sábado, 25 de noviembre de 2023

Presencias


 








La ventana enmarca un cielo de densas nubes, y bajo ellas el lejano azul del Teleno, la franja verde del Órbigo y la paramera que llega hasta los pies del viejo mesón, junto a las vías que ya son solo añoranza de baúles, maletas y movimiento de carros y caballerías; que solo son ya ecos del esfuerzo de bielas entre resoplidos de vapor alejándose, perdiéndose en la llanada.

─ Madre, ¿ya está usted hablando con el abuelo Hermógenes?

─ No Inés, no. A tu abuelo no lo he visto hoy, ni a tu padre. Ese señor es el Juarongo, de una familia de aquí de toda la vida, de ahí abajo, de la calle de las Cuevas. También le llamaban el inglés, por su forma de vestir, que chocaba en el pueblo. Era médico, vivía en Madrid, pero de viejo se quedó aquí, en el pueblo, con su segunda mujer, y aquí murió, y aquí está enterrado. A la segunda mujer sí la has conocido, le sobrevivió muchos años, era más joven, mucho más joven,  murió allá por los sesenta. Al Juarongo le llevaba las tierras el tío Atalo, al que no has conocido, pero sí a su hija Nisa, y a sus nietas, hijas de esta.

─ No he conocido a ese señor Juarongo, madre, pero sí a las familias de sus dos hijos, médicos también, que venían al pueblo por el verano, aún viene alguno de los nietos, he jugado con ellos de niña.

─ De eso hablaba el Juarongo con un señor que me ha parecido don Baltasar, el de San Adrián. Se quejaba de que apenas ve últimamente a gente de su sangre por la casa. Se quejaba de unos extraños a los que, por lo visto, ha dejado parte de la casa uno de sus nietos, y que han hecho de su patio un ridículo decorado andaluz, eso decía.

─ Deje las visiones por un rato, madre, y tómese estas sopitas, ande. Voy a ir fregando este suelo ahora que no hay nadie.

─ Tomaré las sopas, hija, pero déjame en mis recuerdos, que a nadie hacen mal. Me venían ahora a la cabeza unas participaciones de lotería que guardaba tu padre y tengo ahí arriba, regalo del Juarongo y dibujadas de su mano, preciosas, recuérdame que te las enseñe.

─ Toda esa familia ha sido gente de estudios.

─ Estos son los primeros que estudiaron, Juarongo y sus hermanos; que su padre, José se llamaba si mal no recuerdo, fue labrador. Uno de los hijos, Servando, puso un colegio en San Adrián que luego trasladó a la Bañeza, y allí fue también concejal o alcalde, algo así, antes de la guerra…

Las presencias de la anciana Nina, en su sillón de mimbre junto al fuego, se esparcen por el comedor del viejo mesón, enredadas en su memoria y en las volutas del humo de las sopas a las que ella trata de acercar una temblorosa cuchara. Al poco, ya gira la cabeza hacia una mesa cercana y entabla de nuevo animada charla.

─ Pero madre, ¿otra vez de cháchara? Coma las sopas que se le enfrían.

─ Es Angel, hija, ¿no te acuerdas de Angel? Angel el Fino, el de la droguería de la plaza y el salón de baile. Allí me hice yo novia de tu padre, no teníamos otro sitio al que ir…

─ Sí me acuerdo de Angel, madre, sí me acuerdo, pero, por Dios, no remueva más el cementerio por hoy. Coma las sopas.

─ Angel hizo perras en américa, sí, allí hizo las perras…

─ Coma las sopas, madre, coma las sopas.

─ No ha sido esta tierra de mucha emigración. No ha sido tierra de grandes ricos ni de grandes pobres. Ha sido tierra de un ir pasando, con mucho trabajo. No creo capaz de ese trabajo a la gente de ahora.

─ Aquí ha habido ricos y pobres, como en todas partes.

─ Yo he conocido otras tierras, Inés, he ido con tu padre a segar lejos y he visto otra necesidad. Aquí, el domingo, siempre ha hervido el cocido en todas las casas, con más o menos matanza, con más o menos gallina, pero en todas ha hervido.

─ Ahora las cosas son distintas, madre.

─ Tan distintas que no las entiendo. Yo, aquí, solo he conocido a un rico, rico de verdad, fue Pancho, el cubano aquel que trajo al pueblo uno de los hijos del Juarongo, y que aquí se quedó, se hizo el inmenso casón de ahí abajo, junto a la carretera, y aquí se quedó. Ese sí era rico, rico de verdad, aunque la revolución esa de Cuba le dejó casi en pañales, y sus últimos años fueron miserables.

