Los viejos, naftalina de
arca en los días grises y membrillo en armario de sábanas el resto de los días,
ven pasar el tiempo desde el carasol del invierno. Ven a su pueblo regresar al
suelo, ir al olvido, desde un mundo que apenas atisban.
martes, 31 de octubre de 2017
martes, 24 de octubre de 2017
A Miguel le sobra tiempo
Los jueves, Benito se
reúne en una taberna de la madrileña calle del Espejo con un grupo de amigos a
los que une su común afición a los libros viejos, raros y antiguos. También les
une su condición de jubilados con una capacidad económica limitada a sus
pensiones. Pasan la mañana en el aire rancio de la tasca contando sus andanzas
de la semana en busca de la rareza, la primera edición desaparecida, el manuscrito
perdido, la encuadernación única o la vulgar que encierra al incunable soñado.
Todos tienen su pequeña aventura, más o menos real, que contar a los colegas:
la maravilla hallada por mero azar en los plúteos de una de esas librerías de viejo que todos ellos visitan una
y mil veces, o la conseguida tras recorrer intrincados caminos inducidos por secretos
contactos.
El aperitivo de los
domingos, en una elegante cervecería frente al Lázaro Galdiano, es cita
obligada para Manuel y su grupo de aficionados a coleccionar y restaurar coches
antiguos. Son hombres mayores, enriquecidos en el negocio inmobiliario y la
especulación financiera. Sus capitales, más o menos importantes, les permiten
una afición que no es precisamente barata. Su charla, más que un intercambio de
informaciones sobre su común afición, es torneo de presunciones sobre las
posibilidades de gasto e influencia de cada uno. La uniformidad de opinión y
opción política es la esperable, por lo que la charla al respecto tiene poco
recorrido. Enseguida se llega a la adjetivación del ausente, el chiste fácil,
la risotada y el manotazo en la espalda.
La calle de Argumosa y
aledañas, calles menestrales de siempre con un toque de marginalidad de ahora, son
el ámbito de las correrías de Emilio y sus compinches los primeros viernes de
mes. Son viejos militantes del PC, de la CNT, de Comisiones, curtidos en la clandestinidad,
en la lucha con la dictadura en la fábrica y en la calle. La dureza de su vida
les ha hecho prudentes en el juicio; por mala que sea la situación ellos tienen
con qué comparar. En lo que parecen estar de acuerdo es en criticar que un
chato les cueste trescientas pesetas. Les parece una desmesura inaceptable. Los
taberneros les han hecho cien veces las cuentas, pero les sigue pareciendo un
exceso. Los viejos suben y bajan las calles de Lavapiés, al ritmo de la garrota
y el resuello, en busca de la próxima taberna. Disfrutan el pequeño bienestar
que tanto les ha costado.
En dependencias de una de
las pocas iglesias madrileñas con restos medievales, se reúnen los miércoles de
cada quince días los cofrades, hijos y nietos de cofrades, de un Cristo al que
procesionan el jueves santo. Reuniones a las que puntualmente, desde su
jubilación hace diez años, acude Isidro. Poco o nada hay que tratar en esas
reuniones, y poco o nada que poner en común tienen los cofrades, por lo que la
asamblea pronto se traslada a una taberna cercana en donde tratar asuntos de
este mundo, con risas, chato y tapa de bacalao.
Nada habría de particular
en estas ventanas abiertas a distintos escenarios del vivir de los hombres,
sino fuese por una circunstancia verdaderamente singular: Benito, Manuel,
Emilio e Isidro, junto con seis o siete nombres más en sus correspondientes
escenarios, son la misma persona.
Cuando Miguel se jubiló no
sabía qué hacer con su tiempo; después de atender a sus aficiones antiguas y a
las nuevas que se inventó, le seguía sobrando. Se dio a patear la ciudad,
visitando zonas que le eran poco o nada conocidas, observando a gentes de todos
los pelajes, estamentos socioeconómicos, niveles culturales, aficiones o
inclinaciones. Esta observación le fue cautivando. Su natural facilidad para
relacionarse le permitió irse introduciendo en ambientes muy distintos al suyo.
Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue imitando modos de hablar, detalles de
vestimenta, ademanes y maneras del grupo social que cada día le correspondía
visitar. También necesitó informarse sobre las actividades o aficiones de cada
uno de los grupos; muchas veces eran materias de las que nada sabía, y alcanzar
un nivel de conocimiento que le permitiese mantener el tipo le llevaba mucho
tiempo.
Los alter ego de Miguel se
fueron definiendo y afianzando. Al principio, lo que más esfuerzo le supuso fue
mantenerse como uno más en grupos con ideologías distintas, incluso opuestas a
sus propios convencimientos. Le era tan violento que llegó a temer trastornos
de su propia identidad. Salvó la situación autoconvenciéndose de que su
actividad era meramente científica, una observación de la realidad tan solo
encaminada al conocimiento.
La cuestión es que Miguel
tiene hoy solucionado su problema de tiempo sobrante, es casi un experto en
multitud de materias, algunas de lo más peregrino, y las notas sobre sus
experiencias comienzan a tener un volumen alarmante.
miércoles, 18 de octubre de 2017
Un día por Segovia
Tras los pies en que apoya
su desnudez Adán, la fábrica mudéjar del ábside de la iglesia de Santa María, en Aguilafuente.
Esculpió este Adán Florentino Trapero, natural de este pueblo segoviano, escultor de buen
oficio que fue perseguido con saña por la
dictadura de Franco.
El ábside románico parece
engarzado en las arquitecturas del siglo XV, que lo abrazan. Curioso caso de
aprecio y respeto por lo medieval en aquella época.
En junio de 1472
se celebró en esta iglesia un sínodo convocado por el obispo de Segovia Juan Arias Dávila, hijo que fue del
poderoso Contador de Enrique IV Diego
Arias Dávila. Una familia de “oscuro linaje” que sufrió un proceso
inquisitorial en 1486. Las constituciones de este sínodo fuero impresas en Segovia,
ese mismo año, por Juan Párix
(Johannes Parix), impresor natural de Heidelberg, traído de Roma por el obispo Juan Arias Dávila; lo que dio lugar al primer
libro impreso en España: El Sinodal de
Aguilafuente.
En una tarde de este
octubre de ponte-jersey-quítate-jersey, escuchamos las explicaciones del
profesor don Fermín de los Reyes Gómez,
comisario de la pequeña exposición que, sobre el Sinodal, se ha montado en la iglesia de Santa María.
Por la mañana hemos estado
en Las Edades del Hombre de este
año, en un destartalado Cuéllar. Destacaré el placer de mirar y mirar, con los
ojos a un palmo de la pintura, el Descendimiento de Ambrosius Benson, de la catedral de Segovia. Una delicia, el “maestro de Segovia”.
viernes, 13 de octubre de 2017
Se retrasa el otoño
Se retrasa el otoño.
Vegetales y animales parecen desconcertados, no saben si toca parar o seguir. Las
noches frescas parecen anunciarles el tiempo de reposo, pero el sol vuelve a
inducirlos a la vida. Y no llueve. Desde los chaparrones de finales de agosto
no ha vuelto a caer una gota.
Sin otoño los chinos no
venden paraguas y hacen su agosto vendiendo banderas. Al facherío patrio rojigualda
y señera; a los secesionistas sus distintas versiones esteladas; y al resto de
los ciudadanos ya ni los chinos saben que vendernos. Supongo que no vamos a
sentirnos muy necesitados.
Oigo a Faciolince, con ese apellido que parece avisar felinas astucias, comentar
el despropósito del separatismo catalán. Solo puede nacer, piensa, de la
ignorancia, del desconocimiento del mundo en el que vivimos. También pienso.
