La estación tiene el encanto que el tiempo da a las cosas. Fue
construida en la primera década del siglo XX, con ese afán de permanencia que
hoy no se pone en los edificios ni en las cosas. No le han llegado las restauraciones
banales de nuestros días y ha ido adaptándose a los cambios tecnológicos sin
excesivos traumatismos, al margen de intereses ajenos a la función para la que
fue creada. Las imágenes de las distintas épocas coexisten, se solapan sin
anularse.
José se detiene en el centro del hall. Frente a la entrada,
sobre las puertas que se abren a los andenes, un panel de historiados bronces
habla de posibles destinos. Los horarios son ahora cuencas vacías que ceden la
información a la electrónica. Por las cristaleras, entre la opacidad de esmeril
de los dibujos, se entrevén los andenes en los que su padre le enseñaba, entre
humos y resoplidos, la Mikado que conducía, condensación de las potencias del
universo. Conrado el fogonero, negro de carbón, humo y grasa, apostillaba con
afirmaciones las explicaciones apasionadas:
-1-4-1 Cuatro ejes motrices. Eje delantero de guía. Eje trasero
de apoyo. Tender separado. 2000 CV. Construida en Barcelona en 1954, por la Maquinista Terrestre
y Marítima…
Datos hilvanados como piropos, mientras la mano acaricia los
miembros del enorme insecto mecánico. Datos mágicos fijados para siempre en la
mente infantil, suspensa entre el horror al monstruo que resopla y la
admiración al padre que lo domina.
Faltan treinta minutos para la salida de su tren. Sentado en el
hall observa a la gente, los repetitivos gestos de los que entran o salen
arrastrando el ligero equipaje con ruedas de nuestros días. José rememora la
estación de su infancia: los corros de mozos de cuerda - blusón, gorrilla,
alpargatas, colilla – a la espera del próximo tren. Baúles, maletas de madera,
cestas de merienda, canastos cerrados por arpilleras que dejan escapar el
asombro de gallinas y pollos. Despedidas ruidosas, bienvenidas alegres, soldados,
gente endomingada, curas de manteo, sudor, polvo, carbonilla, humo, estraperlo,
pobreza, pana, luto. Y a la puerta, los redondos coches de línea con las bacas
atestadas de equipajes y trastos, arrancando agónicos y ruidosos hacia los
pueblos. Carros, caballerías y automóviles terminan de llenar la explanada, donde
los vendedores pregonan sus mercancías junto a los descuideros y los que ofrecen
modernos e higiénicos hospedajes… Bajo la horizontalidad de los plátanos de
sombra.
En el compartimento hay tres hombres que interrumpen su charla
con la entrada de José, que saluda y ocupa su asiento junto a la ventanilla. La
ciudad se recorta en las últimas luces de la tarde. Va poniendo nombre a
edificios y lugares que quedan atrás, como tantas cosas. Se pregunta si algo le
une ya a esta ciudad en la que acaba de enterrar a su padre. Ha hecho grabar el
nombre bajo el de su madre, en la lápida que los años han cubierto de líquenes.
No sabe si huye o regresa. Salió de su casa con diecisiete años para estudiar
la carrera, y ya solo volvió en vacaciones. Después, su mujer nunca soporto la
humildad de los suegros, y los hijos tuvieron poco contacto con los abuelos
paternos. Hoy, su mujer es una extraña y los hijos viven su vida dispersos por el
mundo. Él ya no tiene claro cuál es su mundo. En la ventanilla no queda ciudad.
El paso al campo es drástico, sin los espacios suburbanos de las grandes urbes.
El paisaje mesetario se va achatando por la falta de luz.
La conversación de sus compañeros de viaje es un fondo sonoro incomprensible.
En un momento siente que le hablan a él, y disculpándose, hace un esfuerzo por
entender. No es capaz de seguir la conversación mucho tiempo y vuelve a su
ensimismamiento. Al apagarse la luz y hacerse el silencio siente alivio. Va
poniendo forma al paisaje conocido, intuido en la casi completa oscuridad.
Intenta dormir. Piensa en el cambio de ruido, de ritmo, que ha supuesto la
supresión del golpeteo en las juntas de dilatación de los rieles. Recuerda que
el traqueteo le acunaba, le facilitaba el sueño. Dormía bien en el tren. Hoy no
suele dormir bien. La artrosis heredada de la madre le llena de dolores.
La entrada en un túnel le despierta. En el horizonte comienza a
clarear. Ha dormido varias horas. Mira el reloj y ve que está a punto de
llegar. Sus compañeros continúan dormidos. Se desentumece, baja su maleta, y
sale al pasillo.
Con las primeras luces desciende del vagón y camina por el
andén. Mira extrañado los familiares fustes de las marquesinas. Le parece
escuchar viejos y familiares resoplidos. Entra por las puertas de vidrieras esmeriladas.
El hall está vacío. A su derecha la cantina, a su izquierda las taquillas y la
sala de espera, a su espalda el inoperante panel de bronce de las cuencas
vacías. Cruza la estancia y sale al exterior. En el centro de la solitaria
explanada, bajo las ramas de los plátanos, entre la bruma matinal, ve al
minúsculo señor que vendía las manzanas bañadas de rojo caramelo a la salida
del colegio. Lleva su soporte azul al hombro, con los agujereados círculos
repletos de brillantes manzanitas. Alza una mano de saludo a José y prosigue su
camino. A la derecha, desde el rincón en que siempre estuvo, le sonríe la
anciana de los sacis y los cigarros de anís.
Los primeros rayos de sol
comienzan a colorear el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario