sábado, 14 de diciembre de 2013

Esta niebla que se extiende por mi cerebro







Si pudiese escribiría pero la niebla se extiende por mi cerebro y me inutiliza creando cortocircuitos que confunden mi memoria y alteran las respuestas de mi cuerpo y me desorientan esta niebla que se retira a ratos para hacerme consciente de mi situación y que regresa pronto para no dejarme escribir ni leer ni pensar y está la angustia esta angustia que no me suelta que tengo aferrada a la garganta desde el momento que me metieron aquí y me sentaron en este expositor con los distintos modelos de agonía y demencia y abandono con este olor este olor este olor los vi marcharse en un momento en que la niebla solo me dejaba preguntar por qué por qué por qué crucé la puerta arrastrando la náusea en imposible escape y en un árbol cercano vomité todo menos este olor este olor sentí una mano en mi espalda y alguien que me decía nuevo eh lo peor es el olor sí yo pensé que no podría soportarlo y ya ves llevo aquí más de un año te acostumbras lo que no se puede es pensar aquí no se puede pensar hay que aprender a no pensar este no es sitio para pensar ni esperar nada no es sitio para esperar sí si pudiese escribiría sí escribiría me cuidaban en mi casa aquellas personas humildes me cuidaban en mi casa entre mis libros mis papeles mis cuadros mis fotos mis tonterías de viejo senil que cruel anticipo de la muerte quizás sea ya la muerte esta prisa esta profesionalización esta manipulación de ruinas desgajadas de su mundo y algo de bondad de vez en cuando como en todas partes algo de bondad pero hay cosas que solo se soportan endureciendo el alma y con un rictus de amabilidad para el viejoniño  el imbécil el niñoimbécil quizás  si pudiese escribiría si la niebla me dejase escribiría aunque a veces me parece que deseo la niebla la niebla y no recordar y no saber y no preguntarme y no esperar dejar que la niebla me inunde no resistirme no hay resistencia posible a este horror 



sábado, 7 de diciembre de 2013

¿Quién llora a Nelson Mandela?







No, no le corresponde a usted llorar la muerte de Nelson Mandela; no es usted la persona indicada; ni usted ni nadie de los suyos. No es que yo piense que sus lágrimas sean de cocodrilo, no, estoy seguro de que el llanto de usted es sincero, más o menos sincero. Así de grande ha sido lo conseguido por Mandela: usted y los suyos han incorporado a su forma de pensar algo de las doctrinas del negro de pelo blanco. Gran victoria del negro de pelo blanco. No ha sido este un convencimiento dialéctico, ninguno lo es con ustedes, ha sido una pequeña gran batalla ganada en la eterna y desigual lucha contra ustedes. A ustedes hay que arrancárselo todo, ustedes no dan nada; y ante ustedes hay que mantenerse siempre vigilantes para no perder lo conseguido. No, no son ustedes, ni los de cuna ni los de opción, las personas indicadas para llorar a Nelson Mandela.






miércoles, 27 de noviembre de 2013

Ni es cielo, ni es azul




En mi familia, de la generación de mis padres, solo queda con vida una hermana de mi madre. Tiene noventa y cinco años y en su cerebro, brillante en otro tiempo, hoy solo hay confusión y desmemoria. El lunes pasado, en una clara mañana de otoño, estaba yo sentado con ella en un banco de la madrileña plaza de Olavide, en el espacio ajardinado que dejó libre la demolición del mercado que proyectó Javier Ferrero. Grupos de ancianas, más o menos lúcidas, más o menos autónomas en sus movimientos, se reúnen en el parque a la llamada del sol, mientras sus cuidadoras sudamericanas forman tertulias.

Hablo a mi tía, tan anciana, consciente del privilegio de hacerlo, tratando de crearle conexiones con el pasado que se le escabulle. En un determinado momento una de sus manos se alza hacia el cielo despejado y luminoso, y del caos y la niebla de su memoria surgen unos versos perfectos de entonación y ritmo:


Porque ese cielo azul que todos vemos

ni es cielo, ni es azul. ¡Lástima grande

que no sea verdad tanta belleza!


Durante unos momentos no puedo hablar. Los últimos versos del soneto de Don Lupercio me han llegado como una premonición de la anciana ante algo que me duele, algo que ella ignora y yo conozco.

