domingo, 18 de agosto de 2013

Tengo que acordarme...

 
 
 
 
 






Tengo que tratar de acordarme de aquello y escribirlo porque era hermoso y digno de contar sí era digno de contarse aunque solo sea para sobrellevar lo zafio y lo vulgar de cada día lo bello puede estar entre lo oscuro entre lo feo pero nunca mezclado no puede mezclarse la bondad con lo ruin como no pueden mezclarse el agua y el aceite que se dice hay que tener los ojos abiertos siempre atentos pues de cualquier sitio puede surgir la belleza lo he consultado con quien consulto los asuntos de sentido común que es con Luis de Gallur el otro día me acordé mientras barría pinaza que no es actividad tan fútil como por su humildad pudiera pensarse Urcisiano Goriz el mozárabe  el pensador de las dos culturas que subió de Sevilla a León lo dijo en el siglo XI antes de que se le cruzasen los cables y le diese por arrimarse al poder y bajar a su antigua patria nada menos que a matar moros lo que le valió dineros y un señorío con el título de Conde del Bacillar puede que por su notoria inclinación al clarete cosa que no aprendió de moros sino de cristianos digo que dijo antes de estas veleidades bélicas que barrer pinaza era labor que aliviaba el espíritu y lo propendía a hilvanar las más sutiles tesis las más etéreas argumentaciones lo mecánico de la actividad liberaba el alma y las esencias emanadas de las colofonias potenciaban la actividad cerebral de lo que surgían tan excelentes frutos fructificación que no podía extenderse al barrido de cualquier otro residuo vegetal al menos no de los que Urcisiano pudo investigar su curiosidad le llevó a señalar en el mapa los lugares donde se producía el mejor  pensamiento de su tiempo y vio que sus marcas estaban siempre sobre tierras de pinares tengo que acordarme pues el asunto era realmente hermoso puede que me acuerde cuando vuelva a barrer pinaza me llevaré un cuaderno y un lápiz para apuntar que no se me olvide es una pena perder lo que el alma recuerda o produce cuando se barre pinaza Urcisiano llenó de pinares el territorio de su señorío lo que produjo hambruna y miseria durante años pero como la humanidad todo lo aguanta con el tiempo el país fue excedente de filósofos y piñones los primeros tuvieron reconocimiento en todo el reino y fueron ellos los que sobre el viejo basamento griego que plantaron los romanos levantaron la solida estructura del pensamiento patrio los piñones los vendían en Medina del Campo tostados o frescos donde tenían mucha aceptación actividad esta que era ejercida por nobles e hijosdalgo toda vez que los pecheros barredores de pinaza bastante tenían con su enorme producción de libros que eran exportados a las universidades de toda Europa tengo que acordarme del cuaderno y el lápiz oigo viento en la ventana y supongo que mañana tendré abundante pinaza que barrer lo de la escoba es una mera tradición verbal que yo he recogido en la zona donde dicen que sí que ese magnífico útil de finas pletinas que se abren en abanico fue ideado por Urcisiano en colaboración con un espadero toledano para facilitar la labor de los pensantes barredores pecheros que tan buenos caudales producían al territorio y por ende a las arcas condales no porque la cantidad en volumen de lo barrido fuese proporcional a la finura de la producción del intelecto no sino por aliviar el esfuerzo físico de agrupar en montones las rebeldes hojas aciculares etcétera tengo que acordarme.   

sábado, 10 de agosto de 2013

Casas rurales

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

El turismo de casas rurales español en sus distintas acepciones locales, como el bed and breakfast británico, el turismo de habitaçao portugués, o las gites francesas tenía en sus orígenes una pretensión de autenticidad que en el caso español se ha perdido casi por completo.  Se pretendía vender al urbanita una inmersión temporal en ambientes reales, los de unas personas que habilitaban parte de sus viviendas para estos fines y así ayudaban a sus economías domésticas: sea usted por unos días labrador en la estepa castellana, señorito cortijero en Andalucía, payés en masía catalana, señor en pazo gallego, invitado de indiano asturiano o de arriero maragato, huertano en Valencia, castellano en su torre medieval, pescador vascongado, vinatero riojano… Hoy en día casi todos estos negocios se han profesionalizado y sus establecimientos son decoraciones, más o menos logradas, desarrollando una idea preconcebida sobre lo ofrecido.  De todas formas sigue siendo una oferta distinta del hotel convencional, del que solemos esperar lo contrario: una despersonalizada asepsia que no nos conturbe lo más mínimo, para pasar la noche en un sueño reparador y largarnos a la mañana siguiente para continuar la persecución de nuestros imposibles, sin acordarnos de la cama en que hemos dormido, lo que suele ser buena señal.

