martes, 17 de diciembre de 2019

Fiebre

   



E
ste año no parece que a José le haya hecho mucho efecto la vacuna de la gripe. Lleva unos días baldado y febril, sin fuerzas, arrastrándose entre la cama y el sillón. Son días grises y fríos de noviembre, con una luz triste que apenas penetra las ventanas y colabora en su abatimiento. Hacía tiempo que no se encontraba tan mal. Los años se van llevando las fuerzas. La cuestión es que la fiebre le ha retrotraído, de alguna forma, a los lejanos años de su adolescencia; ha vuelto a experimentar aquellos despertares del espanto, bañado en sudor, aterrorizado por el horroroso final de la alucinación febril; desde el día aquel en que llevó a su padre la comida a la obra. Recuerda que, con anterioridad, en la niñez, el final de los sueños febriles era otro: fuese cual fuese el sueño el despertar se producía al caer al vacío; el final era siempre la absoluta angustia de la caída, hasta despertar y encontrar el alivio del contacto materno.

José cree que fue un día durante las vacaciones de Semana Santa. No puede determinar el año exacto, pero debió de ser en torno al año 1958, sí, debió de ser ese año; estaría en primero de bachillerato, sí, el primer año en que cada asignatura la daba un profesor distinto, recuerda. De lo que no tiene dudas es de que ese día nevaba. Por entonces en Madrid todos los inviernos nevaba varias veces, y todas las nevadas eran una fiesta infantil. Recuerda que ese día nevaba porque no le hizo ninguna gracia el encargo de su madre: tienes que llevar a tu padre la comida a la obra, se la ha dejado en la cocina. Su madre le hizo una puntillosa descripción del recorrido hasta el lugar en el que, en ese momento, trabajaba el padre, y se la repitió al menos ocho veces: … coges el tranvía… en… tres paradas… te bajas en… Pero al llegar a la parada José decidió que para tres paradas se iba andando, y así pisaba algo la nieve.

Por aquel entonces poco o nada sabía José del trabajo de su padre. Sabía que trabajaba en las obras, en una empresa de pocería, pero desconocía por completo en qué consistía su trabajo. Alguna vez le oyó decir que estaba en esa empresa desde que vinieron del pueblo, poco después de nacer él, y que se había cogido a lo que pudo, en la construcción que es lo que había, y dentro de esta en lo que nadie quería, pues su oficio siempre había sido el del campo.

―Soy el hijo de…, vengo a traerle la comida.

―Pero hombre, tu padre ya comió, a la una, a la hora que comemos en este oficio. Comió de lo de todos. Ven, te llevaré con él.

Era un sótano sin apenas iluminación; en el muro que debía corresponder a la calle, José vio un agujero a media altura del que salía una luz tenue; entre el nivel inferior del agujero y el piso había una escalerilla de cuatro o cinco peldaños desde la que un hombre, en la boca del boquete, tiraba de una cuerda y extraía una espuerta con tierra, la vaciaba en una carretilla y volvía a introducirla en el agujero; tras una interjección del operario la espuerta desaparecía traccionada por otra cuerda hacia el interior.

―Asómate y saluda a tu padre, está ahí dentro.

José subió los peldaños y se asomó al interior del boquete, le llegó un cálido y húmedo olor a tierra. Tras el grueso del muro comenzaba una excavación abovedada en el terreno. A unos cuatro o cinco metros la luz de una bombilla recortaba la figura de un hombre de rodillas que ocupaba toda la sección excavada; con una pequeña herramienta iba picando el terreno y rellenando la espuerta con la tierra extraída. Una angustia desconocida atenazó a José, que incapaz de decir palabra bajó los peldaños de la escalerilla.

― ¡Pepe! que está aquí tu chico…

Y vio a su padre salir, retrocediendo de rodillas, de aquella especie de tumba donde se ganaba la vida.

Desde aquel día sus sueños febriles terminan en el justo momento en que las tierras de la mina comienzan a desprenderse, abrazando su cuerpo arrodillado.










  

martes, 22 de octubre de 2019

No parece haber lluvia que nos lave









Al amanecer el olor era tan puro que daba lástima respirar.

