miércoles, 29 de enero de 2014

La violencia del varón












A veces es sobrecogedor ver refrendado por cifras estadísticas lo conocido o al menos intuido. Lo es leer que el varón es el protagonista de la violencia humana y encontrar corroborada por los  números tan tremenda aserción. Seguramente esto es algo que todos sabemos pero tenemos guardado en el fondo del alma, un saber que hemos ido adquiriendo a lo largo de la vida, un saber tan espeluznante que nos lo ocultamos con más o menos consciencia.
José Ignacio Torreblanca aporta cifras al respecto en un artículo que es como una bofetada:
Quiero creer que la crueldad no es natural patrimonio de los varones. Quiero creer que este monopolio de la violencia tiene su raíz en el ancestral machismo de la sociedad humana; ese machismo que arrastramos desde el fondo de los tiempos y que tiene su base, tan solo, en la superior fuerza física del varón respecto de la mujer. Quiero creer que esta organización social ha empujado a los hombres al desempeño de determinados roles, desarrollando su agresividad, su orgullo, su necesidad de dominio… Quiero creer que no somos peores, que la civilización puede avanzar, que la violencia no nace de nuestra natural crueldad... 



     

lunes, 20 de enero de 2014

Deogracias en La Cruzada









                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
Deogracias Álvarez Abrojo era – o es – zahorí de afición, y de oficio buscador de tabernas. Así al menos se presentaba él, con el gesto serio que solía usar, y añadiendo un para servirle a usted con un leve amago de reverencia.  Dudo entre el pretérito y el presente por no haber vuelto a saber de él desde hace treinta años, desde el día aquel en que nos dijo adiós y se alejó en su poliédrica furgoneta Citroën HY de chapa acanalada. << Ya es hora, amigos, de continuar con mi oficio en otros paisajes >>, y se marchó, y no volvimos a saber de él. En estos momentos está - o estaría - por encima de los noventa años, por lo que es adecuado suponer que pueda haber abandonado este mundo.
La recurrencia a Deogracias como principio de autoridad sigue siendo habitual en nuestras tertulias tabernarias, donde después de tantos años queda memoria de sus peculiares saberes y extravagante personalidad. Sí, Deogracias es icono al que se sigue acudiendo con bastante frecuencia y en distintos temas.
Apareció un día por la inolvidable penumbra de La Cruzada, aquella desaparecida taberna madrileña en la homónima calle del barrio de Palacio. Por aquel entonces estaría en la cincuentena y su cuerpo enteco se alojaba, entre aromas de naftalina, en un amplísimo, gastado y anticuado traje, como un consumido Humphrey Bogart policía de los años cuarenta. Completaba su bogartiano atuendo una trinchera y un sombrero de fieltro, sombrero que era herramienta en su mano derecha para el accionamiento que daba ritmo a su discurso. Se nos presentó un día en la forma antedicha, y pronto fue imprescindible en nuestras reuniones semanales. Su figura se integró tanto en la atmosfera de aquella querida tasca que hoy no soy capaz de recordarla sin su imagen.
Por aquellos días se asomaba a la taberna un joven calé rumbero y trasteador de turistas por los alrededores de Palacio; le solía hacer palmas un fotógrafo ambulante, ejerciente en la Plaza de la Armería, que presumía ante los guiris de una supuesta condición de banderillero. Una tarde el gitano decidió hacer sus rumbas para obsequiar al paisanaje habitual que tertuliaba en la barra, gentes por lo general amantes de cantes con más jondura. Aquello, catalán o andaluz, no terminaba de sonar bien. El auditorio callaba estoico y Tiburcio, tras el mostrador, fruncía el ceño. En una pausa Deogracias se acerco al joven y con discreción le dijo:
                               - Muchacho, sube el bordón, sonará mejor.
El calé, amoscado, le tendió la guitarra diciendo:
                               - Abuelo, si sabe usted más, adelante.
                               - No sé más de lo tuyo, pero sé de otros aires que quizás te gusten.
Le contestó Deogracias aceptando el reto.
                              Si la concurrencia y la casa me lo permiten…   
  Interrogó alzando la guitarra. Posó su sombrero, se acomodó en una banqueta, carraspeó y con parsimonia afinó la guitarra.
Y de repente, las huesudas manos enhebraron unos acordes, se enderezó el cuerpecillo, y de tan anacrónica estampa surgió una voz poderosa entonando unos tangos de Málaga plenos de salero.

