domingo, 27 de diciembre de 2015

Colorín














E
l hombre va dejándose caer por la cuesta esquivando el sol de invierno que le ciega al colarse repentino entre hastiales y cumbreras. Cotidianidad hacia el paseo del río; inverosímiles escaparates con  guarniciones en gris triste de asilo; reconfortante dulzura de tiempo detenido. Piensa que piensa hoy como pensó ayer y lo hará mañana, si vive, que el agradable paseo por la ribera tiene el inconveniente de la posterior cuesta arriba. Los jueves sube por la calle de los chamarileros, lentamente, curioseando en la mugre de los tenduchos; rebuscando, no sabe ya que, entre cromos redibujados por la humedad y libros reescritos con la arbitraria caligrafía del comején. Antes de llegar a la plaza, antes de coronar el ascenso, el hombre se detiene en su semanal liturgia de mirar —embozado en la columna del soportal— el balcón sobre la botica; el balcón por el que siguen asomando esos ojos tras la mano que ladea el visillo por un momento, y lo deja caer despacio, como siempre ha sido. Y tras esa tristeza cotidiana y añeja sin apenas ya filo que hiera, el hombre se llega a la plaza donde el bullicio del mercadeo avienta congojas. Es momento de volver la vista hacia la vega esplendida, cuando las últimas luces contrastan volúmenes y difuminan colores en los márgenes serpenteantes del hilo de plata que se pierde en la bruma encendida.

Los años han ido desarticulando ángulos y planos, suavizando rigideces, matizando e igualando tonos hasta conseguir un barrio hermoso. De la penumbra con olor a puerro del portal arrancan los peldaños labrados por los pies de generaciones. Tras los cristales del chiscón los ojos de búho de la portera y sus buenas tardes. El hombre sube despacio, deteniéndose en los descansillos con ventanas a un patio de sábana y geranio que emana músicas, risas, olores y vida. Cada día le cuestan más los tres pisos. No fue posible el acuerdo entre los pocos y poco pudientes vecinos para instalar el ascensor por el patio. Y todos arrastran su vejez escaleras arriba, a la espera del último descenso.

El hombre agradece el sillón y los cojines que ha ido acomodando a sus distintos dolores. Revisa los papeles rescatados ese día del polvo y el olvido. Anota en su ordenador, archiva en carpetas que nunca volverá a abrir y piensa, como cada día, en lo absurdo de su manía de guardar y clasificar lo que a nadie interesa. Los barcos sí; los barcos puede que sean rescatados por uno de sus lejanos sobrinos, al que siempre han parecido interesar. No ha querido regalárselos en vida para mantener la esperanza de la posible visita. Hace años que dejó de hacer barcos. Perdió el interés. Quizás dejaron de ser símbolos de aventuras que nunca llegaron, excesivas a su ánimo. Sus manos tampoco son ya las que eran para ir adaptando a las cuadernas las tablitas que formaban los cascos de sus amados clippers, de los que tanto llegó a saber. Él, que apenas ha visto el mar. Su casa es intrincado bosque de arboladuras: palos, vergas, jarcias y velas de gráciles barquitos que disputan con libros y papeles su sitio en los muebles o cuelgan del techo como exvotos marineros.

El hombre vive aquí desde hace casi medio siglo; desde que abandonó el viejo hogar familiar tras la muerte de sus padres. Aquella casa que los vecinos procuraban evitar o frente a la que apretaban el paso. Aquella casa a la que llegó el sufrimiento en los primeros años cuarenta del siglo XIX, con aquel inglés de pelo rojo que trajo las alforjas de su mula llenas de biblias; y se quedó; y dejó genes y creencias en la tatarabuela.

La mujer recorre los soportales de la plaza respondiendo al saludo de antiguas alumnas que ya son abuelas. Viene de su diaria visita a la biblioteca municipal, donde entretiene sus tardes en la catalogación de un legado documental. Las mañanas son de iglesia, compras y atención a la casa. Esa casa en la que nació y ha vivido siempre, sobre la botica del padre y el abuelo, ahora arrendada, al haberse negado ella a estudiar Farmacia, quizás la máxima rebelión de su vida. Sus recuerdos de infancia siempre están adobados con el olor químico de la botica y el del tabaco de las tertulias en la rebotica. La mujer mira el reloj y apura el paso, no quiere llegar tarde.

Le llamaban Colorín, todos en la botica le llamaban Colorín. La mujer sabe que su padre le tenía trabajando como alarde de esa liberalidad de la que él y sus contertulios presumían. Para la madre y para la vecindad era sencillamente un escándalo. Pero, a pesar de todo, Colorín llegó a hacerse imprescindible; a pesar de la madre y las lenguas de las vecinas Colorín llegó a hacerse imprescindible. Nadie como él sabía preparar las fórmulas magistrales del boticario.

Desde siempre había sido una familia señalada; pero fue en la guerra civil y en la posguerra cuando los odios contra ellos se desataron. Falangistas y Guardia Civil, azuzados por aquel brutal párroco, llevaron la crueldad a extremos. La mujer recuerda historias que de niña escuchó en los temerosos cuchicheos de los adultos; como aquella sobre la madre de Colorín, que tras ser  interrogada en el cuartelillo sobre el paradero de padre y marido, debilitada por la purga de aceite de ricino, con la cabeza rapada, llega renqueante a su casa y la encuentra pintarrajeada con letreros alusivos a la virginidad de María.

La mujer recuerda los juegos de miradas cómplices que fueron después furtivo intercambio de papelitos con amorosos ripios, y un día fueron tímido beso sorprendido por la madre. Recuerda como se vivió la familiar vergüenza. Recuerda la sistemática, larga, cruel venganza de la madre con aquella familia de la casa señalada.