Gabriel García Márquez

El mar del tiempo perdido
(1961)







l agua ha lavado lo que el agua puede lavar, y el mundo parece nuevo, casi reciente. Cuando escampa y se abre algo el cielo, José se decide a salir y encaminar sus pasos por la cuesta que a diario le lleva al mesón de Rojo. Ha llovido mucho, pero la tierra sedienta apenas deja regueras ni charcos; el páramo no tiene agua que no se beba él, ni que le sobre para mandar al Yebro seco.

Al entrar en el mesón el viejo maestro siente que la nitidez del mundo nuevo se queda a la puerta, dentro está el tufo rancio de la vieja España. José se sienta a su mesa de todos los días y observa, recortada en el contraluz de la ventana, una sombra de greñas coloradas que perora entre aspavientos; no tarda en reconocer al Rojo de Valderas. Agustín Alonso Rubio tenía pelo bermejo y era natural de ese pueblo, en la comarca por donde León se adentra en la Tierra de Campos; de ahí su sobrenombre. Durante el Trienio Liberal, entre 1820 y 1823, Agustín levantó una facción de cincuenta hombres que cabalgaron por León y Castilla al viejo grito de diospatriarey, defendiendo el absolutismo que amparaba la Iglesia. Para unos fue un ladrón faccioso, y para otros un héroe de ardiente amor a la religión y al rey. Los constitucionalistas lograron capturarle, y el doce de febrero de 1823 le dieron garrote en Valladolid, en el Alto de San Isidro, y allí mismo le sepultaron. Unos meses después, el trece de julio, la Iglesia rescató el cuerpo de su defensor, y en solemnísima ceremonia lo trasladó a la iglesia de San Andrés, donde fue nuevamente sepultado bajo pomposa lápida loadora de sus gestas. Lapida que fue destruida posteriormente, sin que en la actualidad se tenga noticia del paradero de los restos del bermejo faccioso.

Sentada a la mesa, junto a la ventana, otra sombra escucha la aspaventera perorata del pelirrojo, en silencio, con la sonrisa del que está de vuelta. El viejo maestro sabe de quien se trata, ha charlado con él en otras ocasiones. Victoriano López Rubio, del Partido Comunista, ganó las elecciones de 1933 y fue elegido alcalde de Valderas. Los intentos de poner en practica sus ideales sociales bajo el amparo de la legislación de la República, llevaron a que el pueblo fuese conocido en la región como Valderas la Roja. El veinticuatro de julio de 1936 una fuerza compuesta por trescientos individuos, entre los que había militares, falangistas, requetés y guardia civil, entra en Valderas. Tras los saqueos, registros y persecuciones se llevan a doscientas personas detenidas. Cien son fusiladas. Victoriano López muere apedreado tras atroces torturas, en las que no faltó grabarle a fuego un INRI en la frente.

José sale del mesón en busca de aire. Extiende la mirada por la amplitud del paisaje de nubes y páramo. Hincha sus pulmones en un intento de limpiarse el alma de los posos que hoy le han dejado las sombras visitantes. Seguimos igual ―piensa―, no parece haber lluvia que nos lave.

















jueves, 10 de octubre de 2019

La meditación del barrendero










uatro mil años llevan sonando en el mundo los cánticos del barrendero de este pueblo. Mantras védicos. Sánscrito, sánscrito védico. El idioma de los dioses. Y uno no es capaz de reconocerlo; no sabe nada al respecto.

la repetición de estrofas, de sonidos, el ritmo, ayudan a la mente en la liberación de lo material, facilitan la meditación. Es como ese cabeceo de los judíos al rezar, las letanías o la aparentemente absurda repetición de avemarías de los católicos. La meditación me ayuda mucho. Hago mi trabajo mientras entono las ancestrales salmodias que ponen mi espíritu lejos de la basura que recojo. Hasta que llega la hora de cambiar la escoba por los pinceles y mi otro yo del día se enfrenta al lienzo…

No he vivido nada que pueda acercarme a las experiencias del barrendero. Mientras me habla recuerdo aquellos rosarios del fin del día en el colegio; teníamos perfectamente cronometrado lo que duraban con cada fraile. Ninguno se acercó nunca a las marcas del pequeño de aquellos dos hermanos. Recuerdo que también se le daba bien el frontón. He oído que después de la frontera del 75 dejó los hábitos y se casó con la hija de un fabricante de pegamentos vecino del colegio.