Adiós patio de la cárcel
rincón de la barbería
que al que no tiene dinero
lo afeitan con agua fría.

Nuestro nuevo amigo no tenía la gracia solo en el nombre.
           - Yo no soy andaluz, ya lo habrán notado ustedes. Nací en Alija de los Melones, en los valles aledaños al Páramo leones; que no es precisamente tierra flamenca, no, pero desde niño ando por el mundo aprendiendo lo que me gusta y soy capaz de retener. En Cádiz me enseñaron lo que sé hacer con la guitarra; y en Málaga, años después, conocí a Manolillo el Herrador que me enseñó estos cantes que les ofrezco, eran de su maestro, El Piyayo, que fijó categorías:


Yo tengo el número uno
Trinitario tiene el dos
y el número tres lo tiene
Manolillo el Herraor.

Deogracias  cantó después unas guajiras que nos llegaron como brisa marina y ecos lejanos…

Me gusta por la mañana
después del café bebío
pasearme por la Habana
con mi tabaco encendío.
Y comprarme un papelón
de esos que llaman diario,
que parezca un millonario
de esos de la población.

Y como homenaje a la casa terminó cantando, como soleá de Triana, la copla que – nunca supe por qué - figuraba en un azulejo recibido en una pared de la taberna.

Mis manos están vacías
de tanto dar sin tener
pero son las manos mías.

El paisanaje exultaba entusiasmado y Tiburcio, poco amigo de cantes en su casa, esbozó una sonrisa y sirvió unos chatos.
Las sorpresas que nos deparaba el amigo Deogracias apenas habían comenzado.
Recuerdo el día en que nos habló de su condición de zahorí. <<Esta afición que tengo es algo que aprendí en tierras aragonesas, de un maestro al que siempre estaré agradecido. Me sirve para ganarme la vida y ser útil a la gente>>. Y siguió una fabulosa perorata justificativa de su arte; una aristotélica disquisición sobre el movimiento de las aguas tendiendo a su lugar natural y sobre las fuerzas presentes en el proceso, fuerzas que podían ser captadas y seguidas con determinadas herramientas simples y con una sensibilidad educada. Nuestro contertulio Floro, en su condición de geólogo, se sintió en la obligación de poner racionalidad científica a la disertación. Deogracias le escuchó atento, y al final se limitó a apostillar:
               - La diferencia entre su ciencia de usted y mi arte es que yo encuentro agua, y usted no.




       







    

jueves, 16 de enero de 2014

El jardín de los alunados















A
yer mañana, cuando ya estaba harto de andar los pasillos de aquel Ministerio sin solucionar nada, leí su nombre en una puerta. En aquel señor gordito sentado tras la mesa reconocí algo de la lejana imagen de Suárez Fresnal, mi compañero de colegio, al que no había vuelto a ver. Me presenté, y él, sonriendo, pronunció mi viejo mote del cole. En media hora mi asunto estaba arreglado y nosotros sentados en un café contándonos cincuenta años. Me sorprendió que saliese a relucir aquello que para él debía de ser un  confuso recuerdo, una pequeña historia que su memoria asociaba con Alonso y conmigo:
- Vosotros erais amigos de alguno de los locos que había en aquella casa, al lado del colegio…
Me limité a confirmar sus recuerdos. Sí, fuimos amigos de algún loco de aquella casa. La contundente simplificación me dejó sin fuerzas para hacerle ver lo que esa pequeña historia significaba para mí. Sí, fuimos amigos de alguno de aquellos locos…