Supongo que los que seguimos buscando los “ambientes auténticos” en este tipo de alojamientos, lo hacemos por las mismas razones por las que, por ejemplo, nos gusta rodearnos de trastos viejos, que al fin y al cabo utilizamos como símbolos evocadores de mundos desaparecidos. No digo añorados,  tampoco hablo de inquietudes científicas, hablo del gusto por la dignidad que el filtro del tiempo otorga a las cosas, en contraposición a la aparente banalidad de lo moderno por el mero hecho de serlo.

Y los que en estas andamos podemos encontrarnos con la horma de nuestro zapato. Este verano planeábamos un viaje familiar y pretendíamos una parada en una pequeña y agradable ciudad de un país vecino en la que hace unos años lo habíamos pasado bien, disfrutando de un folclore espontáneo que se manifiesta, al margen del escaso turismo, en las calles y en las tabernas . Brujuleando en Internet di con algo realmente apetitoso: una página web, bien montada, ofrecía una preciosa casa del magnífico barroco de nuestros vecinos. En las fotos de los interiores se veía con claridad que aquello no era decoración ni acumulaciones de coleccionista; se trataba de una auténtica casa palacio, con los muebles y los objetos que el paso de generaciones adineradas va acumulando en edificios con continuidad familiar. Y allí reservamos habitaciones para pasar unos días.

Encontrarnos con el edificio no nos defraudó, era realmente magnífico y estaba situado en el centro de la ciudad que pretendíamos disfrutar. Llamamos a la puerta y al cabo de un rato, que nos pareció largo, se abrió una chirriante rendija por la que una anciana asomaba su nariz interrogante. Un amplio zaguán daba paso a una escalera de piedra berroqueña con balaustres barrocos, por la que ascendimos siguiendo a la señora. En la penumbra de un salón de alto techo de artesa en color añil, pude intuir, más que ver, buenos muebles y buenos cuadros. La anciana pronunció unas breves palabras a modo de bienvenida y presentación de la casa, en la que su familia - dijo – había vivido durante ocho generaciones. Yo sentía una sensación de incomodidad, quizás desasosiego, y mirando a mi familia veía en sus caras la misma sensación. A la falta de luz se unía un aire pesado y un olor… olía… ¡olía a alcantarilla! La señora nos condujo a las habitaciones a través de oscuros salones y pasillos por los que vimos cruzar furtivamente, ocultándose a nuestro paso, sombras de seres que nos parecieron deformes. La dama, solícita, nos enseño los cuartos y abrió las camas. Reuniendo ánimo logramos decirle que solo nos podíamos quedar una noche.

Las habitaciones eran amplias y los cuartos de baño nuevos y cómodos. En la nuestra había una cama decimonónica con preciosos dibujos de marquetería y sábanas de hilo bordadas y almidonadas; sobre una cómoda de cerezo un buen crucifijo del XVIII con unas siemprevivas, un aguamanil de loza y una bandeja con vasos y botellas de agua; los objetos reposaban sobre coquetos paños bordados. Completaban el mobiliario unas mesillas parejas de la cama, dos descalzadoras, unas sillas y un buen armario de luna en el hall que precedía al dormitorio. Todo estaba limpio y cuidado, pero en el aire se seguía sintiendo la sensación de pesadez. Descorrí cortinas y visillos y levanté la ventana de guillotina, solo allí vi suciedad y bichejos que escapaban, hacía mucho tiempo que no se abría. El aire y la luz dieron vida a la habitación.

Después de lavarnos dejamos los cuartos con la intención de visitar la pequeña ciudad. El edificio nos oprimía y estábamos deseando salir.  Fuimos atravesando las oscuras estancias y nuestra anfitriona nos salió al paso. Le hablamos de la digna vetustez de la casa y se ofreció a enseñarnos algunas zonas de interés. Recorrimos salones y dependencias escuchando referencias apasionadas a las distintas opciones monárquicas por las que, a lo largo de los siglos, habían optado los antepasados retratados en los cuadros, sin la menor referencia a la ya vieja realidad republicana del país. Colecciones de objetos orientales traídos por familiares dedicados al funcionariado o al comercio en tierras lejanas, llenaban vitrinas. Me llamó la atención una preciosa capilla con un retablo de recargado  barroquismo y sabor americano. Me hubiese gustado preguntar a la señora la razón por la que esa casa permaneciese intacta después de tantas guerras, saqueos, repartos, herencias y testamentarías como podían presumirse; pero no me atreví, temiendo largas explicaciones; queríamos coger la puerta cuanto antes y salir a llenar los pulmones de aire limpio, libertad y alivio.

A la mañana siguiente nos esperaba un magnifico desayuno, servido con gusto exquisito en un comedor con alacenas de nogal repletas de vajillas antiguas. A nuestra espalda sentíamos revolotear las sombras, como atentas a satisfacer nuestro menor deseo. Lo que he llamado pesadez del aire, algo complejo que soy incapaz de definir, no nos dejaba disfrutar del desayuno preparado con evidente interés y sabiduría. Como no nos dejó disfrutar de esa extraordinaria casa que permanecerá en nuestra memoria.