Nunca sentí los efectos de la repetición de avemarías.

El barrendero sigue adelante con su escoba, su pala, su carrito, su cántico y su meditación. Y yo me quedo con mis limitaciones, con la falta de esas experiencias.

Gracias, amigo barrendero, por tus ratitos de charla, por condimentar algo el gris de cada día.

















      

domingo, 29 de septiembre de 2019

En Barajas











E
spero, en la agitación de gentes, sonidos y colores del Barajas de nuestros días, un avión que trae de Bogotá a uno de mis hijos. Observo a las gentes que se mueven hoy por el aeropuerto y comparo con imágenes de ayer que me trae la memoria.

Cuando yo era niño, los madrileños de pocos posibles hacíamos excursiones a Barajas para ver los aviones. Nos asomábamos a los ventanales sobre las pistas en aquel edificio que aún perdura, y que substituyó al primero ―con aspecto de club privado para pudientes― que hizo Luis Gutiérrez Soto. Don Luis lo hacía casi todo en aquel tiempo, antes de la sublevación militar. También observábamos a aquellos seres distintos, de película, aquellos seres que viajaban en avión y circulaban por el aeropuerto seguidos por un mozo que transportaba sus maletas; aquellas maletas adornadas con pegatinas de hoteles que atestiguaban el andar por el mundo.

Hoy, Barajas es algo muy distinto. Veo pasar un multicolor río de rostros andinos o caribeños. Gentes que llegan a España, desde la desquiciada América Latina y su hiriente desigualdad, en busca  de una vida mejor. Poco que ver con las imágenes en blanco y negro de aquellos españoles que marcharon a América durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, huyendo del hambre y la miseria, en interminables travesías del Atlántico. Poco que ver también con los autobuses cargados de españoles de boina y maleta de madera, saliendo hacia la esperanza europea en los años sesenta del siglo pasado.

Sí, todo es muy distinto; y no está claro que mejor. El desenfrenado tráfico de aviones que hoy quema gasolina sobre nuestras cabezas apenas transporta ya privilegiados que peguen etiquetas de hoteles en sus maletas. Transporta masas de turistas movidos por los reclamos de la industria, gentes a las que suele importar un rábano lo que van a ver, y les basta con alguna autofoto para enseñar a los amigos y testificar su viaje. Y transporta emigrantes hacia la siempre hostil tierra ajena. Es el caos social de nuestro tiempo, la modalidad de turno, pero siempre el eterno caos social inherente a la condición de los hombres.

















sábado, 21 de septiembre de 2019

El canto del barrendero








n este mundo que se nos ha venido encima, una de las cosas que van desapareciendo son las peluquerías de caballeros, esas de toda la vida, aquellas barberías con su chisme giratorio de franjas rojas y azules. Algo creo recordar haber leído sobre el azul de las venas, el rojo de la sangre y la antigua ocupación adicional de los barberos: la de sangradores.

Pues resulta que el otro día acudí al establecimiento que ─en este pueblo en que moro─ más se aproxima a mi vieja idea de lo que es una peluquería para hombres. Es un lugar en el que te admiten aunque no tengas pinta de hipster al que sacarle los cuartos, y en el que no te preguntan si tienes cita previa, tan solo te informan de los clientes que tienes por delante. Ante la demora prevista, que suele ser poca, el cliente puede optar por leerse el periódico, participar en la charla genérica del local, o ir a tomarse un chato en la tasca de enfrente.

Servidor optó por salir a la acera y pegar la hebra con el barrendero municipal, que allí actuaba en ese momento. Es un señor al que saludo habitualmente, pero con el que nunca había charlado; un hombre que debe de estar al final de la cincuentena, delgado, con una amplia boina cuidadosamente colocada. Lo que más llama la atención en él es que acompaña de continuo su trabajo con el canto o recitado de una especie de salmodia repetitiva, en un idioma que no he logrado identificar; si es que se trata de un idioma.

