miércoles, 13 de diciembre de 2017

De chatos en "La Verdad"
















L
a plaza dedicada a Salvador Sánchez “Frascuelo” era, hace años, el centro vital de la Colonia de Torrelodones. Y hace más tiempo fue su matriz, pues aquí nació el núcleo urbano, junto a la estación del tren. Hoy, el bullicio comercial se ha trasladado más al norte, a la calle Jesusa Lara y alrededores.

Tomémonos hoy los chatos del aperitivo en el recuerdo de “La Verdad”, la tasca del torero, aquí, en la plaza que hoy lleva su nombre.

En 1890 Frascuelo se retira de los toros y marcha a Torrelodones. Tiene cuarenta y ocho años y muchas cornadas; su vida ha sido una sucesión de convalecencias por las cornadas. Ya no es el mismo. Frascuelo duda ya de sus fuerzas para enfrentarse a los jijones retintos que su amigo Vicente Martínez cría en Colmenar; esas fieras del primer tercio que tantos triunfos le han dado y que ahora también parecen ir perdiendo casta. Le pesan sus enfrentamientos con la afición, cómo no, sobre todo las de Madrid y Barcelona, que siempre le han reprochado —contraponiéndole a Lagartijo— sus inclinaciones hacia el poder y la realeza; quizás solo sea el reflejo en los toros de las dos Españas de siempre.

En 1879 Frascuelo compra la finca El Gasco, en Torrelodones, lindante con otra que ya tenía en Galapagar y próxima a la de su amigo Vicente Martínez. Según nos cuenta el periodista Florentino Hernández Guirbal en su libro sobre el torero. Junto a esta finca está el apeadero del Ferrocarril del Norte, a unos tres kilómetros de Torrelodones y a seis de Galapagar.




Frascuelo construye una casa junto a la estación, en la que abre un negocio de ultramarinos y taberna, poniéndole por nombre “La Verdad”. Y en ella pasa sus días de jubilado, alternando con la caza y las capeas en fincas cercanas. El pueblo, cómo no, hace sus coplas, y las revistas taurinas sus caricaturas.


Despaché toros sin tino
y ahora, ¡rigor del destino!
estoy despachando vino
cerca de Torrelodones.









En aquellos años comienza a formarse, aglutinado por la estación del tren, el núcleo urbano de lo que hoy es la Colonia de Torrelodones. El mayor propietario de terrenos, Manuel Pardo, crea la Colonia Agrícola La Victoria, que disfruta de los beneficios de colonia rural otorgados por el Gobierno Civil de Madrid el primero de abril de 1876. Don Manuel vende las parcelas en las que van surgiendo viviendas de vacaciones de la burguesía madrileña de la época. Como dato curioso hago mención de una cláusula contractual que Manuel Pardo incluye en la escritura de venta de unos terrenos, en los últimos años del siglo XIX o los primeros del XX, a Marcelino Capelo, carnicero de Galapagar: se estipula que el comprador no podrá establecer, sobre el terreno vendido, negocio de almacén de comestibles o tienda de ultramarinos a menos de quinientos metros del establecimiento que, por entonces, pertenecía a los herederos de Don Salvador Sánchez Povedano (Frascuelo).

Años después, Manuel Pardo vende terrenos al matrimonio Vergara, don Andrés y doña Rosario, que inician la construcción de su propia vivienda y veinticuatro chalets que dedican al alquiler; complementando esta iniciativa con dotaciones como iglesia y escuela,  lo que consolida definitivamente el núcleo urbano.






Ignoro la fecha de esta fotografía en la que el establecimiento de Frascuelo aparece con el nombre de Felipe B. Peláez. Indudablemente tiene que ser posterior a 1898, año de la muerte del torero. Este Felipe B. Peláez es Felipe Barreiros Peláez, que en 1927 aparece como alcalde de Torrelodones y propietario de una enorme casa y almacén de ultramarinos junto a la estación. Casa en la que hace años estuvo la pastelería El Iglú del Abuelo, y que luego fue rehabilitada para viviendas. Parece que la construcción se debe al aparejador Leovigildo Arroyo Cañibano, y todo hace pensar que ocupa el espacio en que estuvo el negocio de Frascuelo.

