yer mañana, cuando ya estaba harto de andar los pasillos de aquel
Ministerio sin solucionar nada, leí su nombre en una puerta. En aquel señor
gordito sentado tras la mesa reconocí algo de la lejana imagen de Suárez Fresnal,
mi compañero de colegio, al que no había vuelto a ver. Me presenté, y él, sonriendo,
pronunció mi viejo mote del cole. En media hora mi asunto estaba arreglado y
nosotros sentados en un café contándonos cincuenta años. Me sorprendió que
saliese a relucir aquello que para él debía de ser un confuso recuerdo, una pequeña historia que su
memoria asociaba con Alonso y conmigo:
- Vosotros erais amigos de alguno de los locos que había en aquella casa,
al lado del colegio…
Me limité a confirmar sus recuerdos. Sí, fuimos amigos de algún loco de
aquella casa. La contundente simplificación me dejó sin fuerzas para hacerle
ver lo que esa pequeña historia significaba para mí. Sí, fuimos amigos de alguno
de aquellos locos…
***
Una parte de la casa y casi todo el jardín podían verse desde la terraza
del colegio. También se veía medio campo de juego del vecino estadio de fútbol,
por lo que puede suponerse que la azotea era un sitio muy solicitado los días
de partido, donde solo se podía subir en compañía de algún cura. La casa era
enorme, palaciega, y su jardín apenas se adivinaba entre los cedros que lo
cubrían. Un día llamé la atención de Alonso sobre las figuras que se veían bajo
las ramas, recorriendo los caminos en repetitivos paseos. Iban vestidas con
unas batas de color claro que les cubrían hasta casi los pies. Los hombres –
solo se veían hombres – parecían ignorarse entre ellos mientras recorrían una y
otra vez sus circuitos. Algunos acompañaban su caminar con arrítmicos y
repentinos movimientos de los brazos, otros lo interrumpían para dirigir un
accionado discurso a la nada, tras el que reanudaban su deambular. De vez en
cuando, fugaces, las alas blancas de la toca de una monja. Alonso y yo encontrábamos
más intriga en los paseantes de ese jardín que en el medio partido – completado
por la radio - que podía verse un poco más a la derecha.
Una tarde de jueves dejamos el cine del cole y fuimos a por morera para los
gusanos a la huerta del señor Juan, junto al Canalillo, a espaldas del colegio,
más o menos por donde debió de estar la casa de campo que se hizo D. Santiago
Ramón y Cajal allá por 1900, y a la que llamaba El Cigarral de Amaniel. En la
época de nuestra infancia la ciudad parecía haberse detenido ante los dos
viajes de agua que cruzaban la zona: el más antiguo, que suministraba al Alcázar,
y el posterior acueducto de Isabel II. Allí, unos huertecillos resistían el
empuje urbano a la vera del pequeño canal que los regaba, era, más o menos, lo
que hoy es la calle Almansa, que entonces solo se apuntaba por debajo de
Federico Rubio. Después nos encaminamos hacia una de nuestras querencias: el
cerramiento del jardín que nos intrigaba. Era un zócalo de fábrica de unos dos
metros de altura y sobre él una reja en la que se anudaban rosales y glicinas.
Las volutas de un jabalcón nos servían para trepar hasta lo alto del muro,
donde la vegetación ocultaba nuestra curiosidad por los extraños paseantes del
interior. Aquella tarde, cuando ya estábamos con las caras entre los barrotes,
una voz nos paralizó.
-¡Hola!
Una figura, vestida con la bata de los habitantes del jardín, nos miraba
entre los racimos azules de las glicinas. Estaba a nuestro lado, sentado en el
zócalo que por dentro no llegaría al medio metro de altura. Era un hombre de
piel muy blanca, pelo alborotado y una edad que no fuimos capaces de determinar.
-Soy Benjamín. Os he visto otros días. ¿Cómo os llamáis vosotros?
Su sonrisa y su voz tranquila fueron serenando nuestro pulso, permitiéndonos
una tímida charla. Cuando ya atrevíamos algunas de las preguntas que nos acicateaban
llegó un segundo sobresalto.
-¡Rapaces! Os vais a partir la crisma. Bajad de ahí, home.
Era una señora mayor que nos miraba desde la acera. En segundos estábamos
abajo.
-Os llaman la atención los alunados, ¿eh? ¡Pobriños! Hablaríais con
Benjamín… un ángel del cielo.
Los regordetes dedos de la anciana se enredaban en nuestro pelo y nos
envolvían en una nube de ajo, mientras nos hablaba de los peligros de subir a
la verja y de un chico de su pueblo, vecino suyo, que cayó de una tapia al
subir a por higos, y se quebró, y quedó paralítico de por vida.
- Hice hoy rosquillas, como las de la aldea. ¿Queréis rosquillas,
rapaciños?