***

Una parte de la casa y casi todo el jardín podían verse desde la terraza del colegio. También se veía medio campo de juego del vecino estadio de fútbol, por lo que puede suponerse que la azotea era un sitio muy solicitado los días de partido, donde solo se podía subir en compañía de algún cura. La casa era enorme, palaciega, y su jardín apenas se adivinaba entre los cedros que lo cubrían. Un día llamé la atención de Alonso sobre las figuras que se veían bajo las ramas, recorriendo los caminos en repetitivos paseos. Iban vestidas con unas batas de color claro que les cubrían hasta casi los pies. Los hombres – solo se veían hombres – parecían ignorarse entre ellos mientras recorrían una y otra vez sus circuitos. Algunos acompañaban su caminar con arrítmicos y repentinos movimientos de los brazos, otros lo interrumpían para dirigir un accionado discurso a la nada, tras el que reanudaban su deambular. De vez en cuando, fugaces, las alas blancas de la toca de una monja. Alonso y yo encontrábamos más intriga en los paseantes de ese jardín que en el medio partido – completado por la radio - que podía verse un poco más a la derecha.
Una tarde de jueves dejamos el cine del cole y fuimos a por morera para los gusanos a la huerta del señor Juan, junto al Canalillo, a espaldas del colegio, más o menos por donde debió de estar la casa de campo que se hizo D. Santiago Ramón y Cajal allá por 1900, y a la que llamaba El Cigarral de Amaniel. En la época de nuestra infancia la ciudad parecía haberse detenido ante los dos viajes de agua que cruzaban la zona: el más antiguo, que suministraba al Alcázar, y el posterior acueducto de Isabel II. Allí, unos huertecillos resistían el empuje urbano a la vera del pequeño canal que los regaba, era, más o menos, lo que hoy es la calle Almansa, que entonces solo se apuntaba por debajo de Federico Rubio. Después nos encaminamos hacia una de nuestras querencias: el cerramiento del jardín que nos intrigaba. Era un zócalo de fábrica de unos dos metros de altura y sobre él una reja en la que se anudaban rosales y glicinas. Las volutas de un jabalcón nos servían para trepar hasta lo alto del muro, donde la vegetación ocultaba nuestra curiosidad por los extraños paseantes del interior. Aquella tarde, cuando ya estábamos con las caras entre los barrotes, una voz nos paralizó.
-¡Hola!
Una figura, vestida con la bata de los habitantes del jardín, nos miraba entre los racimos azules de las glicinas. Estaba a nuestro lado, sentado en el zócalo que por dentro no llegaría al medio metro de altura. Era un hombre de piel muy blanca, pelo alborotado y una edad que no fuimos capaces de determinar.
-Soy Benjamín. Os he visto otros días. ¿Cómo os llamáis vosotros?
Su sonrisa y su voz tranquila fueron serenando nuestro pulso, permitiéndonos una tímida charla. Cuando ya atrevíamos algunas de las preguntas que nos acicateaban llegó un segundo sobresalto.
-¡Rapaces! Os vais a partir la crisma. Bajad de ahí, home.
Era una señora mayor que nos miraba desde la acera. En segundos estábamos abajo.
-Os llaman la atención los alunados, ¿eh? ¡Pobriños! Hablaríais con Benjamín… un ángel del cielo.
Los regordetes dedos de la anciana se enredaban en nuestro pelo y nos envolvían en una nube de ajo, mientras nos hablaba de los peligros de subir a la verja y de un chico de su pueblo, vecino suyo, que cayó de una tapia al subir a por higos, y se quebró, y quedó paralítico de por vida.
- Hice hoy rosquillas, como las de la aldea. ¿Queréis rosquillas, rapaciños?
Y sus brazos sobre nuestros hombros, apretándonos contra ella, sin dejarnos opción, nos introdujeron en la casa por una puerta trasera. Nos vimos en una cocina que olía como la del colegio, sentados ante una mesa en la que, entre la perorata de la anciana, aparecieron dos tazones de colacao y una bandeja de rosquillas.  El frufrú de un hábito cruzó la habitación sin pararse ni apenas mirarnos.
-Nisa, ¡Por Dios! ¿Ya estás cebando niños? ¿De dónde los has sacado hoy?