Ahora, tengo en las manos el libro donde mi madre y mi tía aprendieron este soneto; entre sus páginas aún hay apuntes y dibujos de las dos hermanas. Me lo dio mi madre allá por mi segundo de bachillerato y nunca me he separado de él:



LA HSTORIA LITERARIA EN LOS TEXTOS

POR

JOSÉ ROGERIO SÁNCHEZ


PRIMERA EDICIÓN

MADRID 1933



    

martes, 26 de noviembre de 2013

El regreso de Adelina Prieto






A
delina no se siente vencedora, pero tiene una reconfortante sensación de no haber sido vencida. Se estira en la silla, levanta la cara al sol de otoño y bebe el vinillo que le han servido. Está a gusto, tranquila. Quizás en algún rincón le quede algo de resquemor por lo excesivo del esfuerzo, pero no, no necesita nada, le llena el calorcillo del sol en la tarde fresca, sin nada que le obligue ni le apure, sin nada para mañana y nada para pasado mañana. Es una sensación nueva y se regodea en ella. Por el momento lo único que le interesa es ese olorcillo que sale por la puerta de la taberna, le ha abierto el apetito y le ha recordado la cocina de su madre en el pueblo extremeño de las paredes encaladas que escondían la miseria. Todo empezó con Don Sixto, el maestro de escuela que le enseñó lo poco que él sabía; se lo enseñó bien; y le dio noticia de otras posibles formas de vivir. A los catorce años se fue a Madrid, a servir. Pronto encontró un trabajo que le permitió matricularse en una academia; y a los veintiún años había terminado el bachillerato y estaba matriculada en la Escuela de Ingenieros de Caminos. Lamenta no tener una familia. Está curtida en soledades, sí, pero los años nos ablandan. Al terminar la carrera estuvo seis años trabajando para una empresa constructora en África y Sudamérica. Al regresar a Madrid preparó una oposición e ingresó en un cuerpo facultativo de la Administración. No ha tenido descanso, nada le ha sido fácil; como ella dice, nada es fácil para una paleta gorda y fea empeñada en ir hacia arriba. Come con gusto el guiso que le han traído y recuerda con ternura las cenas en casa de doña Visitación; aquella viuda con buena casa y escasa pensión a la que, a poco de llegar a Madrid, alquiló una habitación barata con el compromiso de ayudar en las tareas domésticas. Vivió con ella muchos años, hasta su muerte, y a ella le debe una parte básica de su formación. Doña Visi despertó su interés por el arte y las humanidades, y puso a su alcance una buena biblioteca que Adelina se bebió en esos años. Tiene la sensación de haber acertado. Por primera vez en su vida ha tomado una decisión de importancia sin un previo análisis racional. Ha actuado por un impulso, sin ajustarse a un método. Y cree que ha acertado. Puede que los años más duros de su vida profesional hayan sido los que dedicó a la política. No logró entenderse con la gente de ese mundo. Ella sabe de su carácter duro, sí, y de su intransigencia; demasiada intransigencia para que su trabajo en aquella dirección general fuese del agrado del ministro. Aún así, su tenacidad le hizo aguantar dos legislaturas y conseguir alguna cosa con la que sentirse medianamente satisfecha. No tiene planes. Esta mañana metió en el coche las cajas con las cosas que durante años ha ido trasladando de uno a otro despacho. Cogió la primera carretera que le salió al paso, condujo durante dos o tres horas y está aquí, sentada en esta plaza que parece desierta, comiendo, de cara a un agradable sol de otoño. Desde que murieron sus padres no ha vuelto a su pueblo. De repente siente ganas de ir, casi necesidad, quiere volver a ver la casa; sí, mañana irá al pueblo; puede que sea lo lógico; puede que ella esté en un inevitable regreso. Los últimos años de trabajo los ha dedicado a La Administración y a sus clases en la facultad. Hace unos días, no muchos, llegó a la conclusión de que su trabajo ya no le ilusionaba. En el ministerio se sentía rodeada de fatuos pelotas jovencitos que confundían el saber con la habilidad informática. En la facultad, la ignorancia y la falta de motivación o interés de sus alumnos le desanimaban. Comenzó a notar un cierto hastío y, alarmada, inició la tramitación de los papeles. Los últimos recortes le han supuesto alguna merma en la pensión, pero ella piensa que tiene suficiente. Adelina cree que ha acertado. Adelina cree que la vida no ha podido con ella. Piensa en su madre, que arrima brasas al puchero, y en su padre sentado en el escaño, con las manos de sarmiento sobre los remiendos en la pana del pantalón. Piensa…, sí, mañana regresará al pueblo.           



 



miércoles, 30 de octubre de 2013

Ascetas, moriscos y mudéjares












    

     Paseando los vericuetos mudéjares de un pulcro Arévalo que celebra Las Edades del Hombre me encuentro con este San Juan de la Cruz, de Venancio Blanco. En el rostro, de rasgos  apenas esbozados en el bronce, parece asomar la humildad del pequeño fraile y el espíritu del poeta enorme. Entre los ladrillos moriscos de los paramentos del entorno, en medio de esta Moraña abulense, me viene a la memoria esta estrofa del fraile rebelde:
  No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.
     Las interpretaciones pueden ser muchas, pero aquí y ahora es la estrofa que me acude.
    Es fácil también rememorar los versos al Único, los cantos de los sufíes murcianos del siglo XIII, lanzados, disparados al cielo como las palmeras huertanas;  imágenes,  símbolos que tres siglos después utilizará San Juan.
  