─ ¿No ha venido nunca a visitarla Pancho, madre?

─ No era de tabernas ni mesones, jamás le vi beberse un vaso de vino.

─ Me llevo las sopas, que ya se le han quedado frías. ¿Quiere leche u otra cosa?

─ No hija, no quiero nada. Poco gasto de energías tiene ya una.

─ Pues hoy ha charlado con medio cementerio.

─ Apenas viene ya nadie, estamos en medio de la nada, hija, de la nada.




       


viernes, 10 de noviembre de 2023

Nueva función








      El pie derecho mantiene su vertical función en el entramado, el barniz moderno resalta las huellas viejas, los limpios mordiscos del filo de la azuela que le dio forma. Las arcillas que se secaron al sol de la era y luego se recocharon en el horno, continúan su trabajo en la fábrica, unidas por las hiladas de mortero de arenas de las terrazas del Manzanares aglomeradas por la cal, la cal que aglomeró a la civilización.

     Este viejo muro medianero, todo funcionalidad para quedar oculto, se muestra hoy al aire, ungido por aceites de nuestros días para mejor servir en su nueva tarea: ornar los paramentos de una vieja taberna en el viejo Madrid, en el barrio viejo de palacio.

     Bienvenida sea la nueva función. Y sea también homenaje a los antiguos saberes y a los artesanos que izaron el muro. Aún creo escuchar el roce de la paleta limpiando las rebabas del mortero.

     Sea, por mi parte, homenaje también a un señor que vivió en la casa contigua, y que, siendo yo un niño, me enseñó los primeros rudimentos del oficio. Al hombre le gustaba ir a esta taberna, por entonces con otro aspecto, y a mi ir con él

 


 

sábado, 4 de noviembre de 2023

La escora por estribor

    







Por los cerramientos protectores de viejas burguesías agotadas y divididas, se asoman los primeros ocres y amarillos entre verdes gastados. Un sol tímido trata de penetrar grises.

─ ¡Lino! cuanto tiempo…pero ¿dónde te metes?

─ Buenos días, Andrés, ¿cómo estás?

─ Bien, más o menos bien. Procurando mover las piernas y aprovechando este día de solecito otoñal, que pocos nos quedaran ya este año. Y haciendo tiempo hasta la hora del chato del aperitivo, que, por cierto, no apareces.

─ Tendría que haberte llamado, sí, me he cogido unos días de asueto, de descanso. La escora por estribor de nuestros convecinos y tertulianos llega un momento que me ahoga, necesito respirar, asomarme algo por la otra amura, que aquí donde vivimos está poco concurrida, como sabes y también padeces.

─ Qué me vas a decir. La escora comienza a meter agua por la borda. Y no solo aquí, parece que el mal se generaliza.

Los crisantemos ponen color en los parterres del parquecillo donde los viejos apuran los últimos soles.

─ Pues sí, Andrés, lo que queda de los que fueron y tuvieron, junto a los que ahora quieren ser y tener y parecerse a los que fueron y tuvieron, inclinan de forma clara este pueblo en el que elegimos vivir o nos trajo la vida, y en donde parece que tú, yo y pocos más somos disonancias.

─ Antes eran los que tenían y los que les servían durante los largos veranos. A los descendientes y aprendices de hoy les dan servicio emigrantes con pocos derechos. Los servidores de antaño están liberados, o casi, algunos incluso en la banda de estribor.

─ La elección de amura no suele ser producto de la reflexión, no suele proceder de la materia gris, tiene una procedencia gástrica. Es más, creo en una predisposición más que en una elección volitiva. Se nace siendo de babor o se nace siendo de estribor.

─ Algo de eso hay, qué duda cabe. Como explicar si no opciones tan diferentes en miembros de una misma familia con educación similar. Pero permíteme partir una lanza por el babor, estoy convencido de que en esa amura hay un mayor componente de opción reflexiva.

─ No tengo la menor duda sobre  el mayor componente reflexivo de esa opción. No queda bien hablar de superioridades éticas, pero uno cree en lo que cree. Y los hados nos alejen de los poseedores de la verdad.

─ Pues caigamos hacia el chato y la tapa, Lino, que es verdad evidente sin necesidad de demostración, por más que sea en estribor, que no hay otra.