Otro de los pioneros en La Colonia, junto a Manuel Pardo y Salvador Sánchez, fue Juan Muñoz, que compró la casa en la que en 1913 se instala la primera central de teléfonos, que atendía su hija. En 1927 es secretario del Ayuntamiento Ángel Muñoz, hijo de Juan. Por esos años, en la casa de teléfonos, Juan tiene también un negocio de pastelería y bar.

En estos mis humildes andares de jubilado por Torrelodones puede haber, y seguramente hay, errores, tanto en mi interpretación como en las fuentes de información. Quedo abierto y agradecido a la bondad del lector que quiera sacarme de ellos o ampliar lo escrito. Uno no es más que un recién llegado.

No estaría mal que alguien del noble oficio de tabernero tuviese la feliz idea de abrir por estos lares, otra vez, una tasca con este nombre: “La Verdad”.

Salud y otros chatitos, maestro.










lunes, 4 de diciembre de 2017

Arrugas











Hacía tiempo que no me pasaba; anoche, una película me dejó clavado en la butaca sin poder apartar los ojos de la televisión. Y era una película española, y de dibujos. No la había visto. Consiguieron esto Paco Roca e Ignacio Ferreras con Arrugas.
Hace unos años, poco después del estreno de esta película, me tocó vivir una experiencia que me ha dejado una "rozadura" que supongo ya difícil de cicatrizar del todo. Nunca antes había tenido contacto con una residencia de ancianos. Tras mis primeras visitas a un familiar allí "instalado," escribí en este blog:


Si pudiese escribiría, pero la niebla se extiende por mi cerebro y me inutiliza, creando cortocircuitos que confunden mi memoria y alteran las respuestas de mi cuerpo y me desorientan. Esta niebla que se retira a ratos para hacerme consciente de mi situación y que regresa pronto para no dejarme escribir ni leer ni pensar. Y está la angustia, esta angustia que no me suelta, que tengo aferrada a la garganta desde el momento en que me metieron aquí, y me sentaron en este expositor con los distintos modelos de agonía y demencia y abandono; con este olor este olor este olor. Los vi marcharse en un momento en que la niebla solo me dejaba preguntar por qué, por qué, por qué. Crucé la puerta arrastrando la náusea en imposible escape, y en un árbol cercano vomité todo menos este olor, este olor. Sentí una mano en mi espalda y alguien que me decía nuevo ¿eh? lo peor es el olor, sí, yo pensé que no podría soportarlo y ya ves, llevo aquí más de un año. Te acostumbras. Lo que no se puede es pensar, aquí no se puede pensar, hay que aprender a no pensar, este no es sitio para pensar ni esperar nada, no es sitio para esperar. Sí, si pudiese escribiría, sí, escribiría. Me cuidaban en mi casa aquellas personas humildes. Me cuidaban en mi casa entre mis libros, mis papeles, mis cuadros, mis fotos, mis tonterías de viejo senil. Qué cruel anticipo de la muerte. Quizás sea ya la muerte esta prisa, esta profesionalización, esta manipulación de ruinas desgajadas de su mundo. Y algo de bondad de vez en cuando, como en todas partes, algo de bondad. Pero hay cosas que solo se soportan endureciendo el alma y con un rictus de amabilidad para el viejoniño,  el imbécil, el niñoimbécil. Quizás  si pudiese escribiría. Si la niebla me dejase escribiría. Aunque a veces me parece que deseo la niebla, la niebla. Y no recordar, y no saber, y no preguntarme, y no esperar, dejar que la niebla me inunde, no resistirme, no hay resistencia posible a este horror.



Anoche, con la película,  volví a visitar aquella residencia.

La sociedad de nuestro tiempo tiene un problema antes inexistente: los viejos. No se sabe qué hacer con los viejos; no hay tiempo para cuidarlos ni para soportarlos. No tienen sitio en la familia ni en la sociedad.  Y también está, en muchos casos, como no, lo peor de nuestra condición: el simple, eterno y brutal egoísmo de hacerse con los bienes de quienes se resisten a la muerte.

