Los jueves, Benito se
reúne en una taberna de la madrileña calle del Espejo con un grupo de amigos a
los que une su común afición a los libros viejos, raros y antiguos. También les
une su condición de jubilados con una capacidad económica limitada a sus
pensiones. Pasan la mañana en el aire rancio de la tasca contando sus andanzas
de la semana en busca de la rareza, la primera edición desaparecida, el manuscrito
perdido, la encuadernación única o la vulgar que encierra al incunable soñado.
Todos tienen su pequeña aventura, más o menos real, que contar a los colegas:
la maravilla hallada por mero azar en los plúteos de una de esas librerías de viejo que todos ellos visitan una
y mil veces, o la conseguida tras recorrer intrincados caminos inducidos por secretos
contactos.
El aperitivo de los
domingos, en una elegante cervecería frente al Lázaro Galdiano, es cita
obligada para Manuel y su grupo de aficionados a coleccionar y restaurar coches
antiguos. Son hombres mayores, enriquecidos en el negocio inmobiliario y la
especulación financiera. Sus capitales, más o menos importantes, les permiten
una afición que no es precisamente barata. Su charla, más que un intercambio de
informaciones sobre su común afición, es torneo de presunciones sobre las
posibilidades de gasto e influencia de cada uno. La uniformidad de opinión y
opción política es la esperable, por lo que la charla al respecto tiene poco
recorrido. Enseguida se llega a la adjetivación del ausente, el chiste fácil,
la risotada y el manotazo en la espalda.
La calle de Argumosa y
aledañas, calles menestrales de siempre con un toque de marginalidad de ahora, son
el ámbito de las correrías de Emilio y sus compinches los primeros viernes de
mes. Son viejos militantes del PC, de la CNT, de Comisiones, curtidos en la clandestinidad,
en la lucha con la dictadura en la fábrica y en la calle. La dureza de su vida
les ha hecho prudentes en el juicio; por mala que sea la situación ellos tienen
con qué comparar. En lo que parecen estar de acuerdo es en criticar que un
chato les cueste trescientas pesetas. Les parece una desmesura inaceptable. Los
taberneros les han hecho cien veces las cuentas, pero les sigue pareciendo un
exceso. Los viejos suben y bajan las calles de Lavapiés, al ritmo de la garrota
y el resuello, en busca de la próxima taberna. Disfrutan el pequeño bienestar
que tanto les ha costado.
En dependencias de una de
las pocas iglesias madrileñas con restos medievales, se reúnen los miércoles de
cada quince días los cofrades, hijos y nietos de cofrades, de un Cristo al que
procesionan el jueves santo. Reuniones a las que puntualmente, desde su
jubilación hace diez años, acude Isidro. Poco o nada hay que tratar en esas
reuniones, y poco o nada que poner en común tienen los cofrades, por lo que la
asamblea pronto se traslada a una taberna cercana en donde tratar asuntos de
este mundo, con risas, chato y tapa de bacalao.
Nada habría de particular
en estas ventanas abiertas a distintos escenarios del vivir de los hombres,
sino fuese por una circunstancia verdaderamente singular: Benito, Manuel,
Emilio e Isidro, junto con seis o siete nombres más en sus correspondientes
escenarios, son la misma persona.
Cuando Miguel se jubiló no
sabía qué hacer con su tiempo; después de atender a sus aficiones antiguas y a
las nuevas que se inventó, le seguía sobrando. Se dio a patear la ciudad,
visitando zonas que le eran poco o nada conocidas, observando a gentes de todos
los pelajes, estamentos socioeconómicos, niveles culturales, aficiones o
inclinaciones. Esta observación le fue cautivando. Su natural facilidad para
relacionarse le permitió irse introduciendo en ambientes muy distintos al suyo.
Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue imitando modos de hablar, detalles de
vestimenta, ademanes y maneras del grupo social que cada día le correspondía
visitar. También necesitó informarse sobre las actividades o aficiones de cada
uno de los grupos; muchas veces eran materias de las que nada sabía, y alcanzar
un nivel de conocimiento que le permitiese mantener el tipo le llevaba mucho
tiempo.
Los alter ego de Miguel se
fueron definiendo y afianzando. Al principio, lo que más esfuerzo le supuso fue
mantenerse como uno más en grupos con ideologías distintas, incluso opuestas a
sus propios convencimientos. Le era tan violento que llegó a temer trastornos
de su propia identidad. Salvó la situación autoconvenciéndose de que su
actividad era meramente científica, una observación de la realidad tan solo
encaminada al conocimiento.
La cuestión es que Miguel
tiene hoy solucionado su problema de tiempo sobrante, es casi un experto en
multitud de materias, algunas de lo más peregrino, y las notas sobre sus
experiencias comienzan a tener un volumen alarmante.
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