   


martes, 15 de octubre de 2013

Paisaje con grúas

 
 
 
 
 
 
 
 


 

 
     Está detenido. En un calabozo. Preso. No puede entenderlo. Su cerebro es incapaz de pensar con orden y salta de una a otra idea, de un recuerdo a otro, fogonazos que van iluminando pasajes de su vida. Aquello no podía durar, no tiene sentido, él tiene amigos, sus jefes tienen poder, conocen gente, esto se solucionará, se tiene que solucionar. Es la envidia, solo puede ser la envidia, siempre le han envidiado. De aquel frío terrible de la casa de sus padres en Vallecas pasó a su chalet en Majadahonda, a su Audi, a sus buenos ahorritos en el banco, a sus viajes; y muchos no se lo perdonan. Es la envidia, sí, seguro que es la envidia, denuncias de los envidiosos, de los que no han podido lograr lo que él ha conseguido. Sí, él no es muy listo, siempre lo ha sospechado, bueno, lo ha sabido; de hecho no fue capaz de terminar la carrera en la que tanta ilusión y esfuerzo habían puesto sus padres; pero nadie puede decir que no sea trabajador, y servicial, y fiel a sus superiores. Él supo ganarse la confianza de sus jefes con su trabajo sin horarios, con su trato respetuoso, con su plena disposición. De todo esto no andarán muy lejos los sindicalistas, sus enemigos de siempre, los que tantas ganas le han tenido, esa gente cerril, incapaz de entender el valor del esfuerzo y del afán emprendedor para crear riqueza, para subir en la vida. Pasó años duros hasta que don Francisco le llamó un día y le habló de la confianza que la empresa tenía en su laboriosidad y en su honradez, por lo que el Consejo de Administración había decidido ofrecerle el puesto de jefe de personal  y apoderado de una de las sociedades. Fernández, estamos orgullosos de usted y agradecidos por su dedicación a la empresa, que es deudora de su esfuerzo; esas fueron sus palabras. Al día siguiente tenía un despacho en la planta de dirección y para don Francisco dejó de ser Fernández y pasó a ser amigo Luis. Y cambió su vida, y en poco tiempo aprendió a ver el mundo desde el otro lado. Lo que no consiguió fue que su mujer aceptase su nuevo estatus. Desde una vez que pasaron un fin de semana invitados en la finca de don Francisco, María le dejó claro que a ella no le interesaban sus nuevas amistades ni sus lujos, y que ella - según decía - no hacía de monaguillo de nadie. Siempre tuvo mucho orgullo. Ante el juez y los abogados todo ha sido confusión. Apenas ha podido balbucear, era un torrente de preguntas y documentos con su firma. No es que él pensase que todo en la empresa fuese claro, no, él ya sospechaba de algunas cosas, bueno, sabía de algunas, de muchas cosas; pero era lo normal, todos los del gremio lo hacían. Tú sigue firmando, gilipollas, que terminarás en la cárcel; fue lo que le dijo María antes de salir de casa cargada con sus maletas. Don Francisco no le dejará en la estacada, aclarará las cosas. Tiene poder. Siempre le ha respondido. Don Francisco le entiende, salió también de abajo, siempre se lo ha dicho: todo empezó con las bragas que vendía mi madre en su mercería. Hace ya cinco años que María le dejó. Luego vino el lío del divorcio, en el que tanto le ayudó el abogado de la empresa. Después compró el chalet y se fue a vivir con Dolores, la secretaria que le puso don Francisco. Por cierto, que no ha visto a Lola en el juzgado, es raro; tampoco ha visto a nadie de la oficina, claro que con los nervios no podía ver a nadie. El abogado le ha dicho que esté tranquilo, y se ha ido a su casa. Y a él le han encerrado en este calabozo. Que esté tranquilo, tiene gracia. Quizás debió hacer caso a María; siempre fue más lista que él, sí, ella las veía venir; pero con tanto orgullo no se sale de pobre. A sus padres tampoco les gustó nunca su prosperidad. No le recriminaron nada, pero era claro que no les gustaba. Su madre se limitaba a decir: hijo, abre el ojo y esparrama la vista. Después murieron, uno tras otro, en poco tiempo, en su casa de Vallecas, la de los fríos de la infancia. A él le hubiese gustado ayudarles, pero siempre se encontró con aquel: hijo, nosotros no necesitamos nada. Ahora no sabe ni qué hora es. Está sin reloj. Solo. En un calabozo. Preso.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La ascensión de Remedios, la bella









La tradición y dogma católico de la Asunción es un tema con enormes posibilidades expresivas, y así lo atestigua la profusa utilización que los artistas han hecho de él a través de los tiempos. Supongo que es la faceta amable de un asunto tan difícil y espinoso para los teólogos como es la resurrección de la carne. Ahí es nada.





 



Pensemos, como ejemplo, en uno de los primeros grandes cuadros que el Greco pinta en España (desgraciadamente se vendió a los yanquis), me refiero a la Asunción para el retablo de Santo Domingo el Antiguo, en Toledo. Debemos suponer que durante su estancia en Venecia Doménikos había visto el Ticiano de Santa María dei Frari, pintado medio siglo antes; parece claro que el cretense se basa en él, pero me atrevo a asegurar que lo supera, abriendo con esta obra mil caminos a la pintura posterior, incluida la suya propia.

