A
diario pasean mi calle, unidos por una correa, un indudable ejemplar de perro
(canis lupus familiaris) y otro ejemplar de lo que he supuesto, no sé si con
demasiado margen de error, del género homo y de la especie sapiens. Tan
simpática pareja tienen la cotidiana delicadeza de dejarnos a la puerta de casa,
como presente, el producto final del tracto gastrointestinal del cuadrúpedo; depositado
con la natural aquiescencia de quien, se supone, toma las decisiones en esa
asociación, siempre que no sea errónea mi adjudicación taxonómica para el
bípedo.
Suponiendo
acertada esta calificación de humano para uno de los extremos de la correa,
sorprende la absoluta falta de empatía para con sus semejantes, lo que hace
pensar en el posible error.
Estas
simbiosis de can y bípedo inclasificado están proliferando como plaga en el
pueblo del norte de Madrid donde vivo. La pequeña ciudad se ha trasformado: los
viandantes caminan de forma ridícula, de puntillas, titubeantes, esquivando los
productos resultantes de estas asociaciones canibípedas, mientras una de sus
manos aprieta un pañuelo en las narices. Tamaña ocupación les distrae de la
debida atención al tráfico o a los ejemplares del otro sexo con los que se
cruzan, por lo que el problema no es de mero confort, y a corto plazo tendrá
efectos demográficos, entre otros.
En
los últimos tiempos parecen ir en aumento los que se dicen
defensores de los “derechos de los animales”. Mi razón es incapaz de
asimilar como puede tener derechos un ser incapaz de defenderlos. Supongo que
confunden nuestros deberes para con los animales con esos imposibles derechos. El tema es antiguo. Vaya
usted a saber. Pero bueno, en todo caso, lo que sí parece procedente es
estudiar, por quien corresponda y con la urgencia requerida, los posibles o
imposibles derechos y deberes de esos inclasificados bípedos. Y actuar en
consecuencia.
Los
humanos sí tenemos derechos, además de deberes, y tendremos que ponernos a
defenderlos. Si podemos. Digo yo.
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