de la televisión, que nos cuenta lo poco que se sabe de cuánto y cómo roban nuestros gobernantes. He intentado cogerla con una caja para llevarla al exterior, pero su habilidad y el poco interés puesto por mí en la cacería han hecho que esta no tenga resultados.

Este animalito causa repelús a los humanos. Es indudable. Puede que sea su cuerpo verrugoso y ceniciento, no lo sé, pero no he visto a nadie cogerlas con la mano. Las lagartijas siempre han sido presas predilectas de los niños; o lo fueron, no sé si los niños de la informática siguen cazando lagartijas. Sin embargo, no recuerdo a ninguno de mis compañeros de infancia cogiendo una salamanquesa. Podríamos pensar que la tersura de la piel y los colores vivos evitan la repugnancia, pero no, la brillante, tersa y colorida salamandra – ese anfibio negro y amarillo -  nos produce más rechazo aún, si cabe. Estos miedos de los humanos no parecen responder a razones evidentes.


El maestro Ferlosio, en su libro recopilatorio El geco (Destinolibro 2007) -  en el primer relato, cuento o reflexión -  se refiere a la pobre salamanquesa nada más y nada menos que como vicaria del nombre de la cosa maligna, como representante vivo del mal.

Días pasados, en tertulia de vino y tapa, los amigos charlábamos sobre estos asuntos. La conversación se fue centrando en el fuerte rechazo y en el miedo atávico que a los hombres producen algunas deformidades de sus congéneres. Todos tenían su particular Quasimodo, pero nadie explicación plausible para tan irracional y cruel rechazo. Destacó, como siempre, la historia que nos contó Pablo: un pobre hombre oculta su deformidad en un chiscón de Lavapiés, donde ejerce su oficio de zapatero. Su magnífico trabajo artesanal y unos precios muy baratos, son las únicas razones para que su escasa clientela venza la resistencia al contacto con tan horrible deformidad. Circunstancias puntuales llevan al hombre, en el paroxismo de su sufrimiento, a tomar la decisión de acabar con su vida. La vieja obsesión por no molestar al prójimo le hace elegir, como sede de su último sueño en los fármacos, la escalinata que baja hacia la entrada sin retorno del Instituto Anatómico Forense.  Viniendo de quien viene la historia tengo la fundada esperanza de oírla más veces y en mas versiones, seguramente enriquecidas. Así sea.

Oigamos la voz potente del maestro Ferlosio, en el último párrafo del texto referenciado.

Del tímido, vacilante, verrugoso y ceniciento geco aún está por saber que jamás hiciera mal a hombre alguno en este mundo, y vedlo ahí, sin embargo, cómo una vez más, acierta – pequeño pavor rampante – a dibujar o tal vez a escribir sobre el blanco del lucido la más expresiva, convincente e irresistible finta de endriago mensajero de las tinieblas y el horror.

Tendré que decidir qué hago con mi pequeño mensajero doméstico… si me atrevo.

  

 

 

 

 

sábado, 6 de julio de 2013

Lucio Muñoz










La pintura de Lucio necesita del ojo cercano y atento a las texturas, a las sombras que proyectan los gruesos de la materia adosada al plano. Hay que embarcarse en la aventura de la forma sugerida o intuida, y luego ver la dilución de esa idea sobre los fondos de cielos que se hacen tierra, y tierras que se licuan en trasparencias de cielo o de agua. El color rotundo del primer plano contribuye a la definición de los volúmenes que pronto dejan de ser lo intuido para ser solo eso: forma, volumen concreto.

Es el viejo juego de la pintura, pero ni el pintor ni el espectador están ya necesitados de iconografías representativas, y el juego se sublima, regodeándose con total libertad en la materia, el color, la luz y la forma. Y entre tanta libertad, la textura cálida y familiar de la madera y la huella de la mano sobre ella, nos mantienen en el diálogo entre espíritu y materia del viejo juego.

Siempre que tengo que ir a recoger a alguien en las llegadas de la T4 de Barajas disfruto del mural de la imagen. No hay nada que lo proteja. Hace poco vi a un individuo apoyar en la obra de Lucio su espalda, sus manos, uno de sus pies y toda su ignorancia.






miércoles, 3 de julio de 2013

Malvas




 
 
 
Está siendo un buen año de malvas reales. Me gusta también el nombre de malvavisco. El de malvaloca tiene resonancias del sur; por los Quintero y por aquel estupendo fandango del Niño Gloria que después bordó Caracol y le siguieron Camarón, el Torta, Poveda...

 

Malvaloca.

¿Quién te puso a ti ese nombre,

quién te puso Malvaloca?

malva porque eres muy buena

loca por querer a un hombre...

y ese hombre quiere a otra.

 

En un rincón de mi jardín crecen espléndidas las varas de su enhiesta altanería –andarán, este año, cerca de los tres metros - en las que se van abriendo las corolas que se ofrecen al insecto que se reboza orgiástico en su polen. Traje su simiente de las que siempre he visto nacer espontáneas en el patio de la casa leonesa de mis abuelos. Me ha costado convencerlas para que crezcan en la sierra madrileña; puede que sea planta demasiado cimarrona, áspera y rural para crecer en jardines de ámbitos más urbanos; pero al final he conseguido tenerlas. Y entre ellas zumba ya el azulacero de los abejorros que garantizan su continuidad y me recuerdan los veranos de la infancia.
 
 
 
 

Entre sus muchos colores tengo un claro favorito: ese magnífico rojo de sangre vieja que llena el espacio en redor de donde nace. No es el que más se prodiga, parece hacerse valer. Para mí es un símbolo; siempre lo imagino creciendo sobre un fondo de tapias de tierra roja, trullados de oro y viejos calicostrados leoneses.
 
 
 

 

 
 
 
 
 
Ojalá que mis pobres fotos puedan acercaros algo al placer que a mí me proporciona tener cerca estas flores humildes y campesinas.