—Es una vergüenza, esto no
se lo merece un pueblo serio y trabajador como el nuestro. ¡Y se llaman
socialistas!— sentencia don Fermín, el boticario, en la taberna de Colás, con
una vehemencia inusitada para su reposado y sentencioso hablar cotidiano.
—¡Cuidao!— Es la voz de aguardiente de Andrés, el carnicero,
trastabillante ya a esas horas de la tarde. —Queso lo ha hecho un so so socialista, no los so so socialistas. ¡Cuidao!—
—Lo mismo me da que me da
lo mismo, Andrés, es el alcalde, es socialista y representa a los socialistas;
y para desgracia nuestra al pueblo entero —apostilla don Fermín con firme
acción de su mano derecha.
—Como caiga me descojono— dice,
más para sí que para la concurrencia, Javierín, el Jipi.
Hace días que en el pueblo
no se habla de otra cosa. Desde que los concejales del PP han filtrado la
noticia los vecinos están soliviantados. El alcalde ha llegado a ser agredido
por la oposición en un tumultuoso pleno y lleva cuatro días encerrado en su
casa, sin atreverse a salir.
—¡Con las necesidades que
tenemos! ¡Un gran pecado, una imperdonable frivolidad!— ha tonado en el púlpito
el curilla que ha sustituido al anciano don Tomás.
—¡Un 1,8 por ciento de
nuestro presupuesto!— afina Vicente, el atildado administrativo de la sucursal
de La Caixa.
—Y yo sin cobrar la
reforma de la plaza— dice Aniceto, el contratista.
—Como caiga, me meo de
risa— piensa Javierín, tras el humo de su porro.
—No, si esto no queda así,
no. Ya lo hemos denunciado. Se va a enterar el rojo este— avisa Paco, el exalcalde
pepero.
Y fue precisamente Genoveva,
la mujer de Paco el pepero, la primera en darse cuenta, escuchando la radio en
la mañana del día veintidós, al oír el número que ya todo el pueblo conocía.
—Son doscientos mil euros
por habitante— calcula Vicente, pálido.
—Son quinientos millones
del pueblo ¡Cuidao!—objeta Andrés.
—No podemos dejar ese
capital en manos iletradas e inexpertas— sentencia el boticario.
—Lo primero es la santa madre
Iglesia, remediadora de necesidades— dice el curilla.
Y Javierín se descojona
mientras se enciende otro porro.
Y el alcalde, con el secretario y el cabo de
la guardia civil, entre aplausos de vecinos, periodistas y fotógrafos, se va a la capital a ingresar en la cuenta del
Ayuntamiento los ciento sesenta billetes del primer premio de la lotería de
navidad, ese número con el que había soñado su señora.
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