Y los viejos se van dejando caer hacia la querencia, bajo los grises, con lo poco rojo que logra poner el sol de otoño.


     

  


domingo, 24 de septiembre de 2023

La moza del cántaro sobre la cabeza

 

 

 

 


 










Los que tenemos ya alguna edad hemos vivido la España en blanco y negro con fondo musical de quinteroleónyquiroga, el cuchillito de luna lunera emanando de la telefunken comprada a plazos o colándose por la ventana del patio vecinal. Antes de las apreturas matinales en la alienación del metro madrileño había sido la casa del pueblo sin retrete y sin grifos. Aún no era el tiempo de “meter el agua”. El agua. El agua de la negra hondura del pozo. El agua traída de la fuente por las mujeres ─siempre el trabajo de las mujeres─ en el cántaro del equilibrio sobre la cabeza y en los apoyados en las caderas. El agua fresca del eco del barro. Fue aquel inmenso trasvase humano del mundo rural, de las culturas rurales, a la agria desculturización de los suburbios urbanos; en la construcción de los cuales tantos se hicieron ricos.   

Pues habiendo vivido ese mundo y los varios que después vinieron, ahora nos despertamos atónitos en otro, nos despertamos por los golpes en la puerta con que anuncia su llegada la Inteligencia Artificial. Creo, o quiero ingenuamente creer, que el calificativo no termina de cuadrar con el sustantivo. Nos despertamos en un mundo atemorizado por el más que posible uso torticero de tan poderosa herramienta por el lado oscuro; sin que, por el momento, sepamos defendernos. Ya tenemos noticias al respecto. Asusta imaginar posibles usos de la IA.

Habiendo caminado por mundos tan diferentes, tan cambiantes, se podría suponer, en mis coetáneos, una alta capacidad para asimilar cambios sociales. Sin embargo tengo que reconocer mi doloroso asombro ante el rapidísimo proceso de trasformación de una amplia zona  del viejo Madrid, mi querido viejo Madrid, en un decorado para turistas, uno más en la España turisteada. Esas masas de visitantes que llenan las calles arrastrando sus maletas no necesitan del comercio tradicional que da o daba servicio a los ciudadanos. Los turistas quieren la tienda del absurdo souvenir o los sitios donde comerse esas tremendas cosas que les dan por paella. El comercio tradicional y el especializado desaparecen. Sus habitantes, los que quedan, irán también desapareciendo. Las administraciones municipal y autonómica no parecen interesadas en tratar de controlar o encauzar este proceso. El viejo Madrid, parte de mi querido viejo Madrid, será un sitio para no ir. La vieja ciudad simpática y vitalista, acogedora de todos, será un decorado más para esas gentes que viajan obedientes a su agencia y a lo que leen en sus absurdas guías redactadas por el lado oscuro. Gastando, eso sí, ingentes cantidades de gasolina en sus traslados aéreos, terminando de matar a este mundo agonizante, según nos dicen los que de eso saben.

En fin, quedemos los viejos al socaire de lo que fue, en la fuente donde la moza se coloca el rodete sobre el pelo atirantado hacia el moño, y alza el cántaro mientras contesta al mozo lenguaraz que la requiebra. O quedemos junto a la ventana del patio por la que entra la copla de los amores de metáfora rancia. Quede para los que vienen la solución de lo que no sabemos si tiene solución.

 


jueves, 7 de septiembre de 2023

Hay que asirse a algo

 







     Tras los chaparrones veraniegos el mundo siempre tuvo aspecto y olor de nuevo, de recién lavado. Aún respiro, huelo y oigo la torrentera que se hacía la calle en las tormentas de finales de agosto en el pueblo de los ancestros y las querencias, en los lejanos veranos de la infancia. Aún me llega aquella nitidez del aire, aquel olor a tierra mojada, ese olor anunciante que es metáfora precisa y sugerente; ese olor del que los científicos nos han dado tan variopintas explicaciones.

      Vivimos tiempos de desmesuras meteorológicas. Se nos ha quedado corto hasta el idioma, y los técnicos nos van aportando vocablos con que denominar a lo que se nos cae encima. Después de un verano desmesurado, en el que se han batido todos los registros históricos de temperatura, llega esta DANA, dama bravía más o menos dañina según zonas. En la que vivo solo ha sido algo más que una tradicional tormenta veraniega, sin grandes daños.

