Levanto
la vista por encima de la pantalla del ordenador y me encuentro con los ojos de una joven que me
mira desde el lejano 1916. Y con la mirada me llega su voz, la temblorosa y
familiar voz de una anciana:
It’s a long way to Tipperary,
it’s a long way to go.
It’s a long way to Tipperary
to the sweetest girl I know!
Goodbye Piccadilly,
farewell Leicester Square!
It’s a long way to Tipperary,
but my heart’s right there.
Mi abuela materna nació en 1890, luego tenía 24 años al comenzar la Gran
Guerra del centenario, en el trascurso de la cual nació mi madre. La educaron para entonar bien canciones como el along way to Tipperary, mantener una conversación con cualquiera en español
o francés, guisar como los ángeles y hacerse querer de todos y en todas partes.
Pero no sabía dividir. Mi abuela supo siempre, toda su vida, matizar la
realidad, por dura que fuese, con la educación.
Hoy
mi abuela ha querido cantarme de nuevo, con su voz trémula de anciana, el Tipperary que le escuché de niño. Su recuerdo es dulce, como todo en ella, sin nostalgias que arañen.
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