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La ventana enmarca un cielo
de densas nubes, y bajo ellas el lejano azul del Teleno, la franja verde del
Órbigo y la paramera que llega hasta los pies del viejo mesón, junto a las vías
que ya son solo añoranza de baúles, maletas y movimiento de carros y
caballerías; que solo son ya ecos del esfuerzo de bielas entre resoplidos de
vapor alejándose, perdiéndose en la llanada.
─ Madre, ¿ya está usted
hablando con el abuelo Hermógenes?
─ No Inés, no. A tu abuelo
no lo he visto hoy, ni a tu padre. Ese señor es el Juarongo, de una familia de
aquí de toda la vida, de ahí abajo, de la calle de las Cuevas. También le
llamaban el inglés, por su forma de vestir, que chocaba en el pueblo. Era
médico, vivía en Madrid, pero de viejo se quedó aquí, en el pueblo, con su
segunda mujer, y aquí murió, y aquí está enterrado. A la segunda mujer sí la
has conocido, le sobrevivió muchos años, era más joven, mucho más joven, murió allá por los sesenta. Al Juarongo le
llevaba las tierras el tío Atalo, al que no has conocido, pero sí a su hija Nisa,
y a sus nietas, hijas de esta.
─ No he conocido a ese
señor Juarongo, madre, pero sí a las familias de sus dos hijos, médicos también,
que venían al pueblo por el verano, aún viene alguno de los nietos, he jugado
con ellos de niña.
─ De eso hablaba el Juarongo con un señor que me ha parecido don Baltasar, el de San Adrián. Se quejaba de
que apenas ve últimamente a gente de su sangre por la casa. Se quejaba de unos
extraños a los que, por lo visto, ha dejado parte de la casa uno de sus nietos,
y que han hecho de su patio un ridículo decorado andaluz, eso decía.
─ Deje las visiones por un
rato, madre, y tómese estas sopitas, ande. Voy a ir fregando este suelo ahora
que no hay nadie.
─ Tomaré las sopas, hija,
pero déjame en mis recuerdos, que a nadie hacen mal. Me venían ahora a la
cabeza unas participaciones de lotería que guardaba tu padre y tengo ahí
arriba, regalo del Juarongo y dibujadas de su mano, preciosas, recuérdame que te
las enseñe.
─ Toda esa familia ha sido
gente de estudios.
─ Estos son los primeros
que estudiaron, Juarongo y sus hermanos; que su padre, José se llamaba si mal no
recuerdo, fue labrador. Uno de los hijos, Servando, puso un colegio en San Adrián que luego trasladó a la Bañeza, y allí fue también concejal o alcalde, algo
así, antes de la guerra…
Las presencias de la
anciana Nina, en su sillón de mimbre junto al fuego, se esparcen por el comedor
del viejo mesón, enredadas en su memoria y en las volutas del humo de las sopas
a las que ella trata de acercar una temblorosa cuchara. Al poco, ya gira la
cabeza hacia una mesa cercana y entabla de nuevo animada charla.
─ Pero madre, ¿otra vez de
cháchara? Coma las sopas que se le enfrían.
─ Es Angel, hija, ¿no te
acuerdas de Angel? Angel el Fino, el de la droguería de la plaza y el salón
de baile. Allí me hice yo novia de tu padre, no teníamos otro sitio al que ir…
─ Sí me acuerdo de Angel,
madre, sí me acuerdo, pero, por Dios, no remueva más el cementerio por hoy.
Coma las sopas.
─ Angel hizo perras en
américa, sí, allí hizo las perras…
─ Coma las sopas, madre,
coma las sopas.
─ No ha sido esta tierra
de mucha emigración. No ha sido tierra de grandes ricos ni de grandes pobres.
Ha sido tierra de un ir pasando, con mucho trabajo. No creo capaz de ese
trabajo a la gente de ahora.
─ Aquí ha habido ricos y
pobres, como en todas partes.
─ Yo he conocido otras
tierras, Inés, he ido con tu padre a segar lejos y he visto otra necesidad.
Aquí, el domingo, siempre ha hervido el cocido en todas las casas, con más o
menos matanza, con más o menos gallina, pero en todas ha hervido.
─ Ahora las cosas son
distintas, madre.
─ Tan distintas que no las
entiendo. Yo, aquí, solo he conocido a un rico, rico de verdad, fue Pancho, el
cubano aquel que trajo al pueblo uno de los hijos del Juarongo, y que aquí se
quedó, se hizo el inmenso casón de ahí abajo, junto a la carretera, y aquí se
quedó. Ese sí era rico, rico de verdad, aunque la revolución esa de Cuba le
dejó casi en pañales, y sus últimos años fueron miserables.
─ ¿No ha venido nunca a
visitarla Pancho, madre?
─ No era de tabernas ni
mesones, jamás le vi beberse un vaso de vino.
─ Me llevo las sopas, que
ya se le han quedado frías. ¿Quiere leche u otra cosa?
─ No hija, no quiero nada.
Poco gasto de energías tiene ya una.
─ Pues hoy ha charlado con
medio cementerio.
─ Apenas viene ya nadie, estamos en medio de la nada, hija, de la nada.