martes, 24 de octubre de 2017

A Miguel le sobra tiempo








Los jueves, Benito se reúne en una taberna de la madrileña calle del Espejo con un grupo de amigos a los que une su común afición a los libros viejos, raros y antiguos. También les une su condición de jubilados con una capacidad económica limitada a sus pensiones. Pasan la mañana en el aire rancio de la tasca contando sus andanzas de la semana en busca de la rareza, la primera edición desaparecida, el manuscrito perdido, la encuadernación única o la vulgar que encierra al incunable soñado. Todos tienen su pequeña aventura, más o menos real, que contar a los colegas: la maravilla hallada por mero azar en los plúteos de una de esas  librerías de viejo que todos ellos visitan una y mil veces, o la conseguida tras recorrer intrincados caminos inducidos por secretos contactos.

El aperitivo de los domingos, en una elegante cervecería frente al Lázaro Galdiano, es cita obligada para Manuel y su grupo de aficionados a coleccionar y restaurar coches antiguos. Son hombres mayores, enriquecidos en el negocio inmobiliario y la especulación financiera. Sus capitales, más o menos importantes, les permiten una afición que no es precisamente barata. Su charla, más que un intercambio de informaciones sobre su común afición, es torneo de presunciones sobre las posibilidades de gasto e influencia de cada uno. La uniformidad de opinión y opción política es la esperable, por lo que la charla al respecto tiene poco recorrido. Enseguida se llega a la adjetivación del ausente, el chiste fácil, la risotada y el manotazo en la espalda.

La calle de Argumosa y aledañas, calles menestrales de siempre con un toque de marginalidad de ahora, son el ámbito de las correrías de Emilio y sus compinches los primeros viernes de mes. Son viejos militantes del PC, de la CNT, de Comisiones, curtidos en la clandestinidad, en la lucha con la dictadura en la fábrica y en la calle. La dureza de su vida les ha hecho prudentes en el juicio; por mala que sea la situación ellos tienen con qué comparar. En lo que parecen estar de acuerdo es en criticar que un chato les cueste trescientas pesetas. Les parece una desmesura inaceptable. Los taberneros les han hecho cien veces las cuentas, pero les sigue pareciendo un exceso. Los viejos suben y bajan las calles de Lavapiés, al ritmo de la garrota y el resuello, en busca de la próxima taberna. Disfrutan el pequeño bienestar que tanto les ha costado.

En dependencias de una de las pocas iglesias madrileñas con restos medievales, se reúnen los miércoles de cada quince días los cofrades, hijos y nietos de cofrades, de un Cristo al que procesionan el jueves santo. Reuniones a las que puntualmente, desde su jubilación hace diez años, acude Isidro. Poco o nada hay que tratar en esas reuniones, y poco o nada que poner en común tienen los cofrades, por lo que la asamblea pronto se traslada a una taberna cercana en donde tratar asuntos de este mundo, con risas, chato y tapa de bacalao.

Nada habría de particular en estas ventanas abiertas a distintos escenarios del vivir de los hombres, sino fuese por una circunstancia verdaderamente singular: Benito, Manuel, Emilio e Isidro, junto con seis o siete nombres más en sus correspondientes escenarios, son la misma persona.

Cuando Miguel se jubiló no sabía qué hacer con su tiempo; después de atender a sus aficiones antiguas y a las nuevas que se inventó, le seguía sobrando. Se dio a patear la ciudad, visitando zonas que le eran poco o nada conocidas, observando a gentes de todos los pelajes, estamentos socioeconómicos, niveles culturales, aficiones o inclinaciones. Esta observación le fue cautivando. Su natural facilidad para relacionarse le permitió irse introduciendo en ambientes muy distintos al suyo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue imitando modos de hablar, detalles de vestimenta, ademanes y maneras del grupo social que cada día le correspondía visitar. También necesitó informarse sobre las actividades o aficiones de cada uno de los grupos; muchas veces eran materias de las que nada sabía, y alcanzar un nivel de conocimiento que le permitiese mantener el tipo le llevaba mucho tiempo.

Los alter ego de Miguel se fueron definiendo y afianzando. Al principio, lo que más esfuerzo le supuso fue mantenerse como uno más en grupos con ideologías distintas, incluso opuestas a sus propios convencimientos. Le era tan violento que llegó a temer trastornos de su propia identidad. Salvó la situación autoconvenciéndose de que su actividad era meramente científica, una observación de la realidad tan solo encaminada al conocimiento.

La cuestión es que Miguel tiene hoy solucionado su problema de tiempo sobrante, es casi un experto en multitud de materias, algunas de lo más peregrino, y las notas sobre sus experiencias comienzan a tener un volumen alarmante.





   


   



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