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ste año no parece que a José
le haya hecho mucho efecto la vacuna de la gripe. Lleva unos días baldado y
febril, sin fuerzas, arrastrándose entre la cama y el sillón. Son días grises y
fríos de noviembre, con una luz triste que apenas penetra las ventanas y
colabora en su abatimiento. Hacía tiempo que no se encontraba tan mal. Los años
se van llevando las fuerzas. La cuestión es que la fiebre le ha retrotraído, de
alguna forma, a los lejanos años de su adolescencia; ha vuelto a experimentar aquellos
despertares del espanto, bañado en sudor, aterrorizado por el horroroso final
de la alucinación febril; desde el día aquel en que llevó a su padre la comida
a la obra. Recuerda que, con anterioridad, en la niñez, el final de los sueños
febriles era otro: fuese cual fuese el sueño el despertar se producía al caer
al vacío; el final era siempre la absoluta angustia de la caída, hasta
despertar y encontrar el alivio del contacto materno.
José cree que fue un día
durante las vacaciones de Semana Santa. No puede determinar el año exacto, pero
debió de ser en torno al año 1958, sí, debió de ser ese año; estaría en primero de
bachillerato, sí, el primer año en que cada asignatura la daba un profesor
distinto, recuerda. De lo que no tiene dudas es de que ese día nevaba. Por
entonces en Madrid todos los inviernos nevaba varias veces, y todas las nevadas
eran una fiesta infantil. Recuerda que ese día nevaba porque no le hizo ninguna
gracia el encargo de su madre: tienes que llevar a tu padre la comida a la
obra, se la ha dejado en la cocina. Su madre le hizo una puntillosa descripción
del recorrido hasta el lugar en el que, en ese momento, trabajaba el padre, y
se la repitió al menos ocho veces: … coges el tranvía… en… tres paradas… te
bajas en… Pero al llegar a la parada José decidió que para tres paradas se iba
andando, y así pisaba algo la nieve.
Por aquel entonces poco o
nada sabía José del trabajo de su padre. Sabía que trabajaba en las obras, en
una empresa de pocería, pero desconocía por completo en qué consistía su
trabajo. Alguna vez le oyó decir que estaba en esa empresa desde que vinieron
del pueblo, poco después de nacer él, y que se había cogido a lo que pudo, en
la construcción que es lo que había, y dentro de esta en lo que nadie quería,
pues su oficio siempre había sido el del campo.
―Soy el hijo de…, vengo a
traerle la comida.
―Pero hombre, tu padre ya
comió, a la una, a la hora que comemos en este oficio. Comió de lo de todos.
Ven, te llevaré con él.
Era un sótano sin apenas
iluminación; en el muro que debía corresponder a la calle, José vio un agujero
a media altura del que salía una luz tenue; entre el nivel inferior del agujero
y el piso había una escalerilla de cuatro o cinco peldaños desde la que un
hombre, en la boca del boquete, tiraba de una cuerda y extraía una espuerta con
tierra, la vaciaba en una carretilla y volvía a introducirla en el agujero;
tras una interjección del operario la espuerta desaparecía traccionada por otra
cuerda hacia el interior.
―Asómate y saluda a tu
padre, está ahí dentro.
José subió los peldaños y se
asomó al interior del boquete, le llegó un cálido y húmedo olor a tierra. Tras
el grueso del muro comenzaba una excavación abovedada en el terreno. A unos
cuatro o cinco metros la luz de una bombilla recortaba la figura de un hombre de
rodillas que ocupaba toda la sección excavada; con una pequeña herramienta iba
picando el terreno y rellenando la espuerta con la tierra extraída. Una
angustia desconocida atenazó a José, que incapaz de decir palabra bajó los
peldaños de la escalerilla.
― ¡Pepe! que está aquí tu
chico…
Y vio a su padre salir,
retrocediendo de rodillas, de aquella especie de tumba donde se ganaba la vida.
Desde aquel día sus sueños
febriles terminan en el justo momento en que las tierras de la mina comienzan a
desprenderse, abrazando su cuerpo arrodillado.