La mujer sube las escaleras. Ya no hay olores químicos en la moderna farmacia, ni tertulias de rebotica. Será ya hora. Mueve el visillo del balcón y allí está, semitapado por la columna del soportal. En su cabeza blanca apenas quedan rastros del rojo de la juventud, pero su cara mantiene las pecas heredadas de aquel lejano abuelo inglés que llegó con sus biblias. Colorín es el último de los protestantes, y la vieja casa es ya una ruina que solo tiene significado para los más viejos. La mujer deja caer el visillo despacio, como siempre ha sido.   
     


sábado, 12 de diciembre de 2015

Del ayer al hoy


















H
ace año y medio un servidor, en estas páginas, se declaraba observador, hasta esperanzado observador quizás, del fenómeno Podemos como fruto significado del estallido de indignación juvenil que fue el 15- M. Y anoche, venciendo la desesperanza del ayer al hoy, servidor se encaminó al mitin que esta organización política daba en este Torrelodones; tierra, por otra parte, poco apta para estos cultivos.
Y allí,  un señor, diplomático de carrera él, según nos dijo a los numerosos expectantes – unos quince entre militancia y antiguos esperanzados observantes  –  nos abrió los ojos a la siempre oculta sabiduría. Nos abrió los ojos a esa única realidad sociopolítica anterior a la crisis: el PSOE. Crisis que fue para él luz y conversión. (Un jodío compañero de silla, seguro que malpensado y maldiciente, murmuró algo sobre posibles cesantías). Allí era imposible ser muchos, pero algunos nos sentimos anonadados por nuestra larga permanencia en ese no ser sociopolítico exterior al PSOE, en ese error en que habíamos estado durante años. Servidor hizo memoria y se dio cuenta de que se consideraba curado de PSOE desde el año 1986, sin crisis que le abriese a la luz, a palo seco, y así no se puede.
También nos habló un pulcro y académico economista socialdemócrata, moderado, diría yo. Un educado y agradable socialista con los deberes bien hechos y aprendidos al que nada tendría que objetar, como no fuese que servidor no entendía que hacía allí ese señor, hasta que servidor se dio cuenta de quién era el que no hacía nada allí, pues el pulcro técnico era corredactor del programa económico de Podemos.
Una simpática y joven concejala de Galapagar nos contó, con gracia y desparpajo, su aventura en el 15M, su desembarco en Podemos, sus encierros y militancia hasta desembocar en la concejalía. Su relato de la lucha contra la derecha mayoritaria y caciquil, sus problemas con el procedimiento administrativo, su pequeño gran logro de paralizar el presupuesto del PP, puso frescura y autenticidad a la noche. Los señores que la flanqueaban por izquierda y derecha representaban otro asunto, todo lo digno que se quiera, pero que a mí me importa un carajo. A ella, al menos, la supongo perpleja.



        



domingo, 29 de noviembre de 2015

Horror y grandeur










E
sta vez ha sido en Francia. Los fanáticos han vuelto a matar y a matarse en el nombre de Dios. Qué difícil asunto. Qué viejo y difícil asunto este de los poseedores de la verdad revelada. Qué difícil cuando, además, esto se mezcla con petróleo y dinero; en estos nuevos escenarios de drones y guerras a distancia, donde se destruyen países sin mancharse las botas ni las manos.  
Y el presidente Hollande ha resurgido del gris, se ha subido a la grandeur y ha puesto a los enfants de la Patrie en busca del jour de gloire, tocando a rebato por todo el mundo en reclamo de aliados en la venganza de la Francia herida. Y Sarkozi se reconcome, y la Le Pen se tira de los pelos, ¡qué injusta es la vida!: un sociata con aspecto de pingüino aburrido les arrebata el papel con el que han soñado toda su vida, el que les corresponde a ellos en el orden natural de las cosas.
La eficacia del nacionalismo francés es de sobra conocida. No es Hollande llamando a rebato, ni la Marsellesa tonando lo que me estraga. Lo que me satura y me aburre son esos políticos, periodistas y tertulianos españoles que, enaltecidos y arrobados por la grandeur gala, lloran la desventura de nuestra endémica cojera patriótica; lloran el recelo hispano para unirse bajo la bandera y la Marcha Real. A estos llorosos habría que recordarles que aquí la patria y la bandera siempre han tenido amos. No hay más que oírlos. Entre la generación que ahora llega a dirigir la colectividad están los hijos de los que lograron reinventarse, entre otros conceptos, el de patria; superando lo que se decía en aquella cosa que llamaban “Formación del Espíritu Nacional.” Solo en estos hijos puede estar nuestra esperanza.
No sé a cuántos franceses la letra de la Marsellesa les sonará adecuada a la situación; espero que no a muchos. Creo, quiero creer, que una mayoría piensa que hay matices que la grandeur debe considerar en este asunto. La sangre impura para abrevar sus surcos, ahora, es de “ciudadanos” con pasaporte francés, nacidos y educados en La France. Algo se habrá hecho mal. Creo, quiero creer que Francia sigue siendo un país de libertad, el país de la libertad en el que tantos europeos hemos creído; a pesar de nuestra historia común, tan trastabillada, con tanto recoveco lleno de viejas cuentas.
Se me hace difícil creer en la utilidad de responder al horror con el horror. Puede que lo que esos llorosos hispanos han dado en llamar “el buenismo de la izquierda” no sea suficiente, puede. Pero la única evidencia es el fracaso de los métodos utilizados hasta el momento en la lucha contra el integrismo islámico. Lo que sí conocemos es el precio de aquella aventura del esperpéntico Aznar. Lo que sí conocemos son las consecuencias de que los poderosos se repartiesen el mundo tras las Grandes Guerras.