Y Nisa movía una mano frente a su cara haciéndonos ver que no había que hacer caso a la monja, mientras continuaba su cháchara y su interrogatorio, al que no dejaba responder.
-¿Quiénes son los alunados, Sra. Nisa? - Se aventuró  a preguntar Alonso, aprovechando un momento en que la anciana mordía una rosquilla.
-Les dicen así en mi tierra. ¡Pobriños! ¡Quién sabe lo que determinadas lunas pueden hacer! ¿No mueven la mar? Pues más podrán en el vientre de las mujeres, digo yo. Las monjas y el médico les dan distintos nombres, y es verdad que no todos son iguales, no, cada uno es como Dios quiso o le hizo la luna. Los hay mansos y dulces, y los hay ariscos, incluso fieros. Unos son listos y sabidos y otros lelos e ignorantes. Pero todos son indefensos y abandonados. ¡Pobriños! ¿No coméis más rosquillas? Cómete otra… ya no me acuerdo de tu nombre. Toma, toma otro poquito de leche. Todos son abandonados. Nacieron en casa rica, y aquí los trajeron, para que no molestasen, para taparlos, como a las vergüenzas. Los pobres suelen dar cariño a los distintos, los ricos no, los ricos los apartan y los encierran. Y las monjas se deben a quienes las mantienen. Dan el amor que pueden, sí, no lo voy a negar, pero tienen el alma algo seca, casi todas tienen el alma algo seca. Todas no, pobriñas mías, que las hay almas del cielo, que se dejan la vida por estos infelices. ¿Vais a dejar rosquillas? Si yo las hubiese cogido a vuestra edad… A mí me trajo a la capital el señorito, me sacó casi niña de la aldea para trabajar en su casa, y guisarle, y servirle en sus vicios. Y cuando me vio vieja aquí me metió, con las monjas que reciben sus dineros, y con los alunados, pobriños. Yo les alivio con lo que puedo, con lo que sé hacer, con los guisos que aprendí en la aldea, de mi madre y de mi abuela que en gloria estén, y de alguna vecina, que a todo hay que estar. Y me lo agradecen, y me quieren, vaya si me quieren, y me lo dicen con sus maneras a cual más rara, pero me lo dicen, vaya si me lo dicen…
-Nisa, estos niños tendrán que irse a su casa, deja ya de hablar y de darles de comer, que se van a poner malos.
La intervención de la monja nos permitió iniciar una retirada hacia la puerta balbuceando gracias y prisas. La Sra. Nisa nos despidió con un beso de ajo y bigote en cada mejilla.
-Rapaciños guapos, no dejéis de venir a ver al pobre Benjamín, pero no por la verja, por Dios, por aquí, por esta puerta, que yo os llevaré con él. Un ángel del cielo. Y aprenderéis de él, que sabe mucho y todo se le va en leer. Digan lo que digan las monjas ¡un sabio!, si señor, y un ángel del cielo. Hala, id con Dios, rapaces.
A partir de aquel día nos hicimos asiduos de la casa, y sobre todo asiduos de Benjamín, de quien fuimos amigos y cómplices. Al evocarle acuden palabras como bondad, indefensión e inteligencia. Sí, era un ser bondadoso e inteligente, incapaz de enfrentarse a un mundo del que, sin embargo, hacía lúcidas interpretaciones. Sabía mantenernos oyentes absortos mientras tocaba el piano o nos hablaba de música, o de pintura o nos recitaba sus poemas; algo complicado con niños de doce años, como teníamos nosotros. La tranquila expresión de su rostro nos calmaba, y sus ojos vivaces reclamaban nuestra atención a una nota o a un pasaje de la lectura, manteniéndonos en el hilo de las palabras o la música. Lo que no conseguía de nosotros ningún profesor lo conseguía Benjamín con total naturalidad. Si alguien he conocido con capacidad de enseñar, de trasmitir, ha sido él; solo él supo asomarme a la belleza, a la emoción de un cuadro, de un poema, de una lagartija subiendo por la pared, del titilar de la luz en una hoja… Lástima que no tuviésemos maestros así en otra materias, para que hubiesen abierto nuestras mentes a la curiosidad científica, de la que tan cojo ha estado y sigue estando nuestro país. Desde su mundo estrecho amplió el mío a horizontes desconocidos, y conocerle fue una bendición.