Un suave como Enric
Juliana lanza por televisión su dedo índice a los españoles: cuidado con humillar a
la sociedad catalana. ¿Debo incluirme entre los amenazados? Dan miedo los
suaves vanguardistas; han creado gran parte de este desastre. Dan bastante más
miedo que los meros lanzadores de cansinas consignas, como doña Esther Vera y
su ínclito Ara. Quizá tanto miedo como los españolistas de pro, que aparecen
como setas en impensados tiestos.
Y sin llover.
jueves, 12 de octubre de 2017
Sueño
—Es una vergüenza, esto no
se lo merece un pueblo serio y trabajador como el nuestro. ¡Y se llaman
socialistas!— sentencia don Fermín, el boticario, en la taberna de Colás, con
una vehemencia inusitada para su reposado y sentencioso hablar cotidiano.
—¡Cuidao!— Es la voz de aguardiente de Andrés, el carnicero,
trastabillante ya a esas horas de la tarde. —Queso lo ha hecho un so so socialista, no los so so socialistas. ¡Cuidao!—
—Lo mismo me da que me da
lo mismo, Andrés, es el alcalde, es socialista y representa a los socialistas;
y para desgracia nuestra al pueblo entero —apostilla don Fermín con firme
acción de su mano derecha.
—Como caiga me descojono— dice,
más para sí que para la concurrencia, Javierín, el Jipi.
Hace días que en el pueblo
no se habla de otra cosa. Desde que los concejales del PP han filtrado la
noticia los vecinos están soliviantados. El alcalde ha llegado a ser agredido
por la oposición en un tumultuoso pleno y lleva cuatro días encerrado en su
casa, sin atreverse a salir.
—¡Con las necesidades que
tenemos! ¡Un gran pecado, una imperdonable frivolidad!— ha tonado en el púlpito
el curilla que ha sustituido al anciano don Tomás.
—¡Un 1,8 por ciento de
nuestro presupuesto!— afina Vicente, el atildado administrativo de la sucursal
de La Caixa.
—Y yo sin cobrar la
reforma de la plaza— dice Aniceto, el contratista.
—Como caiga, me meo de
risa— piensa Javierín, tras el humo de su porro.
—No, si esto no queda así,
no. Ya lo hemos denunciado. Se va a enterar el rojo este— avisa Paco, el exalcalde
pepero.
Y fue precisamente Genoveva,
la mujer de Paco el pepero, la primera en darse cuenta, escuchando la radio en
la mañana del día veintidós, al oír el número que ya todo el pueblo conocía.
—Son doscientos mil euros
por habitante— calcula Vicente, pálido.
—Son quinientos millones
del pueblo ¡Cuidao!—objeta Andrés.
—No podemos dejar ese
capital en manos iletradas e inexpertas— sentencia el boticario.
—Lo primero es la santa madre
Iglesia, remediadora de necesidades— dice el curilla.
Y Javierín se descojona
mientras se enciende otro porro.
Y el alcalde, con el secretario y el cabo de
la guardia civil, entre aplausos de vecinos, periodistas y fotógrafos, se va a la capital a ingresar en la cuenta del
Ayuntamiento los ciento sesenta billetes del primer premio de la lotería de
navidad, ese número con el que había soñado su señora.
miércoles, 4 de octubre de 2017
Demasiadas banderas
Mientras
escribo,
una voz
charnega
Mi
pena es más grande, vidalita, porque va por dentro
con sabor
de lejos y aroma flamenco…
y
en ella te canto, vidalita, el dolor que siento.
En estos días surgen odios
guardados de antiguo en almas viejas. Y odios nuevos, desconocidos, impensados,
afloran como de la nada en almas
jóvenes. Las calles están llenas de banderas. Demasiadas banderas. Y tras las
banderas, el odio que las levanta. Las banderas siempre se alzan contra algo o
contra alguien.
Demasiadas banderas,
vidalita.
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