Tras unos previos escarceos verbales, y cuando ya estaba dispuesto a preguntarle sobre su perenne cántico, el señor decidió tomar las riendas de la charla, y aprovechando un comentario mío sobre aquel dibujo de Mingote del barrendero que mira a lo alto esperando la caída de la última hoja que queda en el árbol, me dice:

Buen dibujante, Mingote; se le echa de menos. Hoy tenemos al gran Roto, el Ops de finales del franquismo en aquellas revistas en que empezamos a ver algo de luz… Buen dibujante El Roto, un dibujo eficaz. Yo es que soy licenciado en bellas artes ―¿sabe usted?― y cuando dejo la escoba cojo los pinceles. La cuestión es que yo soy todos mis heterónimos, que son muchos y con personalidades muy distintas, con conceptos de la pintura muy diferentes. Un día soy alguien con una visión del mundo que se expresa en un posimpresionismo, y ese alguien tiene nombre y firma sus obras. Otro día soy un estructuralista que mezcla materiales heterogéneos sobre una superficie, tratando de definir conceptos. Y de eso puedo pasar a la abstracción más inmaterial… Todos mis alter egos están en mí, pero yo no puedo influir en ellos, tienen su vida propia, solo soy su vehículo, un mero espectador de lo que hacen mis manos guiadas por la personalidad de ese momento.

Y ese es el momento en que el barbero se asoma a la puerta y anuncia mi turno. Me despido del barrendero, del señor licenciado, pidiéndole una postergación de la charla para otro día.

Un rato después, en la reunión del aperitivo de los jubilados, me toca una salmodia bien distinta. Hay un personaje que reitera machaconamente mantras como su condición de socialista, sus sapiencias en marketing y algún ing más, sus importantes cargos en distintas empresas, su condición de divorciado arruinado por se ex y un juez, su odio a podemitas y similares, etcétera, etcétera. Pero hoy toca, nada más y nada menos, que una encendida defensa de la pena de muerte.

―Y tú eres socialista…
― Socialdemócrata de toda la vida, y militante.
―Ya…

Y servidor se acuerda de la charla con el barrendero municipal. Hay que recuperarla.



















domingo, 8 de septiembre de 2019

El año de las dos primaveras










onde no hay mañana no tiene sentido la memoria, y en estos días el recordar es cosa de viejos lelos, como yo. Quedamos pocos con recuerdos del mundo anterior. Quedamos pocos con esta absurda manía de recordar.  Ya solo quedo yo de aquel grupo que llegamos juntos a refugiarnos en este rincón, donde quedaba gente y parecía posible la vida o algo parecido a la vida anterior.

Donde no hay esperanza no tiene sentido la ley ni acuerdo ninguno de organización social. Donde no se espera nada, justicia es un concepto vacío.

El año de las dos primaveras fue aquel en que se evidenció el tan anunciado caos. A partir de entonces todo se nos vino encima muy deprisa. Aquel fue un año de récords, de lo que entonces se consideraban récords: el invierno más seco y el verano más caluroso desde que había registros; también se quemaron más bosques que nunca antes y hubo más ciclones y más inundaciones.

Y sí, en realidad ese año hubo dos primaveras. A mediados de agosto las plantas caducifolias habían perdido sus hojas o las tenían ya secas. Finalizando el mes bajaron algo las temperaturas y las yemas del año siguiente comenzaron a abrirse. En septiembre estábamos en plena floración primaveral. Los insectos polinizadores no pudieron adaptarse al cambio, pero algunas plagas de chupadores y de hongos se desarrollaron con desusada violencia.

Fue la primera primavera sin algarabía pajaril.

Y el invierno no llegaba.

Después fue esta nada en espera de la muerte.














sábado, 24 de agosto de 2019

La maestra no sabe...











ace unos días estaba un servidor frente a la televisión como acostumbra, es decir, como el que oye llover; vaya, no, no se ajusta a mi hábito el dicho tradicional: el ruido de la lluvia suele prender mí ya frágil atención bastante más que la televisión. Decía que estaba frente al televisor cuando, de pronto, una señora me conecta a sus palabras. Es una mujer de mediana edad, maestra, no sé en qué contexto, pero le escucho decir algo más o menos así:

nosotros, los maestros, hoy en día, somos incapaces de intuir el mundo que les espera a nuestros alumnos. No sabemos en qué puntos incidir para dotarles adecuadamente de lo que necesitarán...

Tremendo.