  

lunes, 23 de noviembre de 2015

El Valle de Santa María








Iglesia de Santo Tomás, en Pobladura del Valle.
Este cuadro fue pintado por Cecilia Juárez,en agosto de 1948, desde un balcón de la casa de Ángel Castellanos, en la plaza de Pobladura.






   



E
l leonés Valle de Santa María es cauce de un pequeño arroyo: el hoy llamado Reguero, que en documentos del siglo XII es denominado como Merdaveldo y Merdivel, que discurre de norte a sur en busca de su desembocadura en el Órbigo. Antes era arroyo tan solo en invierno, pues los estiajes lo hacían rosario de charcas raneras. Hoy mantiene caudal continuo con las aguas sobrantes de irrigar el Páramo, procedentes de las embalsadas en las tierras de Luna. En sus márgenes se fueron asentando poblaciones y monasterios con la consolidación de fronteras en la Reconquista. Audanzas, San Adrián, Pobladura, La Torre, Paladinos, San Román, son pueblos con un apellido común: del Valle, ensartados por el arroyo que se entrega al Órbigo aguas abajo, en Villabrázaro, y distribuidos - desde la decimonónica división provincial - entre la propia León y la leonesa Zamora. La advocación a Santa María es remota; Augusto Quintana Prieto nos habla de un documento del año 957 en que ya se denomina al Valle con este nombre. Poblamientos mencionados en la Edad Media, como Gallegos, Villaobispo y Perales, hoy solo son anotaciones documentales para los estudiosos.

 Los rojos y ocres de la tierra dan color a las recias construcciones de tapias que ascienden en esviaje hasta los potentes aleros, lo que les da su característico aspecto troncopiramidal. En las iglesias resaltan los toscos campanarios de lajas cuarcíticas que se alzan a sus pies.

Del santuario de Nuestra Señora, en San Román del Valle, parece haber noticias desde el siglo XIV; y desde principios del XV se documenta la presencia de los Terciarios Franciscanos, a los que se deben - con el apoyo de los Pimentel - las construcciones barrocas labradas en la difícil cuarcita que hoy son tan solo vergonzosas y lamentables ruinas. El convento se abandonó en 1863 con la desamortización; y el peligro de colapso obligó al abandono de la iglesia en los años sesenta del siglo pasado. La Administración del Estado y el Obispado de Astorga han competido, en nuestros días, por lograr el comportamiento más ruin en la consecución de esta ruina y su despojo.

La erudición de mi pariente D. Augusto Quintana Prieto, natural de Audanzas, en su libro “Monasterios bañezanos,” nos da abundante información sobre el importante monasterio de San Adrián del Valle. D. Augusto señala su fundación “no poco antes del año 900.” Fueron sus patronos San Adrián y Santa Natalia. Su final no debió de sobrepasar los últimos años del siglo XII o los primeros del XIII, coincidiendo con el final de la mayor parte de los monasterios astorganos. También tenemos noticia documental, del siglo XI, del Monasterio de Santo Tomás, que D. Augusto quiere situar en su pueblo natal, en el lugar denominado El Olmarón.  
Hoy, el Valle de Santa María languidece, no quiero hablar de agonías. Sus construcciones, o bien regresan con toda la humildad que les es propia a la tierra con la que fueron creadas, o bien son enmascaradas con materiales y colores modernos, importados por los veraneantes urbanitas descendientes de sus constructores. Las substituciones suelen ser lamentables; incumpliendo sistemáticamente la poca normativa urbanística aplicable, surgen incomprensibles chalets.

Esta fue tierra de labriegos, curas y maestros. Y vivos quedan los últimos, quizás, de aquella ancestral división de funciones, nacida de la necesidad de no repartir los escuetos patrimonios; dejando la labranza a los primogénitos y procurando otros medios de vida al resto de los hijos.

Ignacio Morán Rubio nació en 1956 en San Román del Valle, y es maestro en Telde, Gran Canaria. Es hombre de cultura que conoce y ama su tierra natal, y de este amor y conocimiento ha nacido una recreación de ella en el siglo XVIII en su novela El Valle de Santa María, que recibió el premio Villa del Libro 2013. En ella retrata a un racionalista médico de Pobladura del Valle, a un honrado párroco de San Román adelantado a su tiempo, y un Convento de Nuestra Señora sacudido por las ideas ilustradas; donde, por cierto, sitúa a Motolinía, ignoro si con fundamento o solo como licencia.  Este es libro de lectura recomendable para las gentes de la comarca.

Hoy en día se atisban esfuerzos de los comarcanos por reverdecer ritos sociales y religiosos, celebrando en el mes de mayo la romería de la Virgen del Valle. Es de agradecer todo impulso de vida a tan decaídas tierras. Bueno sería también algo de amor y respeto por las arquitecturas tradicionales que tan bien sirvieron a padres y abuelos; pero este es asunto en que me desfondé de joven y apenas me queda aliento.


   







jueves, 19 de noviembre de 2015

Duele Cataluña






La delicadeza del gótico catalán de Sta. María della Catena, en Palermo, se me antoja contrapunto a la brutalidad de tantos políticos catalanes del momento.









