sábado, 23 de marzo de 2013
Boleros
lunes, 18 de marzo de 2013
Raigames. Celso Emilio Ferreiro
Empúxanme as raigames.
Os lonxanos abós das carballeiras,
as misteriosas nais que cavilaban
á luz do sol nas albas precursoras.
Cando a miña voz era ainda un silencio
de tarde solermiña, latexaban
seus nomes xa correndo polo aire.
Podedes non crelo, pero eu lembro
como nasceu a estirpe do meu sangue
no bosque dunha noite remotísima
arrombada de pombas e de ríos.
Eu son tamén raigame, pai de cousas
que dormen sobre o tempo
e agardan frolecer calquera día
baixo o mapa impasible diste ceo.
sábado, 16 de marzo de 2013
Verde
La densidad de este
verde
medirá el tiempo que
nos quede,
y en la lentitud de
los días
será remanso al frio
que enreda
el alma de los viejos.
En algún momento, entre
las hojas,
estallará la dulzura
y un blanco néctar
que, quizás,
alivie las heridas
antiguas.
Aspiraremos vapores
del húmedo centro en
que fermenta la vida.
Y algún niño,
jugando,
espantará el negro
de hielo
de los mirlos atentos.
julio
2011
La vieja foto
Casiano Alguacil, hacia 1875. Patio de Toledo, fragmento. |
Miramos las fotos antiguas
con cierto pasmo y algo de temor ante la realidad inexistente. Nos mueve la
curiosidad de infiltrarnos en lo imposible, en el pasado, y sentimos un
respeto reverencial al tiempo detenido, a esa irrealidad que se nos muestra
creíble, cierta, inmediata, sin los filtros interpretativos del arte. Un halo
desvaído de tintas sepias contribuye al misterio, y en esa caligrafía que nos da
noticia de lo que vemos podemos sentir la vida en la plumilla que
discurre por el papel, abriendo sus patitas en la curva y cerrándolas al
ascender al encuentro con la vertical que baja rotunda. Sabemos del pasado
descrito y pintado y del que, además, fue detenido en la fotografía. Y esta
paralización del tiempo desata nuestra fantasía hacia la
especulación, con más fuerza que en lo escrito o dibujado, donde la
interpretación ya está hecha.
miércoles, 13 de marzo de 2013
Esquiva te haces
Cuán esquiva te haces,
fruto en la rama tendida
como ofrenda,
al alcance, tan cerca, ahí mismo.
Tan lejos.
Asomas clara y escapas
dejando retazos de tu esencia.
Quizá seas
los jirones que dejas en tu huida.
Puede que seas anhelo de ti.
Pero es tan clara tu presencia a veces,
tan clara, tan vibrante tu presencia a
veces,
que todo es anhelarte,
buscar señales que anuncien
tu llegada a ese mundo
con toda la claridad, la luz del alba
y el don de Claudio, tan joven,
charlando con Hierro que se autorretrata
sintiendo en sus manos temblar la alegría.
¡Tanta juventud reclamas!
la de los jóvenes y los viejos sabios.
Pan que quema,
vino que hierve,
crisol del mundo,
cada día.
Junio, 2008
Ainielle, de nuevo
Releo la hermosa lluvia
amarilla de Julio Llamazares. Las sombras de Sabina y Andrés, en la
desolación de Ainielle, parecen acomodarse a este día de mediados de marzo que
ha amanecido blanco, con una heladora ventisca que amontona nieve en los
rincones. Ayer ya era primavera en la algarabía de los pájaros y en el verde de
las yemas, y hoy el invierno vuelve a meterme en casa, tras la ventana, viendo el
trabajo del jardín cubrirse de nieve, con todo el frio de Ainielle.
El talento del leonés ha hecho
de las ruinas del pueblecito oscense lo que ahora llaman un lugar de culto. Desde
hace años las gentes peregrinan al escenario del relato que les ha conmovido,
participando en la creación de lo que ya es mito o referente del abandono del
medio rural y la desaparición de las culturas campesinas.
Paralelamente tengo a mano
Ainielle.