Y sus brazos sobre nuestros hombros, apretándonos contra ella, sin dejarnos
opción, nos introdujeron en la casa por una puerta trasera. Nos vimos en una
cocina que olía como la del colegio, sentados ante una mesa en la que, entre la
perorata de la anciana, aparecieron dos tazones de colacao y una bandeja de
rosquillas. El frufrú de un hábito cruzó
la habitación sin pararse ni apenas mirarnos.
-Nisa, ¡Por Dios! ¿Ya estás cebando niños? ¿De dónde los has sacado hoy?
Y Nisa movía una mano frente a su cara haciéndonos ver que no había que
hacer caso a la monja, mientras continuaba su cháchara y su interrogatorio, al
que no dejaba responder.
-¿Quiénes son los alunados, Sra. Nisa? - Se aventuró a preguntar Alonso, aprovechando un momento en
que la anciana mordía una rosquilla.
-Les dicen así en mi tierra. ¡Pobriños! ¡Quién sabe lo que determinadas lunas
pueden hacer! ¿No mueven la mar? Pues más podrán en el vientre de las mujeres,
digo yo. Las monjas y el médico les dan distintos nombres, y es verdad que no
todos son iguales, no, cada uno es como Dios quiso o le hizo la luna. Los hay
mansos y dulces, y los hay ariscos, incluso fieros. Unos son listos y sabidos y
otros lelos e ignorantes. Pero todos son indefensos y abandonados. ¡Pobriños! ¿No
coméis más rosquillas? Cómete otra… ya no me acuerdo de tu nombre. Toma, toma
otro poquito de leche. Todos son abandonados. Nacieron en casa rica, y aquí los
trajeron, para que no molestasen, para taparlos, como a las vergüenzas. Los
pobres suelen dar cariño a los distintos, los ricos no, los ricos los apartan y
los encierran. Y las monjas se deben a quienes las mantienen. Dan el amor que
pueden, sí, no lo voy a negar, pero tienen el alma algo seca, casi todas tienen
el alma algo seca. Todas no, pobriñas mías, que las hay almas del cielo, que se
dejan la vida por estos infelices. ¿Vais a dejar rosquillas? Si yo las hubiese
cogido a vuestra edad… A mí me trajo a la capital el señorito, me sacó casi
niña de la aldea para trabajar en su casa, y guisarle, y servirle en sus
vicios. Y cuando me vio vieja aquí me metió, con las monjas que reciben sus
dineros, y con los alunados, pobriños. Yo les alivio con lo que puedo, con lo
que sé hacer, con los guisos que aprendí en la aldea, de mi madre y de mi
abuela que en gloria estén, y de alguna vecina, que a todo hay que estar. Y me
lo agradecen, y me quieren, vaya si me quieren, y me lo dicen con sus maneras a
cual más rara, pero me lo dicen, vaya si me lo dicen…
-Nisa, estos niños tendrán que irse a su casa, deja ya de hablar y de
darles de comer, que se van a poner malos.
La intervención de la monja nos permitió iniciar una retirada hacia la
puerta balbuceando gracias y prisas. La Sra. Nisa nos despidió con un beso de
ajo y bigote en cada mejilla.
-Rapaciños guapos, no dejéis de venir a ver al pobre Benjamín, pero no por
la verja, por Dios, por aquí, por esta puerta, que yo os llevaré con él. Un
ángel del cielo. Y aprenderéis de él, que sabe mucho y todo se le va en leer. Digan
lo que digan las monjas ¡un sabio!, si señor, y un ángel del cielo. Hala, id
con Dios, rapaces.
A partir de aquel día nos hicimos asiduos de la casa, y sobre todo asiduos
de Benjamín, de quien fuimos amigos y cómplices. Al evocarle acuden palabras como
bondad, indefensión e inteligencia. Sí, era un ser bondadoso e inteligente,
incapaz de enfrentarse a un mundo del que, sin embargo, hacía lúcidas
interpretaciones. Sabía mantenernos oyentes absortos mientras tocaba el piano o
nos hablaba de música, o de pintura o nos recitaba sus poemas; algo complicado
con niños de doce años, como teníamos nosotros. La tranquila expresión de su
rostro nos calmaba, y sus ojos vivaces reclamaban nuestra atención a una nota o
a un pasaje de la lectura, manteniéndonos en el hilo de las palabras o la
música. Lo que no conseguía de nosotros ningún profesor lo conseguía Benjamín
con total naturalidad. Si alguien he conocido con capacidad de enseñar, de
trasmitir, ha sido él; solo él supo asomarme a la belleza, a la emoción de un
cuadro, de un poema, de una lagartija subiendo por la pared, del titilar de la
luz en una hoja… Lástima que no tuviésemos maestros así en otra materias, para
que hubiesen abierto nuestras mentes a la curiosidad científica, de la que tan
cojo ha estado y sigue estando nuestro país. Desde su mundo estrecho amplió el
mío a horizontes desconocidos, y conocerle fue una bendición.
