Las de
médico y cura son profesiones que engarzamos con la magia de los orígenes, con
la nebulosa de nuestra vieja herencia de especie; ellos son los oficiantes del
ancestral rito de esperanza ante el dolor y la muerte. En el caso de los
médicos es curioso ver cómo los enormes avances científicos y técnicos en su
oficio se compaginan con esa concepción mítica, como si de ellos se esperase
algo por encima de las meras capacidades humanas; algo parecido a la
intermediación con la divinidad propia de los curas. De aquí deviene el general
y tradicional respeto por estos dos oficios, muy por encima del que se tiene a
cualquier otro quehacer humano. Respeto que se mantiene aún en presencia de la
evidente ignorancia o la falta de virtud manifiesta. Cierto es que el latente
laicismo de nuestro país – en el que algo tendrá que ver el comportamiento de
los clérigos - asoma o se esconde en función de la mayor o menor libertad
política del momento, pues nuestros muchos subyugadores a lo largo del tiempo siempre
han ido de la mano de la Santa Madre. Pero ese respeto mítico al cura –
perdidos ya gran parte de los miedos predicados - aún puede
observarse en nuestros días, más en el medio rural que en el urbano y más entre
los viejos que entre los jóvenes.
Hace
muchos años que mi amigo Isaac colgó los hábitos, y desde entonces su vida es
la de un estudioso laico, profesor en la facultad y atento interpretador de lo
humano - en libros y artículos - desde la base de su enorme cultura. Pero en su
pueblo y entre sus paisanos, Isaac mantiene un estatus que solo puede devenir
de su antigua condición de clérigo, aunque esté matizado por su actual situación
de seglar, profesor universitario e intelectual reconocido. Pasar unas horas
paseando con Isaac por su pueblo es como ser espectador del Oráculo de Delfos,
con una paciente Pitonisa ambulante que a todo el mundo escucha.
- Isaac,
si debemos admitir que la probabilidad de mundos iguales al nuestro es infinita
como el universo, todos nuestros semejantes en esos mundos han tenido o tendrán
que ser redimidos por Cristo, con lo que su pasión se tendrá que repetir
infinitamente…
Y
esto acaecía durante nuestro primer vino. Yo, con el vaso en la mano y supongo
que con cara de tonto, miraba al pensante que peroraba y a Isaac que le
escuchaba con imperturbable rostro de conocedor del percal.
- ¿Quieres
decirme que esto es algo que realmente te preocupa?
En la
segunda taberna el nivel teológico se mantenía.
-
Isaac, la Iglesia nos dice que la fe es un don divino, y que a Dios hay que pedírsela.
¿Cómo podemos pedir algo a alguien en quien no creemos?
Mi
lucha por llevar la conversación a la gesta del Atlético en la liga, no obtenía
el menor resultado.
A la
tercera estación fuimos conducidos, más o menos en volandas, por una cohorte de
paisanos anhelantes de que la ciencia y el carisma de Isaac iluminase sus mentes, entre clarete
y clarete.
- Isaac,
¿qué sentido tiene adorar a Dios?, ¿puede ser admitida esta adulación por la
infinita inteligencia?
- Ponnos
vino, Antonio, y de tapa morro.
- Isaac, ¿pedir a Dios, no es admitir que se puede influir en Él, que se puede actuar sobre Él o
comerciar con Él?
Yo,
para entonces, ya estaba apartado del grupo, en una profunda charla con el
tabernero sobre el mejor sistema para producir el clarete de madreo, de lo
pesada que se pone la gente cuando tiene un cura a mano, y de las
interconexiones profesionales entre curas, médicos y taberneros.
La
excepcional fotografía es del maestro Santos Yubero. (1935)