Pero hay en nuestro tiempo una asunción de una fuerza plástica excepcional: García Márquez, durante sus Cien años de soledad, hace ascender a los cielos a Remedios, la bella.

Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Quizás deba decir ascensión y no asunción, pues nada se nos dice de ayudas externas. Y digo que el ascenso es a los cielos porque en nuestra cultura llamamos cielos al fin de ascensiones y asunciones, como  avernos al de los descensos. La belleza absoluta de Remedios, ajena a las pasiones de los hombres, sube orlada por el vuelo del blanco de las sábanas escapadas de su natural cotidianeidad. En el mundo Macondo, el mundo en que nos introduce D. Gabriel, Remedios, la bella, asciende con naturalidad, como la consecuencia propia de su condición.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Los Dedos de Dios

 
 
 
 
 
 
 
 

Este verano paseaba un día por la lonja de la catedral de Astorga y estuve un rato mirando la puerta que se abre al mediodía, aquella a la que se condenó a estar siempre frente al absurdo Palacio Episcopal. Pensaba en el autor de la portada, el trasmerano nacido en Rascafría Rodrigo Gil de Hontañón, que se anduvo media España llenándola de piedras labradas y aparejadas a lo romano, dejando atrás la Edad Media.

De pronto un detalle me llamó la atención y me acordé de una historia escuchada años atrás. La oí una de esas tardes del mes de octubre en las que todavía se busca la sombra.  Una y otra, historia y sombra, las encontré bajo los rojos y amarillos de una parra en el patio de una taberna en un pueblo cercano a Astorga, por donde andaba yo en mi habitual búsqueda de lo que no existe.

 

……………………………………………………………………………….

 

 En una mesa contigua unos paisanos parecían pasarlo bien recordando lo escuchado a padres y abuelos  sobre un tal Atalo Turienzo. Aquello prendió mi curiosidad pues me parecía una de esas historias que se van conformando de filandón en filandón, con el adobo del tiempo y el ingenio del pueblo, por lo que pasé a contertulio de mis vecinos mediante un peaje de vino y chorizo.

Atalo era natural de C…, pero desde muy joven vivió en Astorga, donde su padre era sacristán de la catedral. Desde niño se distinguió por sus habilidades acrobáticas y las desarrolló ayudando a su padre en la limpieza de los elementos menos accesibles del templo. Pronto se hizo imprescindible en el aseo de cornisas entablamentos y retablos, y pasó muchos años haciendo equilibrios entre las narices griegas de los personajes de Don Gaspar Becerra. A  la muerte del sacristán el hijo heredó el cargo aunque por su inclinación siguió colgándose de las cuerdas, querubín del plumero, volatinero entre la divinidad, el santoral y los elementos arquitectónicos.

Quizás por su habitual convivencia con lo divino en tan etéreas regiones, Atalo fue a dar en un curioso misticismo. Todo comenzó cuando en su pueblo natal, a donde acudía con frecuencia, transformó un corral de ovejas en lugar de culto. Los pocos adeptos iniciales fueron aumentando poco a poco y pronto comenzó a acaecer lo que suele acaecer en estos casos: luces resplandecientes atravesando las rendijas del viejo edificio, fragancias emanadas de donde antes solo trascendía la caca de oveja, sanaciones, imposibles torsiones en los cuerpos, vigores olvidados en ancianos, fertilidad en menopáusicas, eriales fecundos, multipartos en el ganado,… esperanza en los desesperanzados. Estos creyentes se llamaban a sí mismos “Señalados por los Dedos de Dios” y decían tener esos “Dedos” allí, en una especie de arca que presidía el templo. Llegó un momento en que gentes de toda la comarca, movidas por fe o curiosidad, llenaban el pueblo los sábados para asistir a las ceremonias oficiadas en el corral, que ya se había quedado muy pequeño.

El párroco de C… llevaba tiempo clamando en el púlpito contra la impostura de esta competencia sobrevenida. Y anunciaba todas las penas de los infiernos para los que se atreviesen a acudir, aunque solo fuese por curiosidad, a tan sacrílegas ceremonias que solo podía presidir Satán. El Obispado comenzó por retirar a Atalo de sus labores de sacristán, y nombró a un joven canónigo, de buen currículo, para estudiar el caso y emitir un informe que sirviese de base para cualquier actuación posterior.

La apariencia del  estudioso sacerdote respondía a lo que cabía esperar de su historial ejemplar. Su cuerpo alto y extremadamente delgado parecía anunciar los efectos del sacrificio, la austeridad, la renuncia y la penitencia. Una enorme nariz roja y goteante, en eterno constipado, contraída como por un mal olor, era la proa de una sotana que avanzaba piadosamente escorada de estribor, con cortos y rápidos pasitos, con las manos unidas y apretadas sobre el pecho, como conteniendo al espíritu ansioso de escapar a mejores destinos.