     Es un disfrute ver responder a la naturaleza con esta agua tras las solaneras pasadas. Plantas abatidas, con las hojas lacias, secas, o ya sin ellas, se han erguido, han levantado sus ramas y estirado sus hojas en un reverdecer casi primaveral. Arbustos que daba por muertos apuntan motas verdes anunciadoras de vida. Alguna vara de malva, que parecía haber llegado al final de su floración, ha rebrotado un giro verde en su cima, anunciando más libaciones al brillo azul acero de la abeja carpintera. Ya oigo su zumbar expectante, entreteniéndose con lo poco que deja en los geranios la mariposa africana.

     Uno ya está demasiado viejo para sentir plenamente, como en la infancia y la juventud, la sensación de mundo nuevo tras la lluvia. Los años observando la condición humana no hacen optimista a nadie. Hay que asirse a algo para seguir viviendo, y este reverdecer no es mal asidero, de momento. Ahí fuera siguen, como siempre, los poseedores de las verdades absolutas, dispuestos a machacar la vida de los incrédulos humanos de a pie que se mantienen al margen de signos, banderas y nacionalismos. Ahí fuera siguen, como siempre, los negadores de la evidencia en nombre de la ideología.

     Hay que asirse a algo para seguir viviendo. A veces solo sirve el cobijo en los mundos paralelos que algunos humanos han tenido la delicadeza y la capacidad de crear en sus libros, dibujar en sus papeles, colorear en sus lienzos.

      Hay que asirse a algo.

      Seguiré, esperanzado, en la ventana que se asoma al verde.





 

domingo, 21 de mayo de 2023

Pablo Milanés

 






Milanés

 

     Poco he sabido de la vida de Pablo Milanés en los últimos años. Para mi seguía siendo un eco sonoro de la juventud, un eco que activaba de vez en cuando en el ordenador. Parece que vivía en una élite sobreviviente del canturreo progresista americohispano de años ha. Élite que hoy peina canas, siembra nostalgias y administra ingresos.

     Me ha pellizcado el alma de viejo la muerte de aquel cantor, aquel negro de aspecto bondadoso que, al pozo de los años setenta, nos bajaba los ilusionantes mensajes de la esperanza cubana, y con el que después compartimos ─los que lo compartimos─ el triste: así, no.

si he de morir quiero que sea contigo…

… sé que necesito tu mano…

     Me acompaña, mientras escribo, la voz del negro bondadoso, ya anciano, cantando viejos amores a sus paisanos, que le corean mientras parecen evocar lo que pudo haber sido.

sus olores llenan ya mi soledad…

… su silueta se dibuja cual promesa de llenar el breve espacio en que no está…

     Recuerdo lo que era oír, hace casi medio siglo:

… y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes…

… y evocaré en un cerro de Santiago a mis hermanos que murieron antes…

     Quedaba, aún, esperanza:

… retornarán los libros, las canciones…

… risa siempre y nunca llanto, como si fuera la primavera…

     Vivimos un tiempo donde la esperanza se achica día a día, y no parece haber Pablos capaces de insuflarla en el brocal del pozo.

     Adiós al viejo contador de sus amores en canciones que siguen vivas, adiós al viejo vocero de un pueblo levantado.

 

 

                                                                    Torrelodones, noviembre 2022  

 

 


Entre las hojas


 

n la mañana madrileña son pocos los nativos de café y churros, son muchos los jovencitos extranjeros que ruedan sus maletas hacia el piso turístico, hacia la llamada de esa moderna permisividad hispana para el negocio de la juerga etílica.  

Es una librería de viejo con portada de maderas que fueron azules, en la cuestecilla de una de las calles que salen de la plaza de Ópera. El sol matinal va entrando a la estrecha calleja, asomando entre esos aleros de potentes canes de las casas vecinales madrileñas del XIX, y pone algo de luz en el poco espacio que dejan las montañas de libros.

─ Si se lleva estos quince le hago un buen precio, don Jerónimo, venga, se los dejo en setenta y cinco euros. No gano nada, pero tengo que hacer sitio en la tienda.

─ Pero si no puedo con ellos, hombre, que estoy viejo y me duele la espalda.

─ Sesenta y cinco y le regalo este grabadito del XIX, mire que cosa más fina, no hablemos más, se los meto en una bolsa, verá cómo puede con ellos, y si no deje, que mi chico se los lleva a la tarde a casa.  Que ya sé yo quien ganará dinero con esto: su amigo el encuadernador, que ahí es donde se deja usted buenos cuartos, ¿eh?

