sábado, 23 de agosto de 2014

Reflexiones frente a La Casa Encendida










B
ajo por Altamirano, que es calle con mercado; y quizás por eso más popular, más menestral y comercial que sus circundantes en este madrileño barrio de Arguelles, nacido – primero con vocación aristocrática y luego burguesa – de la planificación decimonónica del ensanche madrileño.
Hacia el centro de la calle, en la fachada del número 34, puso la Real  Academia una lápida el año 1994, rememorando que allí, Luis Rosales, había vivido y compuesto La Casa Encendida.  Hacía ya dos años de la muerte del poeta de la vieja sospecha.


Al día siguiente,
- hoy-
al llegar a mi casa –Altamirano, 34– era de noche,
y ¿quién te cuida?, dime; no llovía;
el cielo estaba limpio;
- <<Buenas noches, don Luis>> - dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
-sí, todas las ventanas -,
Gracias, Señor, la casa está encendida.


Esta imagen poética de Rosales es hoy popular, al intitular Casa Encendida al Centro Cultural que en el año 2002 se inauguró en el estupendo edificio de la Casa de Empeños de la Ronda de Valencia, que dibujó Fernando Arbós.
Pero la Casa Encendida es esta, la de Altamirano 34, adonde llegó Rosales de la mano de su amigo Luis Alonso Luengo, que aquí vivía. La casa la compró, en los años cuarenta del siglo XX, un industrial astorgano necesitado de invertir los dineros producidos por su fábrica de mantas. Y aquí moraban cinco familias de Astorga, la de don Luis entre ellas.
En los años veinte del pasado siglo, a un grupo de jóvenes astorganos, nacidos en el seno de la enriquecida burguesía local, les une su común interés por la literatura y comienzan sus ensayos poéticos en publicaciones locales. Son: Luis Alonso Luengo (1907-2003), Juan Panero Torbado (1908-1937), Ricardo Gullón Fernández (1908-1991) y Leopoldo Panero Torbado (1909-1962). Años después, en 1948, es Gerardo Diego quien los bautiza como Escuela de Astorga, y los presenta en ABC. Unos años antes don Gerardo había pasado un verano en Astorga, invitado por Luis Alonso.
La casa de Altamirano 34 se hace centro de reunión de poetas e intelectuales, convocados por las personalidades catalizadoras de Rosales y Luis Alonso. A los ya citados, excepto Juan Panero fallecido en accidente en 1937, se unen con más o menos asiduidad: Dionisio Ridruejo, Dámaso Alonso y Luis Felipe Vivanco. Gullón abandona España y la carrera fiscal en 1953, dedicándose a la docencia de la literatura española, primero en Puerto Rico y después en Estados Unidos.
Verdaderamente curioso este amasijo de hombres tan distintos, a los que quizás uniese, más que el amor por la literatura, el juego de intereses por la posición socio-política de cada uno.
Si hemos de prestar oído a Felicidad Blanc (viuda que fue de Panero), donde verdaderamente estaba siempre Rosales – el de la vieja sospecha- era en la casa de ella, como permanente y obsesivo oficiante en la liturgia de destrucción de Leopoldo, su marido. Antonio Colinas, en su Meditación en Castrillo de las Piedras (lugar donde estuvo la casa de campo de los Panero), nos dice:


(Acaso él tuviera que beber
desde que hirió y desde que fue herido
-con las palabras manchadas de Historia-
por un poeta amigo y admirado.)


Hay mucho Dios y mucha Castilla en los versos de Leopoldo Panero. Demasiado Dios y demasiada Castilla (llama Castilla a su León natal). Las desgarradas palabras de hijo a padre que recoge el maestro Colinas en el poema citado, son clarificadoras:


Había llegado la segunda muerte
del padre
(no debida al alcohol, ni a las ideologías)
para ir triturando lentamente
los cuerpos y las psiques
de los desamparados.
Aunque uno de ellos, que tienen por “loco”,
habló ya entonces con sabiduría
extrema
y resumió la clave de la historia:
“No has podido quitarte la capa
de superficialidad”,
dijo mirando a quien le dio la vida.


En contraposición, Luis Alonso Luengo fue hombre sosegado, de variado saber. Magistrado del Supremo, nunca dejó la literatura y la historia, disciplina en la que llegó a ser académico. Quien algo quiera saber sobre las gentes pobladoras de la Somoza leonesa, los singulares maragatos, tendrá que pasar por las páginas que sobre ellos nos dejó el astorgano Luis Alonso Luengo.

Yo, reanudo mi marcha Altamirano abajo, con el fondo verde de la Casa de Campo, hasta la vieja Casa Paco, donde he quedado con los amigos para tomar unos chatos y alguna tapa que se tercie.




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