No apreciaban las monjas estas facetas de Benjamín; solo veían en él a un enfermo al que las lecturas no mejoraban pero inculcaban ideas peligrosas, y llegaron a restringirle la adquisición de libros por correo, el único medio de que disponía. Y de ahí surgió nuestra complicidad. Mientras aquello duró fuimos sus suministradores de libros, periódicos y revistas; se los pasábamos de tapadillo, directamente o a través de Nisa. Su capacidad de lectura y su curiosidad no parecían tener límite y tampoco sus posibilidades monetarias, con lo que nuestra función de correos era continua.
No puedo decir que entendiese totalmente los versos de Benjamín, pero recuerdo muy bien aquellas concatenaciones de palabras que me exaltaban o me entristecían, creando sensaciones, formas, colores y olores que golpeaban o acariciaban mis sentidos. Su voz buscaba el acento exacto, la modulación requerida por cada frase, mientras sus ojos parecían recorrer el mundo buscando ejemplos a lo descrito. Algunos de los alunados se unían a nosotros durante aquellas lecturas, y a mí me gustaba observar en sus rostros el efecto de la voz y la palabra de Benjamín. Las miradas perdidas  regresaban a la vida y aparecía luz donde solo había oscuridad, lejanía e indiferencia. Aquellos espíritus, hundidos en quién sabe qué atroces profundidades, volvían por unos momentos al mundo circundante, convocados por la palabra y el talento de su compañero.
Durante los cursos tercero y cuarto de bachillerato, nuestros doce y trece años, vimos asiduamente a Benjamín. En cuanto teníamos ocasión nos acercábamos a la casa, y charlábamos en el jardín o en la salita del piano. Nos ayudaba en las materias que le interesaban de nuestros áridos deberes escolares, que él sabía transformar en interesantes divertimentos. Una mañana de sábado nos pidió que llevásemos unos poemas a Vicente Aleixandre, con quien mantenía correspondencia con nosotros como correos. El poeta vivía muy cerca, en la calle Velintonia, en una casa que se hizo en los años veinte en la colonia de chalets de la Urbanizadora Metropolitana, por debajo de la glorieta de Gaztambide, aquella que los Otamendi llenaron de evocaciones de su tierra en forma de falsos caseríos.  Habíamos pensado darnos un paseo en bici, y nos fuimos a por unos de aquellos increíbles trastos que nos alquilaban en la calle Reina Victoria. Pasamos por casa de Aleixandre, que nos dio un libro para Benjamín, y tras devolver las bicicletas y fuimos a dárselo:    
-Aleixandre…
Eres tú, sombra del mar poderoso,
genial rencor verde donde todos los peces son como piedras por el aire…
Suelo saber de él. Ese petirrojo que gusta de los bichejos de la humedad que levanta el rastrillo en el humus, me  habla de Aleixandre y de su poesía. Los petirrojos saben de la poesía de los hombres. Aquí no hay jilgueros. Donde viví de niño los jilgueros recitaban en los cardos versos incomprensibles, y repetían los punteados estribillos en su vuelo sincopado. Las pastillas… ¡No saldré de aquí! Vosotros tenéis que ir al mundo. ¡Salid! Los petirrojos son poesía. Aleixandre lo sabe. ¿Por qué me las habrán dado hoy? El mar… Si yo pudiese… si yo fuese Aleixandre me iría junto al mar, a su tierra. Aquí hay demasiado dolor. La vida está junto al mar. ¡Id al mar! Id a... ¡Hay tanto dolor aquí! Los jilgueros son más ajenos a los hombres, son más de sol y menos de hombres, más de cardo que de humedad. ¿Por qué me las habrán dado hoy? El pechito naranja y los ojos… los ojos… ¡tan negros! Vivid, vivid vuestro viaje, pequeños Odiseos. Yo ya he dado mi óbolo. Creo que he pagado al barquero. Me llevará a Nosedónde, quizá lejos del dolor…  Con las pastillas solo hay confusión… y miedo… Sed más jilgueros que petirrojos, mis pequeños Odiseos…
Al salir, vimos a Nisa llorando:
-Estas monjas… Les ha dado por decir que el pobre Benjamín es un ateo, y que pervierte a los demás. ¡Qué sandez! Pobriño mío. ¿Se podrá ser más bueno? Y le atiborran de pastillas. El alma seca, eso es, tienen el alma seca, no saben de la vida…