Que no nos toque.




jueves, 30 de noviembre de 2017

Mañanita de otoño











U
n jirón de luz titila ya en la rendija del frailero y me asomo al nuevo día. Poco a poco se ha ido haciendo otoño de ocres y amarillos, pero sigue sin llover. Hay una luz con aquella tristeza tenue de las milongas, de las zambas de Yupanqui o Falú con las que, los de mis años, tratábamos de esquivar la copla o el bolero omnipresentes. Y ese trotecito lento lo alternábamos con otros llantos de cubanos, como Milanés deteniéndose a llorar por los ausentes, llenando el breve espacio en que no estaba Silvio ni la querida presencia de Carlos Puebla. Y otros más. Y los ingleses, claro, los ingleses.

Mediados los años setenta solíamos ir a Toldería. Un garito bajo el viaducto madrileño, incómodo y poco barrido, en el que se incubaban rojos hispanos y tristezas del sur de América. Después fue el trajín de ganarse la vida. A finales de los noventa, poco antes de su cierre, volvimos al garito. Seguía sin barrer y con la música viva, sí, muy viva. El público no estoy tan seguro; eran los mismos de veinte años antes, pero inexpresivos, momificados.

Ahora, pasados otros veinte años, apenas queda recuerdo de esa especie vivaz, fructífera y efímera que fueron los rojos hispanos. Los sobrevivientes son orondos cuasireaccionarios o no son nada, casi nada. Hoy tenemos esta generación, "la mejor preparada de la historia," con los pies en el asiento de delante, que no sabe con seguridad si Franco fue uno que militó en el PC o un cantante. También tenemos ese lamentable esperpento en que ha resultado la esperanza del 15M.

Como ya ha pasado el primer frescor mañanero, creo que voy a salir a barrer unas cuantas hojas antes del paseíto y el aperitivo. La buena vida del jubilado. Que dure.

   

     

martes, 31 de octubre de 2017

Regreso al suelo











Los viejos, naftalina de arca en los días grises y membrillo en armario de sábanas el resto de los días, ven pasar el tiempo desde el carasol del invierno. Ven a su pueblo regresar al suelo, ir al olvido, desde un mundo que apenas atisban.





  


martes, 24 de octubre de 2017

A Miguel le sobra tiempo








Los jueves, Benito se reúne en una taberna de la madrileña calle del Espejo con un grupo de amigos a los que une su común afición a los libros viejos, raros y antiguos. También les une su condición de jubilados con una capacidad económica limitada a sus pensiones. Pasan la mañana en el aire rancio de la tasca contando sus andanzas de la semana en busca de la rareza, la primera edición desaparecida, el manuscrito perdido, la encuadernación única o la vulgar que encierra al incunable soñado. Todos tienen su pequeña aventura, más o menos real, que contar a los colegas: la maravilla hallada por mero azar en los plúteos de una de esas  librerías de viejo que todos ellos visitan una y mil veces, o la conseguida tras recorrer intrincados caminos inducidos por secretos contactos.

El aperitivo de los domingos, en una elegante cervecería frente al Lázaro Galdiano, es cita obligada para Manuel y su grupo de aficionados a coleccionar y restaurar coches antiguos. Son hombres mayores, enriquecidos en el negocio inmobiliario y la especulación financiera. Sus capitales, más o menos importantes, les permiten una afición que no es precisamente barata. Su charla, más que un intercambio de informaciones sobre su común afición, es torneo de presunciones sobre las posibilidades de gasto e influencia de cada uno. La uniformidad de opinión y opción política es la esperable, por lo que la charla al respecto tiene poco recorrido. Enseguida se llega a la adjetivación del ausente, el chiste fácil, la risotada y el manotazo en la espalda.

La calle de Argumosa y aledañas, calles menestrales de siempre con un toque de marginalidad de ahora, son el ámbito de las correrías de Emilio y sus compinches los primeros viernes de mes. Son viejos militantes del PC, de la CNT, de Comisiones, curtidos en la clandestinidad, en la lucha con la dictadura en la fábrica y en la calle. La dureza de su vida les ha hecho prudentes en el juicio; por mala que sea la situación ellos tienen con qué comparar. En lo que parecen estar de acuerdo es en criticar que un chato les cueste trescientas pesetas. Les parece una desmesura inaceptable. Los taberneros les han hecho cien veces las cuentas, pero les sigue pareciendo un exceso. Los viejos suben y bajan las calles de Lavapiés, al ritmo de la garrota y el resuello, en busca de la próxima taberna. Disfrutan el pequeño bienestar que tanto les ha costado.

En dependencias de una de las pocas iglesias madrileñas con restos medievales, se reúnen los miércoles de cada quince días los cofrades, hijos y nietos de cofrades, de un Cristo al que procesionan el jueves santo. Reuniones a las que puntualmente, desde su jubilación hace diez años, acude Isidro. Poco o nada hay que tratar en esas reuniones, y poco o nada que poner en común tienen los cofrades, por lo que la asamblea pronto se traslada a una taberna cercana en donde tratar asuntos de este mundo, con risas, chato y tapa de bacalao.

Nada habría de particular en estas ventanas abiertas a distintos escenarios del vivir de los hombres, sino fuese por una circunstancia verdaderamente singular: Benito, Manuel, Emilio e Isidro, junto con seis o siete nombres más en sus correspondientes escenarios, son la misma persona.

Cuando Miguel se jubiló no sabía qué hacer con su tiempo; después de atender a sus aficiones antiguas y a las nuevas que se inventó, le seguía sobrando. Se dio a patear la ciudad, visitando zonas que le eran poco o nada conocidas, observando a gentes de todos los pelajes, estamentos socioeconómicos, niveles culturales, aficiones o inclinaciones. Esta observación le fue cautivando. Su natural facilidad para relacionarse le permitió irse introduciendo en ambientes muy distintos al suyo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue imitando modos de hablar, detalles de vestimenta, ademanes y maneras del grupo social que cada día le correspondía visitar. También necesitó informarse sobre las actividades o aficiones de cada uno de los grupos; muchas veces eran materias de las que nada sabía, y alcanzar un nivel de conocimiento que le permitiese mantener el tipo le llevaba mucho tiempo.

Los alter ego de Miguel se fueron definiendo y afianzando. Al principio, lo que más esfuerzo le supuso fue mantenerse como uno más en grupos con ideologías distintas, incluso opuestas a sus propios convencimientos. Le era tan violento que llegó a temer trastornos de su propia identidad. Salvó la situación autoconvenciéndose de que su actividad era meramente científica, una observación de la realidad tan solo encaminada al conocimiento.

La cuestión es que Miguel tiene hoy solucionado su problema de tiempo sobrante, es casi un experto en multitud de materias, algunas de lo más peregrino, y las notas sobre sus experiencias comienzan a tener un volumen alarmante.





   


   



miércoles, 18 de octubre de 2017

Un día por Segovia














Tras los pies en que apoya su desnudez Adán, la fábrica mudéjar del ábside de la iglesia de Santa María, en Aguilafuente.

Esculpió este Adán Florentino Traperonatural de este pueblo segoviano, escultor de buen oficio que fue perseguido con saña por la dictadura de Franco.

El ábside románico parece engarzado en las arquitecturas del siglo XV, que lo abrazan. Curioso caso de aprecio y respeto por lo medieval en aquella época.

En junio de 1472 se celebró en esta iglesia un sínodo convocado por el obispo de Segovia Juan Arias Dávila, hijo que fue del poderoso Contador de Enrique IV Diego Arias Dávila. Una familia de “oscuro linaje” que sufrió un proceso inquisitorial en 1486. Las constituciones de este sínodo fuero impresas en Segovia, ese mismo año, por Juan Párix (Johannes Parix), impresor natural de Heidelberg, traído de Roma por el obispo Juan Arias Dávila; lo que dio lugar al primer libro impreso en España: El Sinodal de Aguilafuente.

En una tarde de este octubre de ponte-jersey-quítate-jersey, escuchamos las explicaciones del profesor don Fermín de los Reyes Gómez, comisario de la pequeña exposición que, sobre el Sinodal, se ha montado en la iglesia de Santa María.

Por la mañana hemos estado en Las Edades del Hombre de este año, en un destartalado Cuéllar. Destacaré el placer de mirar y mirar, con los ojos a un palmo de la pintura, el Descendimiento de Ambrosius Benson, de la catedral de Segovia. Una delicia, el “maestro de Segovia”.








   

viernes, 13 de octubre de 2017

Se retrasa el otoño










Se retrasa el otoño. Vegetales y animales parecen desconcertados, no saben si toca parar o seguir. Las noches frescas parecen anunciarles el tiempo de reposo, pero el sol vuelve a inducirlos a la vida. Y no llueve. Desde los chaparrones de finales de agosto no ha vuelto a caer una gota.