─ Veremos si encuaderno alguno, Manuel, ya veremos. No sabe cómo le agradezco que me los acerque su hijo, el médico me tiene dicho que tengo que tomarme en serio lo de no coger peso, lo procuro, pero no es fácil, siempre hay algo que llevar, a veces parece que la vida consiste en cambiar cosas de sitio.

─ Y yo le agradezco la compra, don Jerónimo. Me he quedado con los libros de una buhardilla, ahí, en la calle del Olmo, son muchos y no tengo donde meterlos. No se si me saldrá rentable, no se vende nada, los libros viejos ya no interesan a nadie, los libros, quizá los libros ya no interesan a nadie…

Por la ventana entra la última luz de una tarde de finales del verano, se posa leve, como la tristeza, en la mesa donde Jerónimo hojea los libros de su compra matinal. Son ejemplares en rústica de los Clásicos Castellanos, de la segunda década del siglo pasado, de aquella Ediciones de la Lectura que se comió el pez grande. Hay también algún ejemplar de los Cuadernos Literarios, de los años veinte, de la misma editorial. Más que ver los libros Jerónimo busca los papeles que se esconden entre las páginas. Ha sido la razón de comprarlos, pues en bastantes casos ya los tiene. En la librería vio los muchos manuscritos guardados entre las hojas, algunas sin cortar. Se dio cuenta de que los libros llevaban mucho tiempo sin abrirse, nadie había tocado esos viejos papeles. Va colocando en una carpeta los documentos que extrae, con todo cuidado, por el orden en que los encuentra y dejando notas del libro en el que estaban.

Tras la jubilación, Jerónimo encontró en los libros viejos su principal entretenimiento. Después, cuando murió su mujer, le fue necesario sobrellevar la desesperanza, la tristeza que apagó su mundo, su casa; tristeza que terminó hasta con los geranios de los balcones, a los que no sirvieron los cuidados que puso el hombre tratando de imitar a su mujer. Los libros le ayudaron. Pronto no fueron solo para leer, comenzaron a tener interés como objeto, y se hizo selectivo en su búsqueda. Encuadernaba algunos, en el juego de los papeles artesanales, las pieles, los hierros, los dorados…, pensando que algún día podrían interesar a los nietos de ordenador y teléfono. Le llamaban la atención las cosas que suelen encontrarse en los libros viejos: entradas de teatro o cine, billetes del tranvía, del tren, la lista de la compra, la tira de papel de envolver con los números del lápiz de la oreja del tendero, la factura de la compra de la radio, la carta de amor, de ruptura, de esperanza, la receta del médico, la chuleta del opositor a Hacienda, la foto del actor guapísimo, el décimo de lotería, la postal de los padres que están tomando las aguas, el recordatorio del abuelo difunto, el de la primera comunión del sobrino, el ripioso intento de soneto con más amor que oído, el recorte de periódico con aquella noticia… En muchos casos estos papeles sirvieron para señalar la interrupción de la lectura, en otros el libro se utilizó para archivar u ocultar documentos. En todo caso son un evocador reflejo de vida pasada que enciende la fantasía de Jerónimo.

─ Manuel, quisiera seguir viendo libros de esos de la buhardilla de la calle del Olmo.

─ ¿Quiere más cartas y papeles, don Jerónimo? Le tengo guardado todo lo que he encontrado hasta el momento, pero quedan muchos tomos por ver…

El librero no tiene un pelo de tonto, y sabe de las inclinaciones de su cliente.

Con el tiempo, paciencia y pagos a Manuel, Jerónimo ha ido recopilando la documentación guardada en los libros de la calle del Olmo, mucha de ella cuidadosamente oculta entre las páginas intonsas. Tras la sistemática clasificación ha iniciado una lectura curiosa y reverencial. Casi todo son cartas a una joven, Elvira, de un muchacho, Miguel, combatiente voluntario en la guerra civil española. Están escritas con buena caligrafía, de fácil lectura, unas con pluma, otras con lápiz. Unas en papel de carta, otras en hojas de cuaderno rayado o cuadriculado, otras en cualquier ocasional y arrugado papel de envolver. No hay sobres, tan solo las cartas.

Jerónimo se cansa pronto, pierde el interés, cosa rara en él, pero termina disciplinadamente la lectura de las ciento y pico cartas. Siente algo cercano al desasosiego, no entiende que Miguel, un muchacho en situaciones extremas, en el barro del fondo de una trinchera, bajo el silbo de las balas, utilice un lenguaje tan formal y correcto para dirigirse a su añorada Elvira. Todo tiene un cierto formalismo que le incomoda. Tampoco entiende como algunas cartas pudieron llegar a Madrid en ciertas fechas y desde determinados lugares.