El domingo regresamos a la casa. Benjamín no nos reconoció. Pocos días pudimos ya verle despierto. Al poco era un paseante más, bajo las ramas horizontales de los cedros, en el jardín de los alunados.












miércoles, 15 de enero de 2014

Ha muerto Juan Gelman








     Ha muerto Juan Gelman. Hoy se siente un poco más la soledad. Cada día hay menos gente en esta orilla.






Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.





domingo, 12 de enero de 2014

Artes y oficios artesanales











Segovia



Siento veneración por los oficios artesanales. En mi vida profesional he tenido el privilegio de conocer a magníficos artesanos vivos y a fabulosos artesanos de antaño, y de este conocimiento  surge mi admiración y respeto por el trabajo de estas personas.

Segovia
El diccionario de la RAE nos da una primera definición de artesano como: persona que ejercita un arte u oficio meramente mecánico. Oficio mecánico la propia RAE nos dice que es aquel que exige más habilidad manual que intelectual, y en el caso de los artesanos añade el adverbio “meramente” con el que parece querer potenciar lo innecesario de la habilidad intelectual para ejercer estas artes y oficios. Según esta definición no es de artesanos de lo que yo quiero hablar, pero como no encuentro otra palabra que se adecue a mi concepto y además me guste, seguiré usándola y dándole el sentido que tanta gente le ha dado a lo largo de los siglos, y no este de la RAE, que me parece incomprensible y quizás hasta ofensivo.
En una segunda acepción la RAE nos dice:   U. modernamente para referirse a quien hace por su cuenta objetos de uso doméstico imprimiéndoles un sello personal, a diferencia del obrero fabril. No sé qué tendrá que ver que los objetos los haga el supuesto artesano por su cuenta o por cuenta ajena, o que el uso tenga que ser necesariamente doméstico y no cualquier otro.
En fin, para terminar con el obligado paso por la RAE, yo diría que estas definiciones parecen un tanto “artesanales” (en el sentido que la Academia da al sustantivo, claro está).


Toledo


A lo largo del tiempo los artesanos han ido llenando el mundo de belleza y haciéndonos la vida más fácil. En determinadas épocas sus trabajos llegaron a lo excelso, y la humanidad se ha rendido ante su maestría. Ebanistas, carpinteros de lo blanco, doradores, estofadores, herreros, entalladores, plateros, rejeros tallistas, canteros, alarifes, encajeros, guarnicioneros, bordadores, repujadores, carpinteros de ribera, talabarteros, alfareros, relojeros, tejedores, lutieres y tantos y tantos oficios que requieren de un larguísimo aprendizaje. Son muchos los años que los aprendices han de estar en los talleres y en los tajos, practicando con las herramientas y en contacto con la materia, mientras su cerebro va asimilando la sabiduría acumulada durante siglos, llenándose de formas, colores o sonidos, de sutilezas que el talento y el tiempo han ido almacenando para formar un corpus de conocimiento intangible y de difícil aprendizaje. Los muchachos han de empezar muy jóvenes, copiando formas elementales con la cantinela de fondo de la voz del maestro que les marca caminos. Con el tiempo van asimilando cuál es la curvatura que logra la gracia, cuál el tono exacto de color, cuál esa mínima diferencia en las proporciones que separa la obra del maestro de la obra vulgar. Este aprendizaje solo da resultado en la vieja relación maestro - aprendiz, en el ambiente del taller, con la necesaria y cotidiana presencia de la obra maestra. El continuo contacto con la belleza y la maestría va formando el espíritu. 
Toledo
La delimitación entre el trabajo del artista y el del artesano es muchas veces difusa. Por lo general el artista tiende a la creación novedosa y el artesano a la recreación de lo tradicional, pero siempre será una frontera mal definida, las interconexiones son necesarias. En los grandes tiempos de creación los caminos de artistas y artesanos han estado muy comunicados. Su separación es un indudable signo de decadencia. La reciente experiencia de los artistas intelectualizados, sin oficio o cortos de él, ha tenido poco recorrido.
Nuestra época  no es propicia para el fomento de los oficios artesanales. Hoy se valora lo rápido y barato, todo lo incompatible con la obra artesanal. La larga formación de los operarios y la necesariamente lenta elaboración, originan productos de muy alto precio y por ende de escaso mercado. La restauración en general y la monumental de forma particular, requiere de muchos de estos oficios, lo que contribuye a su pervivencia. Durante los pasados años de bonanza económica, con el enorme crecimiento en la restauración de bienes muebles e inmuebles, han sido muchos los oficios que hemos visto revivir. Esperemos que la actual crisis no termine con lo conseguido en esos años. En ello hay una importante labor y responsabilidad de la Administración Pública.
La actual falta de contacto del pueblo con estos oficios, ya tan minoritarios, ha traído consigo una indudable trivialización de los conceptos. Los ayuntamientos organizan pomposas “ferias de artesanía” en las que no encontramos obras de auténticos artesanos; o se da tratamiento de artesanía a los trabajos manuales de unos jubilados laboriosos que entretienen sus horas libres en labores ajenas a la que fue su ocupación profesional. Sería deseable la recuperación, en su adecuado valor, de los conceptos de artes y oficios artesanales.