Sin otoño los chinos no venden paraguas y hacen su agosto vendiendo banderas. Al facherío patrio rojigualda y señera; a los secesionistas sus distintas versiones esteladas; y al resto de los ciudadanos ya ni los chinos saben que vendernos. Supongo que no vamos a sentirnos muy necesitados.

Oigo a Faciolince, con ese apellido que parece avisar felinas astucias,  comentar el despropósito del separatismo catalán. Solo puede nacer, piensa, de la ignorancia, del desconocimiento del mundo en el que vivimos. También pienso.

Un suave como Enric Juliana lanza por televisión su dedo índice a los españoles: cuidado con humillar a la sociedad catalana. ¿Debo incluirme entre los amenazados? Dan miedo los suaves vanguardistas; han creado gran parte de este desastre. Dan bastante más miedo que los meros lanzadores de cansinas consignas, como doña Esther Vera y su ínclito Ara. Quizá tanto miedo como los españolistas de pro, que aparecen como setas en impensados tiestos.

 Y sin llover.







jueves, 12 de octubre de 2017

Sueño








—Es una vergüenza, esto no se lo merece un pueblo serio y trabajador como el nuestro. ¡Y se llaman socialistas!— sentencia don Fermín, el boticario, en la taberna de Colás, con una vehemencia inusitada para su reposado y sentencioso hablar cotidiano.
—¡Cuidao!— Es la voz de aguardiente de Andrés, el carnicero, trastabillante ya a esas horas de la tarde. —Queso lo ha hecho un so so socialista, no los so so socialistas. ¡Cuidao!—
—Lo mismo me da que me da lo mismo, Andrés, es el alcalde, es socialista y representa a los socialistas; y para desgracia nuestra al pueblo entero —apostilla don Fermín con firme acción de su mano derecha.
—Como caiga me descojono— dice, más para sí que para la concurrencia, Javierín, el Jipi.
Hace días que en el pueblo no se habla de otra cosa. Desde que los concejales del PP han filtrado la noticia los vecinos están soliviantados. El alcalde ha llegado a ser agredido por la oposición en un tumultuoso pleno y lleva cuatro días encerrado en su casa, sin atreverse a salir.
—¡Con las necesidades que tenemos! ¡Un gran pecado, una imperdonable frivolidad!— ha tonado en el púlpito el curilla que ha sustituido al anciano don Tomás.
—¡Un 1,8 por ciento de nuestro presupuesto!— afina Vicente, el atildado administrativo de la sucursal de La Caixa.
—Y yo sin cobrar la reforma de la plaza— dice Aniceto, el contratista.
—Como caiga, me meo de risa— piensa Javierín, tras el humo de su porro.
—No, si esto no queda así, no. Ya lo hemos denunciado. Se va a enterar el rojo este— avisa Paco, el exalcalde pepero.
Y fue precisamente Genoveva, la mujer de Paco el pepero, la primera en darse cuenta, escuchando la radio en la mañana del día veintidós, al oír el número que ya todo el pueblo conocía.
—Son doscientos mil euros por habitante— calcula Vicente, pálido.
—Son quinientos millones del pueblo ¡Cuidao!—objeta Andrés.
—No podemos dejar ese capital en manos iletradas e inexpertas— sentencia el boticario.
—Lo primero es la santa madre Iglesia, remediadora de necesidades— dice el curilla.
Y Javierín se descojona mientras se enciende otro porro.
 Y el alcalde, con el secretario y el cabo de la guardia civil, entre aplausos de vecinos, periodistas y fotógrafos,  se va a la capital a ingresar en la cuenta del Ayuntamiento los ciento sesenta billetes del primer premio de la lotería de navidad, ese número con el que había soñado su señora.  
    
          

       

miércoles, 4 de octubre de 2017

Demasiadas banderas












Mientras escribo,
una voz charnega
Mi pena es más grande, vidalita, porque va por dentro
con sabor de lejos y aroma flamenco…
y en ella te canto, vidalita, el dolor que siento.





En estos días surgen odios guardados de antiguo en almas viejas. Y odios nuevos, desconocidos, impensados, afloran como de la nada en  almas jóvenes. Las calles están llenas de banderas. Demasiadas banderas. Y tras las banderas, el odio que las levanta. Las banderas siempre se alzan contra algo o contra alguien.