A
pesar de todos los pesares, seguiré amando la cultura catalana. Ante sus frutos no necesitaré esforzarme, los disfrutaré como siempre lo he hecho. La amaré a pesar de esos políticos empeñados en la diaria ofensa a los no catalanes. Lo que no podré  es volver a poner el entusiasmo que puse con muchos, muchos de mi generación, en la defensa de lo catalán durante el franquismo y la transición. Nos han dejado sin energías.
Cuesta admitir la xenofobia catalana - en la que el paradigma cómico podría ser la ínclita señora Ferrusola - es algo que tradicionalmente hemos conllevado como un problema de familia, pero harta el burdo empeño actual en defender la diferencia como valor. La diferencia es patrimonio de cualquiera; de los cretinos, por poner un ejemplo.
Los “catalanistas” no quieren a los que siempre quisimos lo catalán. Ahora utilizan a esos neo-conversos a la xenofobia excluyente logrados, entre el paisanaje charnego, por la prensa del Sr. Conde de Godó. Pero ese paisanaje no tardará en darse cuenta de su enorme error.  
No he robado nada a los catalanes. No les debo nada que no sea el disfrute de su cultura. Ellos a mí, si acaso, me deben el entusiasmo puesto en la defensa de su realidad cultural e histórica. Pero no siento ninguna necesidad de hacer cuentas.
Me cuesta entender a esos exóticos movimientos de la izquierda catalana en los que la independencia es el valor fundamental. No son izquierda, son la misma derechona a la que se alían para lograr objetivos impropios de partidos que deberían tener un sentido más universal.
Nos depare lo que nos depare el futuro, el mal está hecho. La herida social tardará mucho en cicatrizar. El sentimiento solo puede ser de tristeza.
Por el momento, no me apetece volver a Cataluña. Tendré lo catalán en las obras de tiempos mejores, pero no me apetece volver. El tiempo dirá. Tampoco quiero compartir el conocido axioma del “problema irresoluble,” aunque tantos se empeñen en validarlo.



    










sábado, 24 de octubre de 2015

Nuestros viejos















Los padres podrán desheredar a los hijos por maltrato psicológico. Esta sentencia del Supremo, del pasado mes de agosto, ha tenido importante repercusión en la gente, y sobre todo entre los profesionales del derecho que, en su trabajo diario, se encuentran con una legislación decimonónica inadaptable a la situación actual. Las personas respondemos ante esta decisión de los jueces porque nos pone ante una tremenda faceta de nuestra realidad social; una faceta más o menos conocida o intuida, pero que mantenemos larvada, oculta por incómoda, hasta que nos estalla cerca y nos salpica toda su sordidez: el maltrato a los viejos.
La lenta desaparición de la familia tradicional ha ido relegando a los ancianos, haciendo difícil o imposible su cuidado, en caso de dependencia, en los núcleos familiares, ahora tan reducidos. (Supongo pasajera la situación actual, en que la crisis económica ha hecho depender a muchos jóvenes de las pensiones de sus padres o abuelos, volviendo a poner en valor sus caducas personas). Creo que la sociedad es consciente de este problema, de esta asignatura pendiente: redefinir el papel de los ancianos, dependientes o no, en nuestra organización social.
Pero al margen de este tan importante asunto por resolver, por lo que indudablemente nos desazona la noticia es porque nos enfrenta a cuestiones no coyunturales, sino connaturales a nuestra más elemental condición, como el egoísmo y la crueldad. Todos asistimos “horrorizados” a la consuetudinaria ración de barbaridad humana que nos suministran los medios de comunicación: guerras, deportaciones, hambrunas, degollamientos, niños ahogados…; mientras permanecemos impasibles a la realidad de tantos de nuestros viejos, almacenados en residencias para poder ser despojados de sus bienes y dignidad  por sus amantes familiares, con demasiada frecuencia dados al golpe de pecho y al padrenuestro. Residencias en las que, tengo para mí, la idiotez suele ser método para la supervivencia a que nos obliga el instinto.
Y es solo, repito, cuando nos toca de cerca, cuando sentimos hasta donde puede llegar la miseria humana.


 


       






martes, 6 de octubre de 2015

Pregón en gris










E
l Ya de hoooy, el Arriba, el Marca de hoooy, el Ya… Los que sabemos poner la música a este viejo pregón ya no somos unos niños. Hemos vivido la película en blanco y negro en que esa cantinela se oía a la salida del metro de la miseria, los vagones rojos, las apreturas y los malos olores. Hace mucho que no se oye ese viejo pregón. Hace ya 36 años que dejó de publicarse el diario en que Jakim Boor escribió sus histerias sobre masones, comunistas y judíos. Y hace veintisiete que la Conferencia Episcopal vendió el periódico de Herrera Oria. Pero ninguna de estas dos publicaciones era ya lo que había sido.
Poco tenemos que añorar de aquel mundo gris los que entonces viajábamos en metro, como no sea la juventud y el afán puesto por muchos en dar otro color a nuestra vida.
Han cambiado las cosas, qué duda cabe. Ha cambiado nuestro medio. A pesar de todos los pesares, que no son pocos, a pesar de los efluvios de la bacinilla que destapó la crisis. Bacinilla que era y es nuestro medio, aunque no viéramos o no quisiéramos ver lo evidente. Han sido unos años en los que las migajas que caían bastaron para tapar bocas. Ya no es la situación. La damnificada juventud, lo mejor de ella como siempre, intenta hacerse oír al margen de los adormecidos partidos políticos, de los obsoletos sindicatos y de las caducas organizaciones sociales al uso. Hablan de un cambio en la meta y en el rumbo. Y esa voz, naturalmente, molesta a los de siempre, se vistan de lo que se vistan. Y entre los molestos grita, como no, la descendencia socio-ideológica de Boor, que ahí está y ha estado de continuo, como fermento, en la bacinilla.
Algo está pasando en Europa, algo preocupante pues tiene toda la apariencia de un regreso a puntos de partida. Millones de europeos ven con asombro el prosperar de organizaciones políticas con ideologías que consideraban superadas tras el horror de la Segunda Guerra. Lo ven con el mismo pasmo que les causa la reacción de algunos gobiernos frente a las masas que acuden a la protección de la vieja Europa, huyendo de la guerra o la miseria.
Hace unos días, en un encuentro de café, me presentan a una persona. Es un sueco residente en España, en la cincuentena, de gran estatura, aspecto atlético y rubio como la cerveza, que decía la copla de los años grises. En pocos minutos de charla sé que es un hombre de formación luterana y de reciente conversión a un catolicismo radical y militante. Le preocupa sobremanera que Europa no ponga los mecanismos necesarios para defenderse de la invasión de estos nuevos bárbaros, que llegan para destruir una civilización y un bienestar que ellos no han sabido crear en sus lugares de origen. Le preocupan esos europeos, debilitados por ideologías corruptas, que no son capaces de hacer frente al peligro que esta invasión supone para nuestra civilización. Servidor balbucea algún intento de razonamiento pero enseguida desiste. No es fácil con este nuevo Recaredo.
Algo está pasando en Europa. Sí. Pero el problema no nos llega de fuera. Está en casa. Deberíamos conocerlo. Lleva mucho tiempo con nosotros.
No Jakim Boor, no. El peligro no eran los exóticos y píos masones, ni los comunistas. Ustedes sí, ustedes continúan siendo un peligro.
No veo camino que no sea poner la esperanza en esa voz de los jóvenes, y en la de los viejos valientes que se unen al coro. Uno no tiene  ya cuerpo para el blanco y negro del pregón, las prietas filas o las disciplinas de los Propagandistas.




