viernes, 1 de marzo de 2013

La estación tiene el encanto que el tiempo da a las cosas














La estación tiene el encanto que el tiempo da a las cosas. Fue construida en la primera década del siglo XX, con ese afán de permanencia que hoy no se pone en los edificios ni en las cosas. No le han llegado las restauraciones banales de nuestros días y ha ido adaptándose a los cambios tecnológicos sin excesivos traumatismos, al margen de intereses ajenos a la función para la que fue creada. Las imágenes de las distintas épocas coexisten, se solapan sin anularse.

José se detiene en el centro del hall. Frente a la entrada, sobre las puertas que se abren a los andenes, un panel de historiados bronces habla de posibles destinos. Los horarios son ahora cuencas vacías que ceden la información a la electrónica. Por las cristaleras, entre la opacidad de esmeril de los dibujos, se entrevén los andenes en los que su padre le enseñaba, entre humos y resoplidos, la Mikado que conducía, condensación de las potencias del universo. Conrado el fogonero, negro de carbón, humo y grasa, apostillaba con afirmaciones las explicaciones apasionadas:

-1-4-1 Cuatro ejes motrices. Eje delantero de guía. Eje trasero de apoyo. Tender separado. 2000 CV. Construida en Barcelona en 1954, por la Maquinista Terrestre y Marítima…

Datos hilvanados como piropos, mientras la mano acaricia los miembros del enorme insecto mecánico. Datos mágicos fijados para siempre en la mente infantil, suspensa entre el horror al monstruo que resopla y la admiración al padre que lo domina.

Faltan treinta minutos para la salida de su tren. Sentado en el hall observa a la gente, los repetitivos gestos de los que entran o salen arrastrando el ligero equipaje con ruedas de nuestros días. José rememora la estación de su infancia: los corros de mozos de cuerda - blusón, gorrilla, alpargatas, colilla – a la espera del próximo tren. Baúles, maletas de madera, cestas de merienda, canastos cerrados por arpilleras que dejan escapar el asombro de gallinas y pollos. Despedidas ruidosas, bienvenidas alegres, soldados, gente endomingada, curas de manteo, sudor, polvo, carbonilla, humo, estraperlo, pobreza, pana, luto. Y a la puerta, los redondos coches de línea con las bacas atestadas de equipajes y trastos, arrancando agónicos y ruidosos hacia los pueblos. Carros, caballerías y automóviles terminan de llenar la explanada, donde los vendedores pregonan sus mercancías junto a los descuideros y los que ofrecen modernos e higiénicos hospedajes… Bajo la horizontalidad de los plátanos de sombra.

En el compartimento hay tres hombres que interrumpen su charla con la entrada de José, que saluda y ocupa su asiento junto a la ventanilla. La ciudad se recorta en las últimas luces de la tarde. Va poniendo nombre a edificios y lugares que quedan atrás, como tantas cosas. Se pregunta si algo le une ya a esta ciudad en la que acaba de enterrar a su padre. Ha hecho grabar el nombre bajo el de su madre, en la lápida que los años han cubierto de líquenes. No sabe si huye o regresa. Salió de su casa con diecisiete años para estudiar la carrera, y ya solo volvió en vacaciones. Después, su mujer nunca soporto la humildad de los suegros, y los hijos tuvieron poco contacto con los abuelos paternos. Hoy, su mujer es una extraña y los hijos viven su vida dispersos por el mundo. Él ya no tiene claro cuál es su mundo. En la ventanilla no queda ciudad. El paso al campo es drástico, sin los espacios suburbanos de las grandes urbes. El paisaje mesetario se va achatando por la falta de luz. La conversación de sus compañeros de viaje es un fondo sonoro incomprensible. En un momento siente que le hablan a él, y disculpándose, hace un esfuerzo por entender. No es capaz de seguir la conversación mucho tiempo y vuelve a su ensimismamiento. Al apagarse la luz y hacerse el silencio siente alivio. Va poniendo forma al paisaje conocido, intuido en la casi completa oscuridad. Intenta dormir. Piensa en el cambio de ruido, de ritmo, que ha supuesto la supresión del golpeteo en las juntas de dilatación de los rieles. Recuerda que el traqueteo le acunaba, le facilitaba el sueño. Dormía bien en el tren. Hoy no suele dormir bien. La artrosis heredada de la madre le llena de dolores.

La entrada en un túnel le despierta. En el horizonte comienza a clarear. Ha dormido varias horas. Mira el reloj y ve que está a punto de llegar. Sus compañeros continúan dormidos. Se desentumece, baja su maleta, y sale al pasillo.

Con las primeras luces desciende del vagón y camina por el andén. Mira extrañado los familiares fustes de las marquesinas. Le parece escuchar viejos y familiares resoplidos. Entra por las puertas de vidrieras esmeriladas. El hall está vacío. A su derecha la cantina, a su izquierda las taquillas y la sala de espera, a su espalda el inoperante panel de bronce de las cuencas vacías. Cruza la estancia y sale al exterior. En el centro de la solitaria explanada, bajo las ramas de los plátanos, entre la bruma matinal, ve al minúsculo señor que vendía las manzanas bañadas de rojo caramelo a la salida del colegio. Lleva su soporte azul al hombro, con los agujereados círculos repletos de brillantes manzanitas. Alza una mano de saludo a José y prosigue su camino. A la derecha, desde el rincón en que siempre estuvo, le sonríe la anciana de los sacis y los cigarros de anís.

 Los primeros rayos de sol comienzan a colorear el mundo.

 

  

 

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