Demasiadas banderas,


vidalita.




      

viernes, 29 de septiembre de 2017

Relevo














D
on Prudencio Cascaleja está convencido de que el tal Peter, el del principio de incompetencia, era demasiado biempensante para ser competente. Don Prudencio cree a pies juntillas en lo que podríamos llamar principio de Cascaleja. Y no es que don Prudencio haya pretendido formular principio alguno, no,  y menos en poner su nombre a algo tan universal. Pero para entendernos podemos llamar así a ese modus operandi que tan bien le ha funcionado a lo largo de la vida y que, con sus propias palabras, podríamos enunciar así: si asciendes a los listillos las cagao. Vamos que el competente, en su viaje hacia la incompetencia, te puede hacer una avería; por lo que hay que estar seguro de no elevar a nadie capaz de hurgarte la tierra bajo los zapatos.
En el acto de su relevo, a Cascaleja se le hacen presentes los muchos años de camino desde su puesto de botones en aquel banco hasta su acomodada situación actual y su cargo de Gobernador Civil, (en la intimidad ha seguido usando el antiguo título). No ha sido un paseo fácil. Han sido muchos gorrazos, muchos siseñor, muchas reverencias, mucho aguantar a imbéciles poderosos... El artero don Prudencio pasea su mirada cicatera por esas caras arrobadas que escuchan las palabras del petimetre que el Partido ha nombrado para sustituirle. —Todos estos cantamañanas de la boca abierta me deben sus carguillos y muchos favores—. Qué olvidadizos son los humanos.
Don Prudencio siempre ha hecho honor a su nombre. Jamás se ha ido de la lengua. Su mano izquierda ha ignorado, sistemáticamente, los trabajos de la derecha. Siempre ha seguido al evangelista Mateo en lo de imitar la ofídica prudencia. Sí, puede ser que se haya pasado un poco en el asunto ese, sí; pero en realidad nada fuera de lo habitual. Lo que ocurre es que en el Partido hay ahora mucho cobardón hipócrita. ¡Si don Prudencio olvidase su prudencia!
Su única equivocación ha sido el petimetre. Lo reconoce. Se equivocó. Le engañó esa cara de tonto. Y eso que nunca se ha fiado de marisabidillas como este. Pero sí, le engañó. Tampoco vigiló sus intrigas en el Partido, y eso que una voz agradecida le había avisado, pero no hizo caso, no le dio importancia. —Me hago viejo— piensa don Prudencio.
En cuanto a los asuntos judiciales Cascaleja está tranquilo. Todo quedará en nada. Ahora a descansar a la finca y a pergeñar algún negociete que ya da vueltas en su cabeza. Seguro que todavía podrá ajustar las cuentas a alguno. Sobre todo al mequetrefe de las manos juntas y el andar escorado que le ha sustituido en su puesto. Ese petimetre marisabidilla que ha escapado a su olfato. Todo se andará. Siempre que llueve escampa. Todos los veranos se ha trillado.









    

jueves, 28 de septiembre de 2017

¿Cambio climático?



















N
o sé si esto es cambio climático, consecuencias del Procés, o qué será. La cuestión es que hoy es 28 de septiembre y están floreciendo los lilos.

Servidor no lo había visto nunca.

Lo consultaré con el primo del Sr. Presidente.
















domingo, 17 de septiembre de 2017

Piensa Elías










E
l jueves, como en cualquier otro día, a Elías le saca de la cama el dolor de huesos, que no le deja estar tumbado. Abre un frailero y un día mortecino se esparce lento en la habitación. Abluciones mínimas que le despiertan algo, para qué más. Ropa más o menos limpia; hay que ahorrar los lavados que tanto le molestan. Café del día anterior y galletas con sabor a periódico. Pastillas. En la radio el rancio y cansino asunto catalán: cantinelas de ricos que no quieren pagar, pero que pueden y saben ilusionar a una juventud ansiosa de creer en algo, como toda la juventud; y junto a esto, esa incomprensible izquierda defendiendo los intereses de la burguesía más rancia y su nacionalismo palurdo y trasnochado; y enfrente, como siempre, la derechona españolista frotándose las manos y clamando por el rayo purificador; y en medio, como siempre, los demás, aguantando. Las grandes palabras suelen ser mentiras. Piensa Elías. En la ventana, el cotidiano rito de regar sus geranios, quitar las flores y hojas secas, mover la tierra, acariciarlos con, quizás, la única sonrisa del día. En el ordenador que le regalaron y enseñaron a usar los chicos, Elías mira el correo, ojea un par de periódicos y hurga algo en internet. Sigue asombrándole esta fabulosa posibilidad que la vida le ha dado en su vejez.  No son las diez y ya no le queda sino salir a la calle.