           

lunes, 17 de agosto de 2015

El camino entre Valdurceda y San Andrés








E
l camino entre Valdurceda y San Andrés— el que permanece en la memoria de la infancia que reverdece la vejez—seguía el curso del Yebro, esa columna que une las vértebras, más o menos dislocadas, de los pueblos que nacieron en su valle. Al menos una vez durante las vacaciones del verano, el niño paseaba con su abuelo estos tres o cuatro kilómetros para visitar a unos parientes en San Andrés; visita que redundaba en un seguro entripado por el chorizo picante de la merienda. Al dejar el caserío de Valdurceda se llegaba enseguida a las eras, espacio mágico para el niño urbano, circo romano de fabulosas carreras de bigas. Después venía la sucesión de charcas que era el arroyo en estiaje. Tras los juncos y las cañas cesaba el croar al acercarse, y en las aguas verdes: insectos remadores, patinadores, mil larvas de feroz aspecto, ranas, sapos, libélulas… Soberbio espectáculo. —Buenas tardes—Buenas nos las dé Dios— El labriego va jinete en la grupa de un borriquillo cano de trote sincopado; al hombro la pala, guía del agua que los cangilones verterán en los surcos. Caña, cuerda y trapo rojo, el ranero va llenando su cesta con esas ancas pálidas, con un cierto aspecto de resto humano que el niño será incapaz de comer. Al llegar a San Andrés, las mismas construcciones de Valdurceda: sólidos troncos de pirámide rematados por aleros de tablas y toscos canes, con las cabezas de las vigas de aire asomando entre ellos. Color de tierra en las tapias y rojo de almagra en las puertas carretales enmarcadas por las potentes enteras. Y el sol de la tarde refulgiendo en la paja del trullado.
Sesenta años después el niño intenta llegarse paseando a San Andrés. Ya no existe el camino. No es necesario. Nadie camina entre los dos pueblos. El Yebro ya no se hace charcas en el verano; tiene un continuo y abundante caudal con las aguas que le aportan los excedentes de regar el Páramo. Las huertas son ahora plantaciones de árboles precoces. Ya no hay eras que despierten fantasías en niños urbanos; quedan pocos niños en estos pueblos, y entre estos pocos— usuarios del smartphone y la tablet— no es fácil despertar fantasías, no parecen tener interés por visitar en directo a los habitantes de las charcas. Para llegar a San Andrés es necesario el coche y la carretera.
El cementerio campesino, cazurro y cicatero, no da mucha información. Los restos anteriores a la segunda mitad del siglo XX han sido destinados a esperar la resurrección en el confuso amasijo del osario común, y sus señales conducidas al montón de chatarra de las cruces de hierro o al de cascotes de las lápidas rotas. Con suerte, el libro de registro parroquial habrá resistido a la humedad y la desidia.  Hay una tumba con flores recientes, sin lápida, fresco el lomo de tierra. – Lo enterramos ayer, noventa y ocho años de trabajo y honradez. En realidad lo mataron en 1936, pero mal, como todo lo que hacían unos bárbaros caídospordiosyporespaña cuyos nombres aún pueden verse entre los ¡presentes!, en esa lápida medio borrada en los muros de la iglesia de su pueblo de usted, en Valdurceda. Lo dejaron tirado a la salida del pueblo, dándole por muerto. La madre lo cargó en brazos hasta la casa y un médico, familiar de usted por cierto, lo curó en secreto hasta que el muchacho pudo escapar del pueblo. Enterraron un ataúd sin cadáver y callaron, como tantos. Los matadores, después, también murieron a hierro en algún lugar de España, en esa guerra que desataron y mantuvieron hasta la muerte del dictador. — Le habla un anciano que, nada más verle, ha sabido decirle el nombre de su familia.
El niño anciano regresa a Valdurceda con las últimas luces. Tiene una cierta sensación de pertenencia a la aventura humana que iniciaron aquellos pobladores mozárabes que se asentaron junto al Yebro. 