 

Cáceres


    

jueves, 2 de enero de 2014

Pop, rock y alienación













     Desde hace medio siglo un número significativo de los habitantes de este país – y de gran parte de Europa – sufre una música “popular” que les es ajena e ininteligible y que inunda, casi con exclusividad,  su medio ambiente desde radios, televisiones y demás medios de propagación. No puedo dar cifras, no sé de estadísticas al respecto, pero sí me atrevo a asegurar que el número de damnificados – en todos los estamentos sociales - es lo suficientemente alto como para que el fenómeno, al menos, despertase el interés de los sociólogos.  
     Los que estamos por encima de los sesenta años hemos conocido los tiempos en que las ventanas de cualquier patio de vecindad emanaban, entre aromas de honrado puerro, músicas al gusto y sentir del pueblo en que nacían, o bien músicas más adaptadas al oído de las élites culturales. Lo que no se escuchaban eran musiquillas que sacasen de quicio a parte importante de unos y otros, como las que llevamos tanto tiempo sufriendo.
     A principio de los años sesenta nos llegó el rock and roll americano, que realmente interesó a la juventud, como le interesaron las músicas que a continuación surgieron en Inglaterra. Era un aporte fresco para los que estábamos entre la espada de la copla y la pared de la clásica que RNE revestía de tintes trascendentes.  El problema es lo que viene después, el pop y todas sus familias, el dichoso pop imposible de definir; y con él aparece un nuevo fenómeno: el encauzamiento de los gustos musicales de la gente por las industrias discográficas. El disco. El gran negocio. También es difícil de delimitar o definir lo denominado como rock, tan adocenado como su hermano el pop, salvo contados casos en que ha sabido acercarse a lo auténticamente popular, al folclore (generalmente al norteamericano). Quizás sean de destacar los  intentos de determinadas facetas del rock en representar una cierta rebeldía social de la juventud, pero al final han resultado de corto alcance; poco más allá de uniformes y gestos.
     De este desierto cultural, como de tantos otros, solo nos podría sacar el impulso de la juventud. De momento no aparecen atisbos de que esto vaya a suceder. Una parte importante de los jóvenes se entretienen con lo que les impone la gran industria discográfica. El resto de los ciudadanos se refugia en otras facetas de la creación musical, que las hay, aunque parezca mentira.
     Tengo pocas esperanzas en que el daño que las nuevas tecnologías hayan causado al disco pueda cambiar algo la situación; la industria encontrará nuevos cauces. De lo que no  puedo hablar es de la música que se escucha en los pequeños locales de directo que ahora parecen proliferar, pues la desconozco; pero en el mejor de los casos esto sería algo minoritario y selecto, y no es de lo que trato.
     Nuestra juventud, ahora acosada de forma terrible por el paro y la injusticia, sabrá dar un vuelco a esta situación y las ventanas de los patios de vecindad volverán a emanar músicas frescas que se prendan en el alma de las gentes, para terminar con este absurdo medio siglo de separación. Eso espero.