¿Pone esta maestra palabras a algo que a muchos aterroriza tanto que no se atreven ni a ponerlo en frases?

¿Ha ocurrido antes?

No sé mucha historia, pero me atrevo a pensar que esto es algo inédito. Supongo que la humanidad siempre ha tenido idea de hacia dónde caminar; siempre ha tenido idea de dónde estaba, más o menos, lo deseable, el progreso y el bienestar. Con todas las diferencias en métodos y beneficiarios que las ideologías han ido marcando.

¿Hemos perdido ese horizonte?

Las agoreras predicciones de los científicos sobre el futuro de nuestro mundo no parecen condicionar a los dirigentes políticos de los países ricos o poderosos. Lo inmediato del caos anunciado parece modificar poco la vida de los privilegiados.

¿O sí?

Europa se desencuaderna. Su hegemonía parece acabarse. Los logros sociales y políticos surgidos del pavor tras la Segunda Guerra Mundial están en entredicho, y resurgen fantasmas e ideologías que se creían muertas y enterradas.

El país más poderoso de la tierra está en manos de lo peor de su sociedad, que ha colocado al frente del Estado a un títere ridículo que avergüenza a la humanidad.

Y el sistémico caos del resto de América.

Y la incógnita de la China que se enriquece.

Y las gentes del África descabalada por los europeos pretendiendo huir de la miseria y la guerra.

Y la inmensa Rusia en manos de un iluminado que pretende regresar a situaciones anteriores. Un país que apenas produce para dar de comer a su gente.

Y…

Como siempre ha sido, me dirán muchos. Sí, como siempre ha sido; la diferencia es que, ahora, al planeta se le ha puesto fecha de caducidad. Eso es lo que, supongo, impide a la maestra intuir el mundo que les espera a sus alumnos.

El desencuadernado de Europa ha llegado a España, claro está. Lo que unido a nuestros males congénitos tiene a la maestra desconcertada.

Como desconcertada la tendrán esos jovencitos con músculos de gimnasio que proliferan en los medios sociales de la actual burguesía española. Esos muchachos que no saben dónde está Badajoz o quien fue Cervantes, con escasa capacidad de expresión oral y nula capacidad de expresión escrita, que no quisieron o no fueron capaces de estudiar, pero que tienen un currículo repleto de acrónimos, siglas y abreviaturas en inglés. Unos sucedáneos a la formación que sus papás les han podido ir comprando por el mundo.

La maestra no tiene acrónimos en inglés, y no entiende que haya que volver a discutir los derechos de la mujer y la necesidad de leyes que la protejan de abusos y maltratos por parte de los varones. No, la maestra no tiene siglas en inglés, pero sabe que los homosexuales existen, tienen derecho a la vida, no son fruto del vicio, y no fueron inducidos de niños por sus padres. La maestra no luce pulseras rojigualdas, pero tiene clara la necesidad de recoger del mar a los africanos que huyen del horror; y sabe que inmigrante suele ser sinónimo de pobre, de necesitado, pero no de delincuente. La maestra es consciente de la necesidad de que el Estado sea laico, y la religión un asunto privado.

La maestra es consciente de la necesidad de su oficio si al mundo le queda algún futuro. Aunque no sea capaz de intuir ese futuro.

      












sábado, 10 de agosto de 2019

Mi viejo oficio












Geometrías
dulcificadas por el tiempo. Ortogonales que ya no lo son tanto. Maderas que se deslizan a su ensamble o escapan de él, vencidas por los años. Fugas de añil delimitando espacios blancos de cal o de yeso. Y el rojo. El rojo fundamental del hierro. El rojo de la almagra omnipresente. Pasos quedos de monjas por los siglos, entre bisbiseos de letanías, pasos que han ido eliminando el vítreo esmalte del horno, dejando al aire el bizcocho, borracho de esperanzas de trascendencia.
Sea un leve guiño al viejo oficio con el que disfruté, me dio de comer, y con el que algún servicio hice al prójimo, supongo. Importante bendición esta. Supongo.








sábado, 13 de julio de 2019

Hoy











Hoy,

la ventana del mesón de Rojo ofrece el siempre extraordinario espectáculo de la tormenta veraniega. Ese redoble que termina en desgarro cósmico rejuvenece las arterias del viejo maestro de Valdurceda, que aspira con ansia los olores que preceden al aguacero y que le llevan al lejano mundo de su infancia.

Antes de los primeros truenos, José charlaba con Claudio Rodríguez, tabernario sabio. Hablaban de Sirio, el perro de Vicente Aleixandre, atado por su amo en el jardín con cadena de aire:


No ladraste a los niños ni a los pobres
sino a los malos poetas, cuyo tufo
olías desde lejos, fino rastreador.


Hablaban de lo útil que hubiese sido ese animal, como asesor de nuestros actuales dirigentes, a la hora de nombrar algún cargo para llevar la lengua española por el mundo.

Pero la tormenta parece disiparse, alejarse al menos, y deja al paisaje sin la esperada redención del agua.

Otro día será.









viernes, 5 de julio de 2019

El aprendiz







Terraza de La Incognita en 1940
Fotofrafía de  Tomás  Prast






La fachada a poniente del Palacio de Oriente fue incomprensible blanco de la artillería de los insurgentes durante buena parte de los tres años de lucha armada subsiguientes a la sublevación militar de 1936. Parece un contrasentido que esos artilleros apuntasen sus armas a tan claro símbolo arquitectónico de lo que defendían aquellos que les mandaban. Vayan ustedes a saber por qué recovecos del subconsciente colectivo se enfilaron aquellos cañones. El caso es que los limpios volúmenes clasicistas que la dinastía francesa impuso para el exterior de sus edificios, quedaron seriamente dañados. Las cornisas, frisos y arquitrabes de caliza colmenareña perdieron sus volúmenes y alineaciones; las gráciles volutas de los capiteles eran muñones; las estrías de los enormes fustes tenían interrumpida su abombada verticalidad; los tímpanos y frontones rotos y las guarniciones melladas, enmarcaban huecos con carpinterías reventadas. Los obuses, al estallar y expandir su metralla, habían dibujado absurdas formas florales en los paramentos de piedra berroqueña del Guadarrama, rompiendo esquinas y almohadillados. En los rictus de los mascarones mutilados parecía leerse el asombro ante tan incomprensible destrucción.

Aquel aprendiz llegó a la oficina de arquitectura del palacio a principio de los años sesenta del siglo pasado. Tenía toda la curiosidad de los dieciséis años, una cierta habilidad para el dibujo, y la necesidad de aportar algo a la economía familiar. Ponerse al día en las labores del dibujo y la delineación le fue sencillo, y poco a poco fue aprendiendo a discernir de quién podía aprender.

En la denominada terraza de La Incógnita, al pie de la dañada fachada a poniente, estaba situado el taller de cantería en que se realizaban las labores de restauración. Allí, en su pequeña casamata, estaba Paco el cantero, un hombre de mono y lápiz en la oreja, heredero y trasmisor de los saberes que los hombres han ido desarrollando a través de los tiempos, desde que techaron su primer refugio fuera de la cueva. Un hombre que gobernaba aquel mundillo con fondo sonoro de maza y cincel que fascinó al joven aprendiz. El muchacho veía al maestro cantero trazar en el suelo, con el cordel impregnado en almagra, las monteas de los distintos elementos arquitectónicos. Y veía después a los oficiales labrar sus piezas utilizando los dibujos del maestro como plantilla. Puede ser que en los archivos del palacio quede alguno de los calcos que el aprendiz hizo de las monteas de Paco.

El joven observaba la facilidad con que aquellos hombres manejaban tan enormes pesos, y su seguridad para definir el lugar donde colocar la cuña que abriría el bloque. Le gustaba recorrer con Paco los andamios, mientras este tomaba datos y medidas y decidía qué elementos podían restaurarse y cuáles era necesario sustituir, bebiéndose las explicaciones que el maestro no le escatimaba.

En aquel santuario de la piedra oficiaba también otro personaje: Alonso, “el escultor.” Su labor consistía en realizar apretones con arcilla de los elementos menos geométricos, vaciarlos en yeso, y reproducirlos en piedra sacándolos por puntos. El aprendiz disfrutaba viendo la herramienta de Alonso hendir la piedra como si fuese cera; dejando la huella del útil como testigo de su trabajo.

