Releo la hermosa lluvia
amarilla de Julio Llamazares. Las sombras de Sabina y Andrés, en la
desolación de Ainielle, parecen acomodarse a este día de mediados de marzo que
ha amanecido blanco, con una heladora ventisca que amontona nieve en los
rincones. Ayer ya era primavera en la algarabía de los pájaros y en el verde de
las yemas, y hoy el invierno vuelve a meterme en casa, tras la ventana, viendo el
trabajo del jardín cubrirse de nieve, con todo el frio de Ainielle.
El talento del leonés ha hecho
de las ruinas del pueblecito oscense lo que ahora llaman un lugar de culto. Desde
hace años las gentes peregrinan al escenario del relato que les ha conmovido,
participando en la creación de lo que ya es mito o referente del abandono del
medio rural y la desaparición de las culturas campesinas.

Las gentes de la montaña,
Ainielle, fueron tragadas por el llano, por los pueblos industrializados o por
los de la colonización franquista, como Ontinar de Salz. Hoy, los jóvenes
sienten una añoranza indefinida que necesitan concretar en símbolos.
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