  






  


  

sábado, 23 de mayo de 2015

El último viaje










Hospital de la Piedad. Benavente








La ventana de su cuarto de trabajo se asoma a una calle con dos hileras de árboles de troncos enormes y raíces superficiales que ondulan el pavimento. En verano se forma una bóveda verde y umbría y en invierno las ramas se dibujan serpenteantes y nudosas sobre el cielo gris. A ambos lados se suceden los edificios de las residencias de profesores y alumnos y al final la calle se abre al espacio verde que precede a las Facultades. Hace veinte años que Elías escribe junto a esa ventana; veinte años urdiendo en prosas y versos la nostalgia de exilado de su mundo, aunque no sepa ya cual es su mundo; veinte años quejándose de la poca vida que se ve vibrar al otro lado de los cristales, tan poca como en las cinco universidades en que trabajó durante los otros veinte años anteriores a estos. Pero entonces tenía la alegría de su mujer, que le movía a cambiar de sitio, aceptar mejores contratos, publicar y participar en la vida académica. Cuarenta años dedicados por Elías a tratar de comunicar a pasmados  jovencitos yanquis su pasión por gente tan exótica como el Arcipreste de Hita, Jorge Manrique o San Juan de la Cruz. Cuarenta años vividos en provisionalidad, en una perenne víspera de mudanza a no se sabe dónde. Y así le ha sobrevenido el anuncio de su jubilación.
Ha sido una mañana de discursos, loas floridas, medallas, pergaminos y gaudeamus que Elías no ha sentido como fin ni como inicio de nada, tan solo como parte de su temporalidad. Durante una semana ha estado metiendo libros y papeles en cajas en las que ha puesto, de forma casi automática, una dirección apenas meditada, la misma que ha puesto en la maleta que lleva veinte años en el hall. Tiempo en el que no ha podido apartar de su cabeza el recuerdo de aquel día, en aquel viaje que cambió su vida.
 Elías cree que ya solo queda coger ese barco, camino del principio.

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En mayo de 1887 Tirso Criado, arriero de Tabladillo, afincado en Santa Colomba de Somoza, inicia el que ha decidido que sea su último viaje con la recua. Su habilidad y sus muchos años de trajín entre Vigo y Madrid le han hecho relativamente rico. Supo darse cuenta a tiempo del significado del ferrocarril y hoy ya tiene en marcha una organización para el trasporte en tren de pescado fresco y su almacenaje y distribución en Madrid. Su hijo mayor, Lorenzo, dirige el tinglado en la capital. El segundo, León, lo hace en Galicia. Desde la muerte de la esposa su hija Irene se ocupa de la casa de Santa Colomba y de la ya precaria hacienda del pueblo, que fundamentalmente ha consistido en la cría de los mejores machos de la región, unos soberbios animales obtenidos de yeguas francesas y asnos zamoranos, capaces de hacer cuarenta kilómetros diarios con ciento ochenta kilos sobre las albardas durante ocho o nueve meses al año. Tirso tuvo el capricho de que su hijo pequeño, Elías, estudiase. Le llevó a Astorga y le puso al cuidado y pupilaje de un canónigo al que ha tenido bien pagado y regalado. El padre ha decidido que le acompañe en este su último viaje con la recua hasta Benavente, y que después prosiga viaje a Madrid con otros arrieros. Su idea es que se vaya preparando para hacerse cargo de la parte administrativa y contable del negocio.





Hace tiempo que Tirso no tiene necesidad de hacer este trabajo, pero los muchos años de caminar le hacen difícil el permanecer todo el año en la casa cuidado por la hija, y echa de menos los avatares de la ruta y los trapicheos del trajín. Tirso ya no se llega a Madrid; sube a Galicia, carga congrio cecial, bacalao, sardina salada de los catalanes, escabeche de besugo y algún barril de ostras, y baja hasta La Bañeza, sigue por la orilla derecha del Órbigo, lo cruza en la barca de Pobladura y termina su viaje en Benavente; vendiendo su producto a antiguos clientes en esta zona aún no servida por el ferrocarril. Al regreso, carga a sus machos con aceite y pimentón de La Vera que le lleva a Benavente un paisano que sube de Extremadura. Productos que Tirso transportará para los socios gallegos que elaboran los escabeches.