No apreciaban las monjas estas facetas de Benjamín; solo veían en él a un
enfermo al que las lecturas no mejoraban pero inculcaban ideas peligrosas, y
llegaron a restringirle la adquisición de libros por correo, el único medio de
que disponía. Y de ahí surgió nuestra complicidad. Mientras aquello duró fuimos
sus suministradores de libros, periódicos y revistas; se los pasábamos de
tapadillo, directamente o a través de Nisa. Su capacidad de lectura y su
curiosidad no parecían tener límite y tampoco sus posibilidades monetarias, con
lo que nuestra función de correos era continua.
No puedo decir que entendiese totalmente los versos de Benjamín, pero
recuerdo muy bien aquellas concatenaciones de palabras que me exaltaban o me
entristecían, creando sensaciones, formas, colores y olores que golpeaban o
acariciaban mis sentidos. Su voz buscaba el acento exacto, la modulación
requerida por cada frase, mientras sus ojos parecían recorrer el mundo buscando
ejemplos a lo descrito. Algunos de los alunados se unían a nosotros durante
aquellas lecturas, y a mí me gustaba observar en sus rostros el efecto de la
voz y la palabra de Benjamín. Las miradas perdidas regresaban a la vida y aparecía luz donde solo
había oscuridad, lejanía e indiferencia. Aquellos espíritus, hundidos en quién
sabe qué atroces profundidades, volvían por unos momentos al mundo circundante,
convocados por la palabra y el talento de su compañero.
Durante los cursos tercero y cuarto de bachillerato, nuestros doce y trece
años, vimos asiduamente a Benjamín. En cuanto teníamos ocasión nos acercábamos
a la casa, y charlábamos en el jardín o en la salita del piano. Nos ayudaba en las
materias que le interesaban de nuestros áridos deberes escolares, que él sabía
transformar en interesantes divertimentos. Una mañana de sábado nos pidió que
llevásemos unos poemas a Vicente Aleixandre, con quien mantenía correspondencia
con nosotros como correos. El poeta vivía muy cerca, en la calle Velintonia, en
una casa que se hizo en los años veinte en la colonia de chalets de la
Urbanizadora Metropolitana, por debajo de la glorieta de Gaztambide, aquella
que los Otamendi llenaron de evocaciones de su tierra en forma de falsos
caseríos. Habíamos pensado darnos un
paseo en bici, y nos fuimos a por unos de aquellos increíbles trastos que nos
alquilaban en la calle Reina Victoria. Pasamos por casa de Aleixandre, que nos
dio un libro para Benjamín, y tras devolver las bicicletas y fuimos a dárselo:
-Aleixandre…
Eres tú, sombra del mar poderoso,
genial rencor verde donde todos los peces
son como piedras por el aire…
Suelo saber de él. Ese petirrojo que gusta de los bichejos de la humedad
que levanta el rastrillo en el humus, me habla de Aleixandre y de su poesía. Los
petirrojos saben de la poesía de los hombres. Aquí no hay jilgueros. Donde viví
de niño los jilgueros recitaban en los cardos versos incomprensibles, y repetían
los punteados estribillos en su vuelo sincopado. Las pastillas… ¡No saldré de
aquí! Vosotros tenéis que ir al mundo. ¡Salid! Los petirrojos son poesía. Aleixandre
lo sabe. ¿Por qué me las habrán dado hoy? El mar… Si yo pudiese… si yo fuese Aleixandre
me iría junto al mar, a su tierra. Aquí hay demasiado dolor. La vida está junto
al mar. ¡Id al mar! Id a... ¡Hay tanto dolor aquí! Los jilgueros son más ajenos
a los hombres, son más de sol y menos de hombres, más de cardo que de humedad.
¿Por qué me las habrán dado hoy? El pechito naranja y los ojos… los ojos… ¡tan
negros! Vivid, vivid vuestro viaje, pequeños Odiseos. Yo ya he dado mi óbolo.
Creo que he pagado al barquero. Me llevará a Nosedónde, quizá lejos del dolor… Con las pastillas solo hay confusión… y miedo…
Sed más jilgueros que petirrojos, mis pequeños Odiseos…
Al salir, vimos a Nisa llorando:
-Estas monjas… Les ha dado por decir que el pobre Benjamín es un ateo, y
que pervierte a los demás. ¡Qué sandez! Pobriño mío. ¿Se podrá ser más bueno? Y
le atiborran de pastillas. El alma seca, eso es, tienen el alma seca, no saben
de la vida…
El domingo regresamos a la casa. Benjamín no nos reconoció. Pocos días pudimos
ya verle despierto. Al poco era un paseante más, bajo las ramas horizontales de
los cedros, en el jardín de los alunados.