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por Altamirano, que es calle con mercado; y quizás por eso más popular, más
menestral y comercial que sus circundantes en este madrileño barrio de
Arguelles, nacido – primero con vocación aristocrática y luego burguesa – de la
planificación decimonónica del ensanche madrileño.
Hacia
el centro de la calle, en la fachada del número 34, puso la Real
Academia una lápida el año 1994, rememorando que allí, Luis Rosales, había vivido y compuesto La Casa Encendida. Hacía ya dos años de la muerte del poeta de la
vieja sospecha.
Al
día siguiente,
- hoy-
al
llegar a mi casa –Altamirano, 34– era de noche,
y
¿quién te cuida?, dime; no llovía;
el
cielo estaba limpio;
-
<<Buenas noches, don Luis>> - dice el sereno,
y al
mirar hacia arriba,
vi
iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las
ventanas,
-sí,
todas las ventanas -,
Gracias,
Señor, la casa está encendida.
Esta
imagen poética de Rosales es hoy
popular, al intitular Casa Encendida
al Centro Cultural que en el año 2002 se inauguró en el estupendo edificio de
la Casa de Empeños de la Ronda de Valencia, que dibujó Fernando Arbós.
Pero
la Casa Encendida es esta, la de
Altamirano 34, adonde llegó Rosales
de la mano de su amigo Luis Alonso
Luengo, que aquí vivía. La casa la compró, en los años cuarenta del siglo
XX, un industrial astorgano necesitado de invertir los dineros producidos por
su fábrica de mantas. Y aquí moraban cinco familias de Astorga, la de don Luis
entre ellas.

La
casa de Altamirano 34 se hace centro de reunión de poetas e intelectuales,
convocados por las personalidades catalizadoras de Rosales y Luis Alonso. A
los ya citados, excepto Juan Panero
fallecido en accidente en 1937, se unen con más o menos asiduidad: Dionisio Ridruejo, Dámaso Alonso y Luis Felipe Vivanco. Gullón abandona
España y la carrera fiscal en 1953, dedicándose a la docencia de la literatura española,
primero en Puerto Rico y después en Estados Unidos.
Verdaderamente
curioso este amasijo de hombres tan distintos, a los que quizás uniese, más que
el amor por la literatura, el juego de intereses por la posición socio-política
de cada uno.
Si
hemos de prestar oído a Felicidad Blanc (viuda
que fue de Panero), donde
verdaderamente estaba siempre Rosales
– el de la vieja sospecha- era en la casa de ella, como permanente y obsesivo
oficiante en la liturgia de destrucción de Leopoldo, su marido. Antonio Colinas, en su Meditación
en Castrillo de las Piedras (lugar donde estuvo la casa de campo de los
Panero), nos dice:
(Acaso
él tuviera que beber
desde
que hirió y desde que fue herido
-con
las palabras manchadas de Historia-
por
un poeta amigo y admirado.)
Hay
mucho Dios y mucha Castilla en los versos de Leopoldo Panero. Demasiado Dios y demasiada Castilla (llama
Castilla a su León natal). Las desgarradas palabras de hijo a padre
que recoge el maestro Colinas en el
poema citado, son clarificadoras:
Había
llegado la segunda muerte
del
padre
(no
debida al alcohol, ni a las ideologías)
para
ir triturando lentamente
los
cuerpos y las psiques
de
los desamparados.
Aunque
uno de ellos, que tienen por “loco”,
habló
ya entonces con sabiduría
extrema
y
resumió la clave de la historia:
“No
has podido quitarte la capa
de
superficialidad”,
dijo
mirando a quien le dio la vida.
En
contraposición, Luis Alonso Luengo fue
hombre sosegado, de variado saber. Magistrado del Supremo, nunca dejó la literatura
y la historia, disciplina en la que llegó a ser académico. Quien algo quiera saber
sobre las gentes pobladoras de la Somoza leonesa, los singulares maragatos,
tendrá que pasar por las páginas que sobre ellos nos dejó el astorgano Luis Alonso Luengo.
Yo,
reanudo mi marcha Altamirano abajo, con el fondo verde de la Casa de Campo,
hasta la vieja Casa Paco, donde he quedado con los amigos para tomar unos chatos y
alguna tapa que se tercie.
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