En la siguiente ciudad fuimos derechos a un hotel del que ya no recuerdo detalles y que dentro de nada no existirá en mi cerebro.

 Sé que volveré a las andadas.

viernes, 9 de agosto de 2013

La Maragateria y la Alta Somoza


 
 
 
La Baja Somoza– La Maragatería - mira al llano en que comerciaban sus trajineros. En sus pueblos, las grandes casas de los arrieros son restauradas y mantenidas con el apego de las gentes al lugar de sus  mayores y los dineros del comercio del pescado y la carne en Madrid. La piedra de sus muros se va rejuntando con morteros de cal teñida con ocre, y las carpinterías de puertas y ventanas – con huecos recercados en blanco – se pintan de azul, verde o rojo; velando los cristales con la labor femenina de visillos primorosos. (Sospecho que muchas de las maneras usadas hoy en día para restaurar estas casas, fueron puestas de moda con la restauración de Castrillo por la Administración). El paso del Camino de Santiago ha ayudado a la conservación de estos pueblos, generando una actividad económica que ha permitido la adaptación de muchas casas para el turismo rural y los albergues de peregrinos. En las fiestas del verano se siguen sacando de la naftalina del arca los viejos ropajes, para agitarse en zapatetas al ritmo del tamboril y la chifla.  



En las restauraciones de la Baja Somoza los esmaltes sintéticos incorporan colores sorprendentes.
Murias de Rechivaldo.


 

Importantes casas de arrieros han sido habilitadas para la hostelería.
Murias de Rechivaldo.

Lucillo, Alta Somoza
La Alta Somoza – no sé si Maragatería – se va derrumbando en las faldas del Teleno. En sus pueblos quedan aún empeños de vida: viejos que esperan la visita de los hijos mientras su entorno se arruina, entre los fríos y calores del monte del dios astur que tan poco les ha dado. Las lajas de cuarcita de los muros de sus edificios conservan sus aristas vivas, sin rejuntados que las suavicen. Los tejados de cuelmo son ya solo restos para la curiosidad etnográfica; resisten algo más los de losas de pizarra con entrelazadas cresterías, pero pronto todo se incorporará al suelo y a un paisaje donde el paso de los hombres será solo recuerdo. No hay alegría para colores ni visillos en puertas y ventanas, ni dineros sobrantes que puedan dedicarse a mantener la casa de los abuelos. Sin embargo, no le faltan a esta tierra hijos que estudien su pasado lejano, sea en – por el momento mudos - petroglifos o en los restos de las explotaciones mineras del Imperio Romano. Llama la atención este interés por lo remoto ante la ruina del presente.




Lucillo
Restos de cubierta de cuelmo.
Lucillo











 

Cumbrera en cubierta de losas pizarrosas.
Lucillo

Lucillo

Tanta diferencia entre estas dos zonas es reciente. Aparte de las casas de los trajineros acaudalados, las viviendas del común de la gente debían de ser bastante similares en las dos Somozas. Concha Espina escribió su Esfinge Maragata en 1914. Parece ser que estuvo pocos días en el país, y solo visitó los pueblos del entorno inmediato de Astorga. El escenario de la novela es una casa importante, venida a menos, en un pueblo de la Baja Somoza; donde, tras el fin de la arriería, los hombres han mantenido la tradición de salir del pueblo a buscarse la vida, dejando a las mujeres el brutal trabajo de mantener la hacienda y sacar cosechas de tierra tan yerma. Se ha querido identificar su Valdecruces  con Castrillo de los Polvazares, y si es así son significativas las impresiones que causó en la santanderina el hoy tan retocadito pueblo:

Después, dando sombra a los ojos con las dos manos, vio surgir débilmente el diseño borroso del humilde caserío, techado con haces secas de paja amortecida, confundiéndose con la tierra en un mismo color, agachándose como si el peso de la macilenta cobertura le hiciese caer de hinojos a pedir gracia o misericordia. En aquella actitud de sumisión y pesadumbre, las casucas agobiadas, reverentes, exhalan un humo blanco y fino que parecía el incienso de sus votos y oraciones. 

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El “crucero” es un punto céntrico del lugar, donde convergen cuatro calles anchas y silenciosas, de edificios ruines con techados de cuelmo, pardos y miserables como la tierra y el camino: una gran cruz labrada toscamente, ceñida en el suelo por un amago de empalizada, corrobora el nombre de la triste y muda plazoleta.

 
La prosa de doña Concha deja claro que, hace cien años, el aspecto de Castrillo era muy diferente del que hoy ofrece el protegido conjunto. En la tristeza de las ruinas de la Somoza Alta podemos encontrar las imágenes perdidas de estos pueblos de la Baja Somoza, favorecidos por el albur y otras circunstancias.
 
 
 
 
 
Pobladura de la Sierra, Alta Somoza.