ndamos los humanos que todavía
andamos, en este país especialmente acosado por la inusitada pandemia,
sobrellevando el mayor o menor desasosiego pessoano en que nos tiene el
encierro. Desasosiego este, al fin y al cabo, de los privilegiados a los que no
nos ha tocado de cerca el horror que se nos muestra a diario.
No alivian nuestra
tribulación las contradictorias estadísticas, ni las predicciones gratuitas, ni
los gráficos ni las curvas con que nos atosigan. Solo está claro lo poco claro
que está todo, y lo poco que saben los pocos que podían saber un poco. Solo lo
tienen claro, como siempre, esos políticos que se frotan las manos y ven en
este momento de espanto su momento; y esos importadores, intermediarios,
periodistas, funerarios y demás sabandijas dedicadas a obtener medro del dolor
del prójimo. Y al lado de esta miseria, siempre, el contrapunto de la bondad
humana, que consuela. Esta dualidad define nuestra especie.
¿Qué mundo encontraremos al
salir del encierro? Más pobre, desigual e injusto, seguro. Tampoco es difícil
vaticinar que nos encontremos con unos conciudadanos menos ilusionados, menos
partidarios de la Europa que nos da la espalda en momento tan difícil. Unos
ciudadanos con menos confianza en esta España, en su sistema económico e industrial,
que ha sido incapaz de suministrar lo indispensable en la crisis. Y como
consecuencia, desgraciadamente, unos ciudadanos más proclives a buscar donde no
hay, a adjudicar absurdas culpas, más inclinados a creer las estupideces de tanto
salvador de la patria como suele aparecer en estos casos. Y este es un riesgo
importante.
Pues estaba yo, por poner
distancia con la realidad circundante, disfrutando de las tallas, encarnaduras,
estofados y delicadezas de los belenes barrocos quiteños. Con el renacimiento y
el mudéjar que llevan a América los españoles se inicia algo que tiene su más
gloriosa floración en el posterior barroco que allí surge. El mestizaje de lo
europeo y lo criollo con lo indígena da entonces sus mejores frutos. Digo que
andaba yo entre ángeles, pastores, reyes magos, indios, mestizos y criollos,
cuando doy con un personaje: El Coto, que me parece, no sé bien
por qué, concordar con esta realidad desquiciante que ahora nos circunda.
Ignoro el significado de
esta figura que hoy somos incapaces de leer. Imagino raíces en la hondura del
cataclismo que debió ser la llegada de los europeos; supongo que aglutina
tradiciones indígenas, resistencias a la religión impuesta, incomprensión,
reivindicación soterrada, burla oculta…, quién sabe qué.
Se trata de un viejo
andrajoso, claramente europeo, tocado de teja clerical, tuerto, afectado de
bocio (coto, cotudo), con una guitarra en su mano izquierda, una especie de ¿látigo?
en la derecha y montando un macho cabrío sobre el que se amontona una carga de
objetos de todo tipo. La figura induce a pensar en la locura y a relacionar
esta con la enfermedad endocrina que evidencia. Enfermedad no aportada por los
europeos, como sí lo es la absurda montura del orate.
No somos capaces de leer el
significado de El Coto, pero pueden bastarnos las fantasías que
nos inspire su figura. Sobre el virus necesitamos certezas científicas, armas
para defendernos y poder continuar nuestra aventura. Quizás es lo mismo que
buscaba el artesano quiteño que talló la imagen del viejo loco.
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