Las cartas tienen un primer periodo desde octubre de 1936, en que Miguel se incorpora voluntario al ejército de la República, hasta febrero de 1939, en que, tras la caída de Cataluña, escapa hacia Francia. Un segundo periodo, de estancia en Francia, comienza con una incomprensible descripción del caluroso recibimiento y la cariñosa acogida de nuestros vecinos a las derrotadas tropas republicanas. ¿Por qué describe Miguel ese inexistente recibimiento y acogida?  En las siguientes cartas el muchacho habla de su lucha en la guerra mundial, incorporado a un regimiento francés de voluntarios extranjeros. La última carta está fechada en febrero de 1944.

Los papeles hallados en los libros de la buhardilla de la calle del Olmo han decepcionado a Jerónimo, no siente ya ningún interés por ellos ni por la historia que encierran. Quizá puedan interesar a algún familiar, si los hubiese, piensa.

─ No, quien vendió el piso era familia política, viudo de una descendiente, creo. A ese no le interesa este asunto. Me parece recordar que me hablaron de un familiar muy anciano… Preguntaré. ─Dice Manuel, el librero ─.

La residencia o asilo está en una calle arbolada de plátanos, en un pueblo de la periferia madrileña. Una galería solana expone cuanto deterioro pueden producir los años en las personas.

Es un anciano mínimo, de piel trasparente y ojos vivos. Se pone sus gafas y con manos temblorosas va ojeando las cartas que Jerónimo ha dejado a su lado, sobre la mesa. Poco a poco su sonrisa se hace mueca de dolor y por sus mejillas escurren dos lágrimas que se apresura a enjuagar con el pañuelo.

─ Perdone, perdóneme, ya sé lo que es esto, ya sé lo que son estas cartas, aunque es la primera vez que las veo. No podía imaginar que aún existiesen. Y dice usted que las han encontrado entre las páginas de libros guardados en la buhardilla de la calle del Olmo… Verá usted, han pasado muchos años, nadie vive ya, supongo que me estará permitido contarle a usted…, a usted que ha tenido la delicadeza de traérmelas… Verá, verá usted, mi padre fue ferroviario, factor en la Estación del Mediodía, mi madre era maestra, y ejercía en una escuela próxima a nuestra casa de la calle del Olmo, donde estudiamos todos los hermanos las primeras letras. Tuvieron tres hijos, mi hermano Jesús, diez años mayor que un servidor, fallecido hace años, mi hermana Elvira, ocho años mayor que yo, que falleció en marzo de 1944 tras una penosa enfermedad que le diagnosticaron en 1936. Dijeron a mis padres que viviría uno o dos años como mucho. Fueron ocho, ocho años de sufrimientos para la pobre criatura, ocho años de aquellos terribles de la guerra y primeros de la posguerra. El caso es que mi hermana Elvira estaba muy enamorada de un muchacho que le rondaba, Miguel Hernán, que a poco de empezar la guerra se incorporó voluntario a las milicias de la CNT. Murió enseguida, creo que en los primeros días de entrar en combate. Nadie fue capaz de decírselo a Elvira, de quien se esperaba tan pronta muerte.

─ Pero entonces, esas cartas… ─ Dice Jerónimo ─.

─ Creo que usted ya había sospechado de esas cartas. No sé quién las escribió. Sí, tengo mis sospechas, naturalmente, pero eso no lo voy a comentar con usted. Las traía a casa un supuesto enlace de la CNT, así al menos se presentaba aquel señor que yo reconocí como conserje de la escuela de mi madre. Recuerdo perfectamente una conversación de mis padres, estando yo con ellos en una de aquellas interminables colas para conseguir algo de comer, no puede ser, no puede ser, no es honesto que la niña reciba esas cartas, decía mi padre, es el único consuelo de esa pobre criatura, decía, llorosa, mi pobre madre. Solo quedo yo, y por poco tiempo. Creo que quemaré estas cartas, una pequeña liturgia, humo al humo…

Jerónimo baja por la umbría de la calle de los plátanos hacia el autobús que le devuelva a su pequeño mundo, a sus libros, a los papeles entre las hojas, a la soledad de su mesa junto a la ventana de la luz triste, junto a los balcones de los geranios muertos.

 

                                                                                           Torrelodones, septiembre de 2022