La desesperanza parece
extenderse. Se deposita como el polvo del tiempo, como la ceniza del incendio,
sobre los pueblos, las calles, las cosas, la gente. Una desesperanza que
enturbia ojos y endereza sonrisas.
Los viejos están desesperanzados.
Su mundo se ha visto reducido a la casa y cuatro calles en el mejor de los
casos, o al horror de la residencia, reducto de muerte, quizás en uno de los
peores. Los viejos sienten como, al difuminarse el horizonte, se les anquilosan
las articulaciones y el alma; les duelen los huesos, la ausencia de los amigos
y la pérdida de su mundo.
Y yo debo de estar viejo.
De jóvenes, solo teníamos
tiempo para pensar en los garbanzos, en salir adelante. Tristeza sí, claro,
tristeza había, toda la que podía infundir un país triste, en blanco y negro,
como era este, pero desesperanza no, no recuerdo haberla sentido. Creíamos
posible un futuro. Creíamos posible vencer al tirano.
Hoy, me parece ver una
juventud desesperanzada.
Hay situaciones nuevas, en
extremo inquietantes, qué duda cabe. La pandemia ha dejado una humanidad
atónita en un mundo parado; y no parece nada claro que podamos regresar al que
dejamos atrás. La historia de los hombres va unida a las pandemias, a todas las
que han ido superando. Parece lógico pensar que esta sea una más, pero inquieta
ver a los científicos titubeantes, a pesar de los evidentes logros con las
vacunas.
Hace unos días veía desde mi
casa un horizonte negro por el que trataba de filtrarse la bola roja de un sol de
ocaso. Era humo de un incendio lejano, en Ávila, que hoy, seis días después,
sigue activo. Apenas nada si lo comparamos con el mundo ardiendo, helado, inundado
o destruido por huracanes de que nos hablan de continuo los medios de
comunicación.
Con más o menos base
científica se nos anuncian otras aterrorizantes consecuencias del cambio
climático en un futuro que cada día nos colocan más próximo: pandemias por virus
y bacterias redivivas surgidas del descongelado permafrost, migraciones
masivas, hambre, guerra, muerte etc. etc.
Los informes del IPCC, ese
organismo de las Naciones Unidas que evalúa el cambio climático, dejan poca o
ninguna alternativa a la desesperanza.
A todas estas situaciones
nuevas tenemos que añadir las que podemos considerar consuetudinarias, de
siempre, conocidas, repetidas en el tiempo. Pongamos por caso el reciente triunfo del mundo civilizado
─capitaneado por los yanquis─ abandonando Afganistán en medio de un absoluto
caos. Asunto repetido y conocido en la historia reciente. Pero es
incomprensible el inaudito ridículo de Biden, pocas horas antes de la entrada
de los talibanes en Kabul, pronosticando el futuro inmediato de la zona.
Fueron sorprendentes también
las declaraciones de un militar español valorando las previsibles dificultades
de los talibanes ante la superior preparación y mejor dotación de armamento del
“ejército afgano;” cuando las milicias debían de estar ya en la capital, o
entrando con toda tranquilidad.
¿Cómo puede entenderse tanta
ignorancia sobre la realidad del país que tienen ocupado? ¿Tenemos que creer
que los servicios de información yanquis no pudieron prever lo sucedido?
Las religiones consuelan al
hombre de su condición mortal y le elevan de su insignificancia en el universo,
pero le dan la posesión de la verdad
absoluta, lo que les suele hacer temible martillo de herejes. A lo
largo de la historia no ha habido martillo más eficaz que el de los católicos.
No es carrera que puedan igualar ya los islamistas ni su radicalismo afgano.
Nuestros particulares
talibanes, los de andar por casa, tienen, de momento, el martillo en el
armario, pero nunca debemos bajar la guardia. De continuo estiran el cuello y
alzan la voz, para que sepamos que ahí están. Pongamos, por ejemplo, al ínclito
cardenal Cañizares, a la sazón arzobispo de Valencia, pródigo como pocos en
despropósitos que serían hilarantes si no conociésemos el horror de que pueden
acompañarse. Y últimamente hemos tenido que escuchar al esperpéntico exministro
Camuñas, en su partido político de turno, el PP, en un incompresible retorno a
su añoranza, justificando, una vez más, la sublevación militar de 1936.
El PP, un partido que corre,
como pollo sin cabeza, tras la conquista del poder, de su poder. Sin parar en
licitudes o cuestiones de Estado. Un partido mediatizado por el muy preocupante
crecimiento de esa vieja sinrazón hecha ideología que podríamos definir con la
imagen de la sonrisa de Morticia Monasterio, esa sonrisa que de inmediato se
hace afilado, amenazante filo de navaja.
Y enfrente, en el poder, un
PSOE desnortado, con un cáncer interno y unos socios de gobierno empeñados en
incomprensibles cambalaches con el palurdo e insolidario independentismo
catalán.
Pues estamos listos, piensa
el viejo en su constreñido mundo. No sabe si ir a tomarse un chato a la
taberna, donde, de seguro, algún pepero le coloca las consabidas y profundas consignas
al uso: moros de mierda y panchitos de los cojones. Estamos
listos.
Servidor no puede por menos
de pensar en los nietos.