La memoria amarilla, de
Enrique Satué. El autor es descendiente de Ainielle. El cariño al pueblo de su
madre, los recuerdos de la infancia y las consecuencias de la publicación de La
lluvia amarilla, le han llevado a escribir este libro, amalgama de sus
amores y sus saberes etnográficos. Satué es un educador amante de su tierra. Es
miembro del Patronato del Museo de Artes de Serrablo, en Sabiñanigo, del que fue
director. Pertenece a la asociación Amigos de Serrablo (www.serrablo.org). Ha publicado varios
libros sobre artesanía, etnografía y arquitectura de Serrablo.
Las gentes de la montaña,
Ainielle, fueron tragadas por el llano, por los pueblos industrializados o por
los de la colonización franquista, como Ontinar de Salz. Hoy, los jóvenes
sienten una añoranza indefinida que necesitan concretar en símbolos.
viernes, 8 de marzo de 2013
Leyendo el paso del tiempo
A lo
largo del tiempo los edificios van sufriendo los cambios que el hombre
introduce para adaptarlos a sus necesidades o a los gustos del momento. Leer
esta historia de las edificaciones es una aventura apasionante que a veces es
fácil, pues las intervenciones se muestran evidentes, pero generalmente están
ocultas y su lectura precisa de sistema y oficio.
Los
profesionales de la restauración van adquiriendo con los años un cierto olfato
para leer lo oculto con más o menos inmediatez, olfato que al fin y al cabo no
es más que el procesamiento automático de lo observado. Pero siempre es necesario
un análisis pormenorizado de determinadas señales como puede ser la disposición
de los huecos, la leve fisura que delate un movimiento entre materiales
distintos o una carencia de traba, el cambio de color y naturaleza de los
morteros, el tipo de ladrillo, la calidad de la piedra o los rastros de la
herramienta utilizada en su labra, etc. La aventura está en deducir de lo
observado, sin destruir, o como mucho practicando pequeñas calas prospectivas.
Es fácil
imaginar la emoción de quien, tras la insulsa envoltura de una decoración contemporánea,
va descubriendo pasito a pasito una casa nazarí, por poner un ejemplo. Pero las
cosas no suelen ser tan claras, y la
decisión de cuál de las “épocas” encontradas debe de prevalecer en la
restauración es tarea compleja, y hay que sopesar muchos condicionantes.
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viernes, 1 de marzo de 2013
La estación tiene el encanto que el tiempo da a las cosas
La estación tiene el encanto que el tiempo da a las cosas. Fue
construida en la primera década del siglo XX, con ese afán de permanencia que
hoy no se pone en los edificios ni en las cosas. No le han llegado las restauraciones
banales de nuestros días y ha ido adaptándose a los cambios tecnológicos sin
excesivos traumatismos, al margen de intereses ajenos a la función para la que
fue creada. Las imágenes de las distintas épocas coexisten, se solapan sin
anularse.
José se detiene en el centro del hall. Frente a la entrada,
sobre las puertas que se abren a los andenes, un panel de historiados bronces
habla de posibles destinos. Los horarios son ahora cuencas vacías que ceden la
información a la electrónica. Por las cristaleras, entre la opacidad de esmeril
de los dibujos, se entrevén los andenes en los que su padre le enseñaba, entre
humos y resoplidos, la Mikado que conducía, condensación de las potencias del
universo. Conrado el fogonero, negro de carbón, humo y grasa, apostillaba con
afirmaciones las explicaciones apasionadas:
-1-4-1 Cuatro ejes motrices. Eje delantero de guía. Eje trasero
de apoyo. Tender separado. 2000 CV. Construida en Barcelona en 1954, por la Maquinista Terrestre
y Marítima…
Datos hilvanados como piropos, mientras la mano acaricia los
miembros del enorme insecto mecánico. Datos mágicos fijados para siempre en la
mente infantil, suspensa entre el horror al monstruo que resopla y la
admiración al padre que lo domina.