D. Norberto - el canónigo - comenzó sus investigaciones en el pueblo: interrogatorios a vecinos, citaciones de rebuscado formalismo, amenazas tonantes, liturgia, aparato y juramentos.

Con el tiempo el pueblo se habituó a la presencia del “Alimoche” -  como ya era conocido D. Norberto -  que por entonces entraba y salía del templo-corral con la misma frecuencia y naturalidad que de la iglesia. Los dineros de los fieles habían ido transformando la sede de “Los Dedos de Dios” en un horrendo y pretencioso armatoste multicolor.

A mediados de mayo “Los Señalados” convocaron a sus fieles para una ceremonia de especial solemnidad. El día anunciado la gente comienza a llegar al pueblo temprano, tomando posiciones en torno al altar instalado frente a lo que fue corral de ovejas. Larga procesión de iniciados revestidos con sorprendente riqueza. Atalo Turienzo, capa pluvial y monaguillos, porta el arca con “Los Dedos de Dios”. Blancas filas de acólitos conducen al oficiante ante el altar. Entre los concurrentes surge una agitación y un rumor que pronto se hace grito:

¡El Alimoche! ¡Es el Alimoche!

Desconcierto…

La secta no duró mucho. El abandono de los desconcertados fieles, la represión de las autoridades civiles y las hábiles maquinaciones de la Santa Madre, terminaron pronto con el sueño místico del titiritero idólatra.
 

……………………………………………………………………………….

 

En el frontón de la portada del maestro trasmerano, la imagen de Dios Padre sostiene al orbe en su mano izquierda. La derecha, sin dedos, se alza en tronchado gesto de bendecir.
 






domingo, 8 de septiembre de 2013

Paseando los alrededores del pueblo

 
 
 
 
 

Cecilia Juárez  Las Fontanillas

Oleo sobre cartón 9x6 cm. Años cincuenta del siglo XX
 
 
 
 A Longinos de la Huerga exprofesor de lengua y literatura en Madrid le sobrevino la vejez en una mañana de  abril mientras paseaba su jubilación recién estrenada por los alrededores de su pueblo natal disfrutando de paisajes añorados que ya solo existían en su memoria tendemos a ir postergando la vida dejando las cosas que más nos interesan para otro tiempo en que nos atosigue menos el día a día y así vamos llenando un baúl de asuntos pendientes que quizás sea el contenedor de la esperanza que nos mantiene y esperamos el momento en que poder hacer esto escribir eso investigar aquello o ir allí  y ese futuro nunca deja de serlo a Longinos en los escenarios de la infancia se le abren los ojos de repente y ve con claridad que ya no hará esto ni escribirá eso ni investigará aquello ni irá allí sencillamente porque ya no dispone del entusiasmo ni de las fuerzas necesarias que hasta el paseo diario le desasosiega si se prolonga demasiado y tiene que apresurarse al cobijo de su mujer y de su casa y sus ojos repentinamente abiertos ven un impensado paisaje nuevo un paisaje triste de tapias arruinadas que regresan a la tierra de muros de ladrillo sin revestir de uralitas escombros y cochambre un paisaje cruzado por muchachitos vociferantes de una grosería hiriente un paisaje inesperado sobrepuesto al siempre recordado  de la infancia Longinos no siente exactamente pena ni angustia ante la consciencia de la evidencia hasta entonces oculta siente solo una ligera desazón que le impulsa hacia su casa mientras piensa en el material cuidadosamente guardado clasificado recopilado durante años para trabajar cuando se jubilase y que ahora a nadie servirá a nadie interesará al llegar a casa Longinos se sienta en su sillón de mimbre frente a la mesa camilla junto a la ventana que se asoma al patio de la glicina al lado de su mujer que teje y le cuenta lo que ha preparado para comer Longinos recuerda a su padre anciano sentado en el sillón que ahora ocupa él le recuerda silente con la mirada en la ventana del patio y el pensamiento en las tierras abandonadas que él ya no puede trabajar y tampoco el hijo que eligió los libros Longinos siente ahora aquella mirada antigua y silenciosa de su padre Longinos tiene una sensación que no es tristeza pero está lejos de la alegría y piensa que en realidad ya solo le preocupa ese dolorcillo del costado y que le asusta la pérdida de memoria de su mujer y encontrarla a veces con la vista perdida y una enorme interrogación en el rostro.


domingo, 18 de agosto de 2013

Tengo que acordarme...