Fueron pasando los años y el muchacho dejó de serlo, sin perder nunca la condición de aprendiz y el ojo para saber arrimarse a quien podía enseñarle. Hubo otros Pacos y otros Alonsos que le fueron abriendo los ojos a los distintos oficios intervinientes en el quehacer de cuidar los edificios antiguos.

Hoy, el aprendiz lo sigue siendo. Es un viejo que mantiene la curiosidad y sigue disfrutando del buen hacer de los antiguos. Un viejo que guarda cariñoso recuerdo de cuantos le abrieron los ojos a ese buen hacer y a su disfrute.

De muchos de estos oficios no queda ya ni apenas memoria. Hace tiempo que se eliminaron los métodos tradicionales de aprendizaje, y no se han encontrado métodos eficaces para sustituirlos. Estos son tiempos de mucho presupuesto y poca humildad. Malas condiciones para ese quehacer de cuidar los edificios antiguos. Piensa el aprendiz. 




sábado, 22 de junio de 2019

La mercería de la tía Asunta









… pues sí, en mi pueblo también mandaban todos esos que usted cuenta de su pueblo de usted, como en toda España, pero había algo que quizás fuese una singularidad; le cuento y usted me dirá. Teníamos a doña Ascensión, que no era poco. No tomar precauciones con doña Ascensión era una imprudencia que siempre acarreaba malas consecuencias. Temible la señora. Su principal arma era poseer medio término municipal; y claro, también estaba lo del marido y los tres hijos falangistas caídos por Dios y por España, con sus nombres en el cartel encabezado por Primo de Rivera y rotulado en la fachada de la iglesia que da a la plaza. Completaban ese cartel unos cuantos desgraciados del pueblo, movilizados en aquellos años, que dejaron sus jóvenes huesos en algún lugar de la triste España, tiroteados por otros tan desgraciados como ellos. Y estaba el cura, claro, como en su pueblo de usted, como en todos los pueblos, pero me atrevo a asegurar que el de mi pueblo era más bruto. Llevaba la sotana desabrochada, para que se viese bien la camisa azul. Sus sermones, cuando no eran tonantes arengas políticas, solo trataban de un mandamiento, el sexto, no parecía saber de otro. Y estaba su señora madre, la del párroco digo, una señora tremenda, una bruja capaz de cualquier maldad. El alcalde era un fantasmón bastante parecido al que usted ha descrito. En las fiestas aparecía con camisa azul, condecoraciones, correajes, botas altas y fusta. Un cromo. Un miserable de pistola al cinto valiente solo con los indefensos. Un rufián obediente a quien debía el cargo. En el puesto de la Guardia Civil mandaba un sargento gordinflón y tranquilo, sin especial maldad, obsesionado con buscar comunistas, a los que consideraba compendio de todos los males de la patria. La realidad era que solo encontraba los que el cura o el alcalde designaban como tales y le ponían delante de su naranjero; y con esos pobres desgraciados justificaba el del tricornio su servicio a la patria.

La singularidad de que le hablo estaba en otro poder, paralelo, más difuso que los anteriores, pero real y capaz de contrarrestar algunas de las arbitrariedades de tan siniestros personajes. Era un poder oficioso del que nadie hablaba, pero al que todo el mundo se acogía en caso de necesidad. Tan evanescente autoridad tenía su sede en la mercería de la tía Asunta, por donde pasaban todas las mujeres del pueblo en busca de los materiales para sus labores, o para confiar el arreglo de las carreras de sus medias del domingo a las manos de Prudencia, que sabía hacer maravillas con su cilindro y su maquinilla en aquella minúscula mesita del rincón. Allí las mujeres hablaban, como suelen hacer, analizaban la realidad del pueblo, y allí se iba almacenando un corpus de conocimiento basado en privilegiadas informaciones de dormitorio, confesionario o lecho de muerte. Información que, según mi experiencia, fue utilizada en los momentos precisos, con esa prudencia y eficacia que suele acompañar más a las mujeres que a los hombres. El simple hecho de saber o sospechar del conocimiento allí almacenado, y el miedo a su difusión o uso, frenaba muchas arbitrariedades de los poderes oficiales. La eficacia tenía que basarse en la unión de las mujeres, lo que no era difícil de conseguir cuando se trataba de caprichos de doña Ascensión, intrigas del cura y su madre, o venganzas encargadas al alcalde por sus mandos provinciales.

