bril cumple su promesa de
agua y el mundo está verde, espléndidamente verde. Y parado. Verde y parado.
Por esta calle apartada solo caminan las pocas
gentes apresuradas que van a hacer sus compras. También caminan aquellos para
los que esto no va con ellos; pasean indiferentes a lo que les circunda; no va
con ellos; pasean, eso sí, bien pertrechados de todos los adminículos de
protección para que los apestados ─el resto de la humanidad─ no les trasmitan
sus pestilencias. Bien es verdad que son minoría.
Menos minoritarios son los libres paseantes
canibípedos. No sé a que extremo de la correa se ha otorgado tan incomprensible
prerrogativa, pero es difícil de entender en uno u otro caso. Hasta el momento,
el más chocante privilegio de estas simbiosis canibípedas era mantener al resto
de los ciudadanos inundados de caca (salvo sea lo salvable), pero ahora hemos de
añadir este nuevo y, si cabe, más descabellado privilegio: pasear libremente
por las calles desiertas de este mundo parado y atónito.
Parece ser que se estudia el modo y manera en que los niños de
determinadas edades puedan acceder a los derechos y prerrogativas que ya tienen los canibípedos,
y salir a desfogar su vitalidad encerrada desde hace tantos días. Veremos a ver
en qué queda el proyecto gubernamental.
Un día de estos alguien escribía que es la primera vez en la historia que
se para el mundo; es muy probable que así sea. Y en estas circunstancias es difícil
gobernar; más en un país con la tradición cainita que tiene el nuestro. Según
lo dispuesto una persona no puede ir a regar su huerto, a doscientos metros de
su casa y en un pueblo de cien vecinos. A no ser que tenga perro, claro. Son
muchas las incongruencias. Quizás la mayor sea no entender que estas se
produzcan.
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