 
 
 
 
 






Tengo que tratar de acordarme de aquello y escribirlo porque era hermoso y digno de contar sí era digno de contarse aunque solo sea para sobrellevar lo zafio y lo vulgar de cada día lo bello puede estar entre lo oscuro entre lo feo pero nunca mezclado no puede mezclarse la bondad con lo ruin como no pueden mezclarse el agua y el aceite que se dice hay que tener los ojos abiertos siempre atentos pues de cualquier sitio puede surgir la belleza lo he consultado con quien consulto los asuntos de sentido común que es con Luis de Gallur el otro día me acordé mientras barría pinaza que no es actividad tan fútil como por su humildad pudiera pensarse Urcisiano Goriz el mozárabe  el pensador de las dos culturas que subió de Sevilla a León lo dijo en el siglo XI antes de que se le cruzasen los cables y le diese por arrimarse al poder y bajar a su antigua patria nada menos que a matar moros lo que le valió dineros y un señorío con el título de Conde del Bacillar puede que por su notoria inclinación al clarete cosa que no aprendió de moros sino de cristianos digo que dijo antes de estas veleidades bélicas que barrer pinaza era labor que aliviaba el espíritu y lo propendía a hilvanar las más sutiles tesis las más etéreas argumentaciones lo mecánico de la actividad liberaba el alma y las esencias emanadas de las colofonias potenciaban la actividad cerebral de lo que surgían tan excelentes frutos fructificación que no podía extenderse al barrido de cualquier otro residuo vegetal al menos no de los que Urcisiano pudo investigar su curiosidad le llevó a señalar en el mapa los lugares donde se producía el mejor  pensamiento de su tiempo y vio que sus marcas estaban siempre sobre tierras de pinares tengo que acordarme pues el asunto era realmente hermoso puede que me acuerde cuando vuelva a barrer pinaza me llevaré un cuaderno y un lápiz para apuntar que no se me olvide es una pena perder lo que el alma recuerda o produce cuando se barre pinaza Urcisiano llenó de pinares el territorio de su señorío lo que produjo hambruna y miseria durante años pero como la humanidad todo lo aguanta con el tiempo el país fue excedente de filósofos y piñones los primeros tuvieron reconocimiento en todo el reino y fueron ellos los que sobre el viejo basamento griego que plantaron los romanos levantaron la solida estructura del pensamiento patrio los piñones los vendían en Medina del Campo tostados o frescos donde tenían mucha aceptación actividad esta que era ejercida por nobles e hijosdalgo toda vez que los pecheros barredores de pinaza bastante tenían con su enorme producción de libros que eran exportados a las universidades de toda Europa tengo que acordarme del cuaderno y el lápiz oigo viento en la ventana y supongo que mañana tendré abundante pinaza que barrer lo de la escoba es una mera tradición verbal que yo he recogido en la zona donde dicen que sí que ese magnífico útil de finas pletinas que se abren en abanico fue ideado por Urcisiano en colaboración con un espadero toledano para facilitar la labor de los pensantes barredores pecheros que tan buenos caudales producían al territorio y por ende a las arcas condales no porque la cantidad en volumen de lo barrido fuese proporcional a la finura de la producción del intelecto no sino por aliviar el esfuerzo físico de agrupar en montones las rebeldes hojas aciculares etcétera tengo que acordarme.   

sábado, 10 de agosto de 2013

Casas rurales

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

El turismo de casas rurales español en sus distintas acepciones locales, como el bed and breakfast británico, el turismo de habitaçao portugués, o las gites francesas tenía en sus orígenes una pretensión de autenticidad que en el caso español se ha perdido casi por completo.  Se pretendía vender al urbanita una inmersión temporal en ambientes reales, los de unas personas que habilitaban parte de sus viviendas para estos fines y así ayudaban a sus economías domésticas: sea usted por unos días labrador en la estepa castellana, señorito cortijero en Andalucía, payés en masía catalana, señor en pazo gallego, invitado de indiano asturiano o de arriero maragato, huertano en Valencia, castellano en su torre medieval, pescador vascongado, vinatero riojano… Hoy en día casi todos estos negocios se han profesionalizado y sus establecimientos son decoraciones, más o menos logradas, desarrollando una idea preconcebida sobre lo ofrecido.  De todas formas sigue siendo una oferta distinta del hotel convencional, del que solemos esperar lo contrario: una despersonalizada asepsia que no nos conturbe lo más mínimo, para pasar la noche en un sueño reparador y largarnos a la mañana siguiente para continuar la persecución de nuestros imposibles, sin acordarnos de la cama en que hemos dormido, lo que suele ser buena señal.

Supongo que los que seguimos buscando los “ambientes auténticos” en este tipo de alojamientos, lo hacemos por las mismas razones por las que, por ejemplo, nos gusta rodearnos de trastos viejos, que al fin y al cabo utilizamos como símbolos evocadores de mundos desaparecidos. No digo añorados,  tampoco hablo de inquietudes científicas, hablo del gusto por la dignidad que el filtro del tiempo otorga a las cosas, en contraposición a la aparente banalidad de lo moderno por el mero hecho de serlo.