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La venta de la Vizana está situada junto al viejo trazado de la cañada que bajaba de Babia y junto al puente por el que el ganado cruzaba el Órbigo, y que fue volado en 1808 por las tropas inglesas perseguidas por Napoleón. Las barbaridades de estos dos ejércitos en los pueblos de la zona aún se cuentan en los filandones locales.
La larga línea de la recua de Tirso se estira tras la esquila del delantero, y llega a la venta por el camino de Alija mediada la tarde. Son doce machos y los de silla, cargados con los fardos de cecial, de bacalao, los toneles de los escabeches y los barriles de sardinas. Ya ha dejado mucha mercancía en La Bañeza y los pueblos de la vega del Órbigo, por lo que los animales van más descargados. Entra la hilera en el patio y comienza la labor de descargar, estibar la mercancía en los cobertizos, observar y curar rozaduras en las bestias, inspeccionar herraduras, disponer agua y pienso… Tres muleros, dos somozanos y un gallego, sirven a Tirso en su recua. Trabajan con eficacia bajo las órdenes y la atenta mirada del maragato, que, parco en palabras, manda más con gestos. El padre mantiene a Elías al margen de estos trabajos; su formación es para otros menesteres.
Los hombres comen tocino; lo sujetan con el pulgar sobre la rebanada de pan y van cortando trozos con la navaja. Esperan las sopas que cuecen en la trébede, al rescoldo del sarmiento. La cocina tiene impregnados los olores del hollín y del sebo; los hombres aportan el propio del sudor rancio unido al que se les pega de las bestias, del pescado seco, del vinagre de los escabeches, de la grasa y el cuero de los arreos. La náusea impide a Elías comer. El muchacho recuerda cómo su madre y su hermana sabían crear una frontera entre los olores de las cuadras y los almacenes con la casa, en la que se respiraba la limpieza del membrillo y el espliego de los armarios,  la cera de los muebles, la tierra regada antes de barrer, o  los estimulantes vapores del cocido del mediodía.
—Tronchaenteras anda amagado por Carpurias. Ha asaltado a varios viajeros de buena bolsa en los últimos días. Vayan ustedes con ojo. — Avisa el ventero. Un afilador orensano corrobora la información. Tirso cruza una mirada con otros dos maragatos presentes y los tres salen al patio.
Con los primeros atisbos del alba los machos están cargados y la recua sale en dirección a Coomonte. Tirso tiene la intención de pasar por varios pueblos en que tiene clientes, y no quiere llegar tarde a Benavente.
La experiencia de los arrieros ha previsto el sitio donde salta el grito: — ¡Alto! — Como la recua sigue caminando el bandolero dispara al bulto falso sobre el primer macho de silla. Los animales, espantados, inician un alborotado galope. Un silbido, a espaldas de Tronchaenteras, para en seco al macho de punta, que detiene a la recua. El bandolero, al girarse, se encuentra con los cañones de la escopeta de Tirso; el amago con el arma provoca el disparo que le destroza la cabeza. En la caída del cadáver el arma golpea en el suelo y se dispara, alcanzando al maragato en el vientre. El resto de los asaltantes son abatidos por los muleros y los otros arrieros, que esperaban emboscados.
Tres días después Tirso muere en el Hospital de la Piedad, en Benavente. Los médicos no han podido controlar la septicemia.

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El carácter, y quizás la formación, han hecho a Elías incompatible con sus hermanos. Le es difícil admitir lo que ellos llaman  "el sentido práctico que exige el negocio"; y que al muchacho le parece una  laxitud ética que en su padre podía justificar por la enorme dureza de su vida, pero no en sus hermanos. Elías trabaja para Lorenzo como un simple empleado, sin involucrarse en responsabilidades que no es capaz de asumir. Estudia en la facultad de letras y en el mundo académico centra su vida. En 1893 termina la carrera, pero continúa en la facultad como profesor, desvinculándose laboralmente de los hermanos, a los que cede el negocio a cambio de la propiedad de la casa de Santa Colomba.
En 1894 conoce a la que será su mujer, una joven estadounidense que trabaja en la embajada de su país en Madrid; ese mismo año marcha con ella a los Estados Unidos.

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Elías está sentado en la solana de su casa de Santa Colomba, donde al andar por los pasillos siente el roce y el frufrú de las sayas de su madre. La casa sigue alzándose orgullosa entre las inmediatas cubiertas de cuelmo de las chozas de los labradores somozanos. La arriería ya no existe, pero las casas maragatas han seguido recibiendo el dinero de los comerciantes de Madrid o Galicia. Es el mes de mayo de 1934, la situación social de España es límite, pero Elías se siente sosegado entre las flores con que su hermana llena la solana. Por primera vez en su vida ha guardado la maleta.








jueves, 2 de abril de 2015

Jesús, amigo, tabernero sabio











  





Llevaba un tiempo luchando con esa enfermedad que le asaltó como suelen hacerlo todas: a deshora y a desmano. Y hace unos días, tomando un chato en el Alabardero, Valle me lo dijo: <<se ha muerto Jesús>>. Silencio. Después, la reunión fue creciendo; llegaron Juan Manuel y Lorenzo; y Felipe y Pepe y Juanma; y llegó Daniel, mi querido Daniel, le di un abrazo, se jubila, no podía ir el lunes a su copa; y llegó Roberto y hasta apareció Luis Barros con su mujer, viejecito de bastón, pero casi recién casado. Corrió el vino y las tapas y la risa, como siempre; y hasta entreveramos alguna de las coplas gallegas del barítono Luis:


Ó pasar por Camariñas, por Camariñas, cantando.

As nenas de Camariñas quedan no río, lavando.


Libraba ese día Fernando, el intelectual habanero; y, tras la barra, un muchachote ferrolano choraba su máis ben feitiña terra, y nos ponía vino. Y nosotros quedamos entre las risas y la ausencia.

Creo que el Oriente se me ha quedado un poco a trasmano. Sin la sabia liturgia tabernaria de Jesús parece que al café le crecen los cortinones, las escayolas y los dorados. Servidor, y a los que servidor se arrima, somos de poco oropel, más bien somos de taberna coplera y mandil a rayas verdinegras. En una de estas conocí a Jesús, en la desaparecida Casa Ricardo, en Ópera, junto a la escalinata. Hace un buen cesto de años. Allí me comí unos cuantos platos de alubias con mi maestro Miguel Sanclemente, él me enseñó alguno de los primeros rudimentos del oficio, con su buen hacer y su lenguaje de viejo albañil madrileño: habrá pisao uste jabón… Con dieciséis añitos comencé a trabajar a su lado; a esa edad se aprende mucho.