Creo poder afirmar que, en mi pueblo, la crueldad de la posguerra se vio aliviada por el sentido común de las mujeres, de las vecinas, que supieron utilizar las armas de que disponían para hacer frente a la arbitrariedad de los vencedores. No sé si usted lo considerará singularidad.





  
           


sábado, 1 de junio de 2019

Best sellers y paseo diario











E
n España es y ha sido siempre difícil vivir de escribir libros. Es trabajo propio de diletantes que tienen su oficio y sustento en actividad distinta a la escritura. No obstante, en todas las épocas ha habido singularidades que lo han conseguido, incluso algunas han llegado a reunir fortunas de cierta importancia con los réditos proporcionados por sus escritos.

No parece que el hecho de que, en el mundo, se hayan vendido ochocientos cincuenta millones de ejemplares del Libro Rojo de Mao se deba a los valores de lo escrito ―sin entrar a juzgarlo― sino al hecho de que los chinos tuviesen que agitarlo sobre sus cabezas en aquellas inmensas concentraciones glorificadoras del mito. Los quinientos millones de Quijotes que ―dicen― se han vendido, hablan en favor de la humanidad. Pero que un estadounidense haga un libro dando instrucciones para hacerse rico y venda treinta millones de ejemplares, resulta incomprensible; como tantas cosas en esas listas de best sellers históricos.
  
A menudo, en mis paseos de jubilado, paso frente a una enorme casa, un aspaviento en piedra berroqueña, un gigantesco trasto que tengo a tiro de piedra de mi domicilio. Algo así tiene que responder a la mentalidad de quien lo ha hecho, y fue un escritor: Ricardo León (1877−1943), que debió de gastar un dineral en levantar semejante mole. Dineros que, supongo, salieron de los muchos libros que logró vender don Ricardo, y no de su sueldo como funcionario del Banco de España, su oficio. Dio a esta casa el nombre de uno de sus referentes: Santa Teresa, y en ella pasó los últimos veinte años de su vida, con excepción de los correspondientes a la guerra subsiguiente a la sublevación militar del treinta y seis, que los pasó refugiado en la embajada de un país caribeño. Fue don Ricardo un integrista ultramontano, de exacerbado españolismo, afiliado a Falange Española. Fue un recreador, a su manera, del siglo de oro español; y lo hizo con un lenguaje retórico y arcaizante que encontró público en su momento, llegando a vender un millón de ejemplares de una de sus moralizantes novelas: El amor de los amores. Tras su muerte, y a pesar de sus afinidades ideológicas con el poder, su memoria se borró con rapidez.

Un personaje, coetáneo de Ricardo León, diez años mayor, muy distinto en todos los sentidos, y que también supo sacar dinero a sus escritos, fue Vicente Blasco Ibáñez (1867―1928). Republicano y anticlerical, don Vicente fue durante muchos años a la cabeza del blasquismo ― el líder del progresismo en Valencia. Conoció el exilio y la cárcel, y compaginó la política con la escritura de novelas costumbristas que retrataron una Valencia del último tercio del XIX. En 1908 deja la política, y comienza una segunda vida de asombrosa actividad, promociona sus libros y la editorial Prometeo, que había creado en su tierra. Marcha a la Argentina, y allí, vendiendo libros y dando conferencias, gana el dinero suficiente para iniciar su más asombroso proyecto: las colonias agrícolas Nueva Valencia y Cervantes, en la Patagonia. Pretende trasladar, a las inmensas extensiones del sur de América, el buen hacer de los huertanos que retrató en sus primeras novelas. Todo termina en un fracaso que le arruina. Pero el valenciano se reinventa, y en 1914 marcha a Paris, donde le sorprende la Gran Guerra. Hace periodismo y escribe novelas inmersas en la realidad que le circunda. Una de ellas: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, tiene un enorme éxito en los Estados Unidos, y allí marcha. Le espera el éxito, el cine, el dinero.

De Blasco Ibáñez queda más memoria que de Ricardo León, pero tampoco mucha. Hoy en día también tenemos unos cuantos best sellers en España. Creo que no he leído ninguno.