Y los que en estas andamos podemos encontrarnos con la horma de nuestro zapato. Este verano planeábamos un viaje familiar y pretendíamos una parada en una pequeña y agradable ciudad de un país vecino en la que hace unos años lo habíamos pasado bien, disfrutando de un folclore espontáneo que se manifiesta, al margen del escaso turismo, en las calles y en las tabernas . Brujuleando en Internet di con algo realmente apetitoso: una página web, bien montada, ofrecía una preciosa casa del magnífico barroco de nuestros vecinos. En las fotos de los interiores se veía con claridad que aquello no era decoración ni acumulaciones de coleccionista; se trataba de una auténtica casa palacio, con los muebles y los objetos que el paso de generaciones adineradas va acumulando en edificios con continuidad familiar. Y allí reservamos habitaciones para pasar unos días.

Encontrarnos con el edificio no nos defraudó, era realmente magnífico y estaba situado en el centro de la ciudad que pretendíamos disfrutar. Llamamos a la puerta y al cabo de un rato, que nos pareció largo, se abrió una chirriante rendija por la que una anciana asomaba su nariz interrogante. Un amplio zaguán daba paso a una escalera de piedra berroqueña con balaustres barrocos, por la que ascendimos siguiendo a la señora. En la penumbra de un salón de alto techo de artesa en color añil, pude intuir, más que ver, buenos muebles y buenos cuadros. La anciana pronunció unas breves palabras a modo de bienvenida y presentación de la casa, en la que su familia - dijo – había vivido durante ocho generaciones. Yo sentía una sensación de incomodidad, quizás desasosiego, y mirando a mi familia veía en sus caras la misma sensación. A la falta de luz se unía un aire pesado y un olor… olía… ¡olía a alcantarilla! La señora nos condujo a las habitaciones a través de oscuros salones y pasillos por los que vimos cruzar furtivamente, ocultándose a nuestro paso, sombras de seres que nos parecieron deformes. La dama, solícita, nos enseño los cuartos y abrió las camas. Reuniendo ánimo logramos decirle que solo nos podíamos quedar una noche.

Las habitaciones eran amplias y los cuartos de baño nuevos y cómodos. En la nuestra había una cama decimonónica con preciosos dibujos de marquetería y sábanas de hilo bordadas y almidonadas; sobre una cómoda de cerezo un buen crucifijo del XVIII con unas siemprevivas, un aguamanil de loza y una bandeja con vasos y botellas de agua; los objetos reposaban sobre coquetos paños bordados. Completaban el mobiliario unas mesillas parejas de la cama, dos descalzadoras, unas sillas y un buen armario de luna en el hall que precedía al dormitorio. Todo estaba limpio y cuidado, pero en el aire se seguía sintiendo la sensación de pesadez. Descorrí cortinas y visillos y levanté la ventana de guillotina, solo allí vi suciedad y bichejos que escapaban, hacía mucho tiempo que no se abría. El aire y la luz dieron vida a la habitación.

Después de lavarnos dejamos los cuartos con la intención de visitar la pequeña ciudad. El edificio nos oprimía y estábamos deseando salir.  Fuimos atravesando las oscuras estancias y nuestra anfitriona nos salió al paso. Le hablamos de la digna vetustez de la casa y se ofreció a enseñarnos algunas zonas de interés. Recorrimos salones y dependencias escuchando referencias apasionadas a las distintas opciones monárquicas por las que, a lo largo de los siglos, habían optado los antepasados retratados en los cuadros, sin la menor referencia a la ya vieja realidad republicana del país. Colecciones de objetos orientales traídos por familiares dedicados al funcionariado o al comercio en tierras lejanas, llenaban vitrinas. Me llamó la atención una preciosa capilla con un retablo de recargado  barroquismo y sabor americano. Me hubiese gustado preguntar a la señora la razón por la que esa casa permaneciese intacta después de tantas guerras, saqueos, repartos, herencias y testamentarías como podían presumirse; pero no me atreví, temiendo largas explicaciones; queríamos coger la puerta cuanto antes y salir a llenar los pulmones de aire limpio, libertad y alivio.

A la mañana siguiente nos esperaba un magnifico desayuno, servido con gusto exquisito en un comedor con alacenas de nogal repletas de vajillas antiguas. A nuestra espalda sentíamos revolotear las sombras, como atentas a satisfacer nuestro menor deseo. Lo que he llamado pesadez del aire, algo complejo que soy incapaz de definir, no nos dejaba disfrutar del desayuno preparado con evidente interés y sabiduría. Como no nos dejó disfrutar de esa extraordinaria casa que permanecerá en nuestra memoria.

En la siguiente ciudad fuimos derechos a un hotel del que ya no recuerdo detalles y que dentro de nada no existirá en mi cerebro.