Faltan treinta minutos para la salida de su tren. Sentado en el
hall observa a la gente, los repetitivos gestos de los que entran o salen
arrastrando el ligero equipaje con ruedas de nuestros días. José rememora la
estación de su infancia: los corros de mozos de cuerda - blusón, gorrilla,
alpargatas, colilla – a la espera del próximo tren. Baúles, maletas de madera,
cestas de merienda, canastos cerrados por arpilleras que dejan escapar el
asombro de gallinas y pollos. Despedidas ruidosas, bienvenidas alegres, soldados,
gente endomingada, curas de manteo, sudor, polvo, carbonilla, humo, estraperlo,
pobreza, pana, luto. Y a la puerta, los redondos coches de línea con las bacas
atestadas de equipajes y trastos, arrancando agónicos y ruidosos hacia los
pueblos. Carros, caballerías y automóviles terminan de llenar la explanada, donde
los vendedores pregonan sus mercancías junto a los descuideros y los que ofrecen
modernos e higiénicos hospedajes… Bajo la horizontalidad de los plátanos de
sombra.
En el compartimento hay tres hombres que interrumpen su charla
con la entrada de José, que saluda y ocupa su asiento junto a la ventanilla. La
ciudad se recorta en las últimas luces de la tarde. Va poniendo nombre a
edificios y lugares que quedan atrás, como tantas cosas. Se pregunta si algo le
une ya a esta ciudad en la que acaba de enterrar a su padre. Ha hecho grabar el
nombre bajo el de su madre, en la lápida que los años han cubierto de líquenes.
No sabe si huye o regresa. Salió de su casa con diecisiete años para estudiar
la carrera, y ya solo volvió en vacaciones. Después, su mujer nunca soporto la
humildad de los suegros, y los hijos tuvieron poco contacto con los abuelos
paternos. Hoy, su mujer es una extraña y los hijos viven su vida dispersos por el
mundo. Él ya no tiene claro cuál es su mundo. En la ventanilla no queda ciudad.
El paso al campo es drástico, sin los espacios suburbanos de las grandes urbes.
El paisaje mesetario se va achatando por la falta de luz.
La conversación de sus compañeros de viaje es un fondo sonoro incomprensible.
En un momento siente que le hablan a él, y disculpándose, hace un esfuerzo por
entender. No es capaz de seguir la conversación mucho tiempo y vuelve a su
ensimismamiento. Al apagarse la luz y hacerse el silencio siente alivio. Va
poniendo forma al paisaje conocido, intuido en la casi completa oscuridad.
Intenta dormir. Piensa en el cambio de ruido, de ritmo, que ha supuesto la
supresión del golpeteo en las juntas de dilatación de los rieles. Recuerda que
el traqueteo le acunaba, le facilitaba el sueño. Dormía bien en el tren. Hoy no
suele dormir bien. La artrosis heredada de la madre le llena de dolores.
La entrada en un túnel le despierta. En el horizonte comienza a
clarear. Ha dormido varias horas. Mira el reloj y ve que está a punto de
llegar. Sus compañeros continúan dormidos. Se desentumece, baja su maleta, y
sale al pasillo.
Con las primeras luces desciende del vagón y camina por el
andén. Mira extrañado los familiares fustes de las marquesinas. Le parece
escuchar viejos y familiares resoplidos. Entra por las puertas de vidrieras esmeriladas.
El hall está vacío. A su derecha la cantina, a su izquierda las taquillas y la
sala de espera, a su espalda el inoperante panel de bronce de las cuencas
vacías. Cruza la estancia y sale al exterior. En el centro de la solitaria
explanada, bajo las ramas de los plátanos, entre la bruma matinal, ve al
minúsculo señor que vendía las manzanas bañadas de rojo caramelo a la salida
del colegio. Lleva su soporte azul al hombro, con los agujereados círculos
repletos de brillantes manzanitas. Alza una mano de saludo a José y prosigue su
camino. A la derecha, desde el rincón en que siempre estuvo, le sonríe la
anciana de los sacis y los cigarros de anís.
Los primeros rayos de sol
comienzan a colorear el mundo.
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