A lo
largo del tiempo los edificios van sufriendo los cambios que el hombre
introduce para adaptarlos a sus necesidades o a los gustos del momento. Leer
esta historia de las edificaciones es una aventura apasionante que a veces es
fácil, pues las intervenciones se muestran evidentes, pero generalmente están
ocultas y su lectura precisa de sistema y oficio.
Los
profesionales de la restauración van adquiriendo con los años un cierto olfato
para leer lo oculto con más o menos inmediatez, olfato que al fin y al cabo no
es más que el procesamiento automático de lo observado. Pero siempre es necesario
un análisis pormenorizado de determinadas señales como puede ser la disposición
de los huecos, la leve fisura que delate un movimiento entre materiales
distintos o una carencia de traba, el cambio de color y naturaleza de los
morteros, el tipo de ladrillo, la calidad de la piedra o los rastros de la
herramienta utilizada en su labra, etc. La aventura está en deducir de lo
observado, sin destruir, o como mucho practicando pequeñas calas prospectivas.
Es fácil
imaginar la emoción de quien, tras la insulsa envoltura de una decoración contemporánea,
va descubriendo pasito a pasito una casa nazarí, por poner un ejemplo. Pero las
cosas no suelen ser tan claras, y la
decisión de cuál de las “épocas” encontradas debe de prevalecer en la
restauración es tarea compleja, y hay que sopesar muchos condicionantes.
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