Estoy entrando en unos años en los que la nostalgia es un peligro acechante. Se acumulan pasados y se acortan porvenires. Jesús, tabernero viejo y avisado, te prometo no mentar dolores en los próximos cien años, y poner tu recuerdo en cada chato que me eche al coleto. Amén, amigo.












sábado, 14 de marzo de 2015

Mañana de lumbago











N
o suelo tener, creo, excesivas pretensiones de objetividad, y menos las tendré en una mañana como la de hoy en la que veo el mundo en el color filtrado por el lumbago que me atenaza – aquí sí vale lo de atenaza – y que me hace temer hasta del movimiento de darle a la tecla. Es decir, que mis impresiones sobre la realidad a la que hoy me asome estarán sin duda condicionadas por la compresión de mis terminaciones nerviosas, ahí, por esa zona donde la espalda comienza a dejarse el nombre. Vamos, que quizás no tenga un día de opiniones ecuánimes, ni me incline hacia interpretaciones ligeras o festivas. Aviso.
 El caso es que he comenzado la mañana leyendo una reflexión de Jorge Riechmann, hombre de inusual formación multidisciplinar:


  Dar por perdida la biosfera y el ser humano, y proponer la salvación a través de la tecnociencia, a través de un rediseño completo del medio ambiente y el organismo humano: tal es el arco gnóstico de la delirante hybris que va de la geoingeniería como supuesta “solución” al cambio climático, a las propuestas de human enhancement que formulan ingenieros genéticos y biólogos sintéticos. - See more at: http://tratarde.org/el-hundimiento/#sthash.EuB8nGOe.dpuf



El efecto de tamaño párrafo de inicio, sobre mi espalda y ánimo, anulan el pequeño consuelo que parecía llegar del Ibuprofeno, por lo que  me dispongo a hurgar en otro sitio.

 Cojo el último Cuadernos del Matemático, que no he terminado de leer; pero no es el día adecuado; las metáforas que suelo disfrutar son hoy juegos vacíos de estetas tristes que se miran el ombligo. Qué le vamos a hacer.

 Opto por la Red y quiere el albur - ¡vaya por dios! - que dé en Isis; y no la diosa egipcia que adoptaron los griegos, no, sino ese centro de retrasmisión de degollamientos de infieles y rituales de destrucción de vestigios de antiguas culturas. No se relajan mis vértebras, no. Es la Edad Medía en vivo y en directo gracias a las nuevas tecnologías (ya me estoy arrepintiendo de mezclar en esto al medievo).  ¡Qué barbaridad!  Hoy, a nadie que no sean esos bárbaros se le ocurre eliminar enemigos con un método tan cruel, artesanal y lento como es la degollación. Tenemos otras formas. Matar a distancia no tiene ese componente de crueldad palpable que tanto hiere nuestra cultivada sensibilidad. Y en nuestro mundo civilizado la destrucción de un bien cultural suele requerir de una compleja tramitación y componenda político–administrativa, encarecida con el abono de las correspondientes comisiones (de cuyas enormes tarifas nos estamos enterando ahora los españoles). Es el tinglado al que hemos dado en llamar Estado de Derecho, por lo que parece sin razón que lo justifique.

 La destrucción de los Querubines asirios, dos veces milenarios, por esos bárbaros barbados degolladores, me lleva a pensar (salvas sean las distancias temporales, los degüellos y todas las demás distancias) en algún caso español del momento. Hace unos días pasé frente a la lamentable Operación Canalejas, en Madrid, bendecida y amparada por profesionales devotos y agradecidos al capital y por la esperpéntica Presidencia Municipal con la que se castigó a esta ciudad. Pero mis terminaciones nerviosas protestan y me aparto del asunto.

Cinco piedras
Y en un nuevo salto – es un decir - me planto en La Valdueza leonesa. Por cierto, que este era el segundo apellido de mi tatarabuelo José Cipriano: Valdueza. A nadie le importa, claro, pero así se llamaba. Vaya usted a saber en qué momento bajaron al llano mis ancestros provenientes del valle del Oza; supongo que, como muy pronto, lo pudieron hacer durante las repoblaciones realizadas al norte del Duero en torno al siglo X. Época de la que pueden ser unas piedras volanderas que la humanidad lleva venerando estos mil años y de las que pretendo noticias que no consigo. Los últimos trescientos los han pasado empotradas en una fábrica de lajas, en la fachada de la Ermita de la Santa Cruz, en Montes de Valdueza. Es un elemental edificio del siglo XVIII,  de planta rectangular, cubierto a dos aguas con lanchas pizarrosas, cuyos muros se alzan a media ladera sobre el telón de fondo de los montes Aquilanos. Son cinco piedras provenientes de la anterior o anteriores ermitas, y fueron empotradas en el humilde edificio actual con deliciosa ingenuidad compositiva, pretendiendo tan solo su presencia ante el pueblo como símbolo de permanencia de una tradición ya milenaria, perpetuando la fundación, advocación y dedicatorias. En el interior, abandono, suciedad y un encantador retablito de popular y colorido barroco. En la penumbra se atisba la necesaria leyenda: la Sierpe Rupiana comedora de paisanos y monjes, vencida por San Fructuoso.
 
Lápida fundacional
Muñón de la torpeza y la ignorancia
En marzo de 2007 los vecinos de Montes de Valdueza están indignados. Alguna de las piedras de su ermita ha sido seleccionada para exponerla en Las Edades del Hombre, en Ponferrada. Nadie ha contado con ellos. Nadie ha considerado necesario conocer su opinión. Llueve sobre mojado; los vecinos ya se habían opuesto al desmontaje de las piedras para su exposición en Burgos, en la edición de 1990; en aquel año el párroco apoyó su opinión y las piedras quedaron en su sitio. No es la situación actual. El caldo de cultivo está creado. En la tarde del día cuatro  la piedra de la izquierda, la lápida fundacional, ha desaparecido. Confusión. Aparece el párroco que, ayudado por el alcalde (tradicional alianza), desmonta el resto de las piedras y se las lleva. Ahí queda el muñón de la torpeza y la ignorancia. Sigo sin saber de las piedras volanderas.

Retablo

Me parece que esta mañana ya no estoy para más saltos. Me toca el Ibuprofeno…