 Sé que volveré a las andadas.

viernes, 9 de agosto de 2013

La Maragateria y la Alta Somoza


 
 
 
La Baja Somoza– La Maragatería - mira al llano en que comerciaban sus trajineros. En sus pueblos, las grandes casas de los arrieros son restauradas y mantenidas con el apego de las gentes al lugar de sus  mayores y los dineros del comercio del pescado y la carne en Madrid. La piedra de sus muros se va rejuntando con morteros de cal teñida con ocre, y las carpinterías de puertas y ventanas – con huecos recercados en blanco – se pintan de azul, verde o rojo; velando los cristales con la labor femenina de visillos primorosos. (Sospecho que muchas de las maneras usadas hoy en día para restaurar estas casas, fueron puestas de moda con la restauración de Castrillo por la Administración). El paso del Camino de Santiago ha ayudado a la conservación de estos pueblos, generando una actividad económica que ha permitido la adaptación de muchas casas para el turismo rural y los albergues de peregrinos. En las fiestas del verano se siguen sacando de la naftalina del arca los viejos ropajes, para agitarse en zapatetas al ritmo del tamboril y la chifla.  



En las restauraciones de la Baja Somoza los esmaltes sintéticos incorporan colores sorprendentes.
Murias de Rechivaldo.


 

Importantes casas de arrieros han sido habilitadas para la hostelería.
Murias de Rechivaldo.

Lucillo, Alta Somoza
La Alta Somoza – no sé si Maragatería – se va derrumbando en las faldas del Teleno. En sus pueblos quedan aún empeños de vida: viejos que esperan la visita de los hijos mientras su entorno se arruina, entre los fríos y calores del monte del dios astur que tan poco les ha dado. Las lajas de cuarcita de los muros de sus edificios conservan sus aristas vivas, sin rejuntados que las suavicen. Los tejados de cuelmo son ya solo restos para la curiosidad etnográfica; resisten algo más los de losas de pizarra con entrelazadas cresterías, pero pronto todo se incorporará al suelo y a un paisaje donde el paso de los hombres será solo recuerdo. No hay alegría para colores ni visillos en puertas y ventanas, ni dineros sobrantes que puedan dedicarse a mantener la casa de los abuelos. Sin embargo, no le faltan a esta tierra hijos que estudien su pasado lejano, sea en – por el momento mudos - petroglifos o en los restos de las explotaciones mineras del Imperio Romano. Llama la atención este interés por lo remoto ante la ruina del presente.




Lucillo
Restos de cubierta de cuelmo.
Lucillo











 

Cumbrera en cubierta de losas pizarrosas.
Lucillo

Lucillo

Tanta diferencia entre estas dos zonas es reciente. Aparte de las casas de los trajineros acaudalados, las viviendas del común de la gente debían de ser bastante similares en las dos Somozas. Concha Espina escribió su Esfinge Maragata en 1914. Parece ser que estuvo pocos días en el país, y solo visitó los pueblos del entorno inmediato de Astorga. El escenario de la novela es una casa importante, venida a menos, en un pueblo de la Baja Somoza; donde, tras el fin de la arriería, los hombres han mantenido la tradición de salir del pueblo a buscarse la vida, dejando a las mujeres el brutal trabajo de mantener la hacienda y sacar cosechas de tierra tan yerma. Se ha querido identificar su Valdecruces  con Castrillo de los Polvazares, y si es así son significativas las impresiones que causó en la santanderina el hoy tan retocadito pueblo:

Después, dando sombra a los ojos con las dos manos, vio surgir débilmente el diseño borroso del humilde caserío, techado con haces secas de paja amortecida, confundiéndose con la tierra en un mismo color, agachándose como si el peso de la macilenta cobertura le hiciese caer de hinojos a pedir gracia o misericordia. En aquella actitud de sumisión y pesadumbre, las casucas agobiadas, reverentes, exhalan un humo blanco y fino que parecía el incienso de sus votos y oraciones. 

……………………………………………………………………………….

 

El “crucero” es un punto céntrico del lugar, donde convergen cuatro calles anchas y silenciosas, de edificios ruines con techados de cuelmo, pardos y miserables como la tierra y el camino: una gran cruz labrada toscamente, ceñida en el suelo por un amago de empalizada, corrobora el nombre de la triste y muda plazoleta.

 
La prosa de doña Concha deja claro que, hace cien años, el aspecto de Castrillo era muy diferente del que hoy ofrece el protegido conjunto. En la tristeza de las ruinas de la Somoza Alta podemos encontrar las imágenes perdidas de estos pueblos de la Baja Somoza, favorecidos por el albur y otras circunstancias.
 
 
 
 
 
Pobladura de la Sierra, Alta Somoza.

martes, 16 de julio de 2013

Antonia, la Manolona

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

En el blog sobre la obra del claretiano D. Francisco Rodríguez Pascual (1927-2007), se publican unas fotos sobre indumentarias femeninas de su pueblo -  Carbajales de Alba -  realizadas hacia 1930.

En una de ellas podemos ver a una espléndida mujer vestida con los ropajes de su tierra y adornada con unos versos del también carbajalino D. Ignacio Sardá Martín (1915-1979):

 

Carne brava, siempre llena

de baile, ardores y brillos

que aprisionan los justillos

y van en aires y voleos

al garbo de los manteos

y luces de picadillo.

 

 

Dicen que se trata de Antonia, la Manolona. Y no me resta más que felicitar a sus descendientes.

Voluptuoso, el mariólogo. D. Ignacio sabe de lo que habla...