Las ruinas tienen la
tristeza cálida de la decadencia. Las demoliciones no, las demoliciones suelen dejarnos
un sabor agrio de desesperanza y abuso, entre ese olor que emana de los más oscuros
recovecos del alma.
En el muro ha quedado grabada
vida humana, el dibujo inciso de las escaleras por las que bajaron los últimos ataúdes
y por las que alguien hace hoy subir sus dineros. Colores de distintas épocas, gustos
diferentes, ecos de una lejana queja de parturienta, del primer llanto de un
bebé, de un bisbiseo de letanías entre las cuentas apoyadas en el frufrú de un mandil…
En nuestro tiempo, nada mejor suele
substituir a lo derribado.
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