E
|
sta
vez ha sido en Francia. Los fanáticos han vuelto a matar y a matarse en el nombre
de Dios. Qué difícil asunto.
Qué viejo y difícil asunto
este de los poseedores de la verdad revelada. Qué difícil cuando, además, esto se mezcla con
petróleo y dinero; en estos nuevos escenarios de drones y guerras a distancia,
donde se destruyen países sin mancharse las botas ni las manos.
Y el
presidente Hollande ha resurgido del gris, se ha subido a la grandeur y ha
puesto a los enfants de la Patrie en busca del jour de gloire, tocando a rebato
por todo el mundo en reclamo de aliados en la venganza de la Francia herida. Y Sarkozi
se reconcome, y la Le Pen se tira de los pelos, ¡qué injusta es la vida!: un sociata con aspecto de
pingüino aburrido les arrebata el papel con el que han soñado toda su vida, el
que les corresponde a ellos en el orden natural de las cosas.
La
eficacia del nacionalismo francés es de sobra conocida. No es Hollande llamando
a rebato, ni la Marsellesa tonando lo que me estraga. Lo que me satura y me
aburre son esos políticos, periodistas y tertulianos españoles que, enaltecidos
y arrobados por la grandeur gala, lloran la desventura de nuestra endémica
cojera patriótica; lloran el recelo hispano para unirse bajo la bandera y la
Marcha Real. A estos llorosos habría que recordarles que aquí la patria y la
bandera siempre han tenido amos. No hay más que oírlos. Entre la generación que
ahora llega a dirigir la colectividad están los hijos de los que lograron reinventarse,
entre otros conceptos, el de patria; superando lo que se decía en aquella cosa
que llamaban “Formación del Espíritu Nacional.” Solo en estos hijos puede estar
nuestra esperanza.
No sé
a cuántos franceses la
letra de la Marsellesa les sonará adecuada a la situación; espero que no a
muchos. Creo, quiero creer, que una mayoría piensa que hay matices que la
grandeur debe considerar en este asunto. La sangre
impura para abrevar sus surcos, ahora, es de “ciudadanos” con pasaporte
francés, nacidos y educados en La France. Algo se habrá hecho mal. Creo, quiero
creer que Francia sigue siendo un país de libertad, el país de la libertad en
el que tantos europeos hemos creído; a pesar de nuestra historia común, tan
trastabillada, con tanto recoveco lleno de viejas cuentas.
Se me
hace difícil creer en la utilidad de responder al horror con el horror. Puede
que lo que esos llorosos hispanos han dado en llamar “el buenismo de la
izquierda” no sea suficiente, puede. Pero la única evidencia es el fracaso de
los métodos utilizados hasta el momento en la lucha contra el integrismo
islámico. Lo que sí conocemos es el precio de aquella aventura del esperpéntico
Aznar. Lo que sí conocemos son las consecuencias de que los poderosos se
repartiesen el mundo tras las Grandes Guerras.