A esas horas, el subibaja de las calles de su barrio ya está lleno de turistas obedientes tras la banderita del guía. Se ha puesto de moda criticar el turismo; Elías no entra ni sale, pero de lo que está seguro es que estas masas de visitantes de hoy en día destruyen, precisamente, aquello que buscan y las agencias les venden, algo ya escaso y que el turista no encuentra nunca. Elías pasa frente a la tasca de Julián el Chato, que ya es solo un callado ancianito colocado en un rincón. ¡Cuántas pepitorias se han comido aquí Elías y sus amigos! En la acera, estorbando el paso y la civilización, los amenazantes diedros en que se anuncia eso que los hijos del Chato venden a los turistas: un repulsivo producto industrial al que llaman “paella.” Lo asombroso es que los turistas se lo comen, Elías lo ve a diario, ¡se lo comen! La realidad, piensa Elías, es que nosotros nos quedamos sin la tasca del Chato y los turistas se quedan sin saber lo que es una tasca y sin la más remota idea sobre lo que pueda ser una paella. Julián el Chato viajaba en tranvía y era un hombre prudente, un estupendo cocinero y un tabernero gracioso como él solo; sus hijos viajan en Audi, saben hasta de marketing, engañan a los turistas y maldita la gracia que tienen. Piensa Elías.

El patio es un amplio rectángulo al que, en tiempos, se abrían talleres de ebanistería, talla, pintura y dorado, dos imagineros, un broncista y un marmolista. Un grupo de extraordinarios artesanos que hoy día sería imposible reunir, piensa Elías. Todos los talleres están cerrados. Lo único vivo son dos tiendas de antigüedades en las que venden ilusiones de otro tiempo en forma de trastos viejos, junto a despojos más o menos auténticos de retablos barrocos e incongruentes objetos de derribo traídos de oriente. Elías entra en el taller donde ha pasado la vida. Lo fundó su abuelo, en 1912. Comenzó siendo carpintería y evolucionó hacia una ebanistería de extraordinaria calidad. Su padre introdujo la talla —para la que tuvo gran habilidad— y los complementos del dorado y el estofado. Se preocupó de que Elías fuese aprendiendo todos los oficios del taller, completando su formación con el dibujo, el modelado y la historia del arte en las Escuelas de Artes y Oficios. Consiguió que su hijo fuese un gran artesano, que intervino en las más importantes restauraciones monumentales de su tiempo.

Elías acude tres o cuatro días por semana al encuentro con sus fantasmas en el templo de nostalgias del taller, donde queda lo que no ha ido desapareciendo con los robos de los últimos años. Quedan aún herramientas, plantillas, trepas, máquinas, bancos y mesas de trabajo, restos de maderas hoy imposibles de encontrar, estanterías con carpetas repletas de láminas, dibujos, modelos… Un escenario de polvo y telarañas donde los viejos ecos rebotan estridentes en los objetos y las paredes. Elías se entretiene en tallar una greca, en el largo proceso de dorarla y jugar después con los mates y los bruñidos que el ágata y su vieja maestría dejan en el oro. Lo poco que ya le permiten sus manos doloridas por la artrosis. Regalos para los hijos, que Dios sabe si aprecian.

Desde hace años, desde que quedó viudo, Elías come cerca del taller, en una vieja casa de comidas en la que procuran respetar su manía, un menú que repite a diario, cree que es lo que mejor le sienta: sopas de ajo, sardinas, una manzana y dos vasos de vino. Después, toma café con unos amigos y marcha a su casa, donde pasa la tarde leyendo y viendo algo de televisión.

A Elías le parece que su oficio, todo lo que él aprendió de joven y fue perfeccionando a lo largo de la vida, ya no interesa a nadie, se está olvidando. Hoy todo tiene que ser rápido y barato. Su trabajo siempre fue lento y caro. No interesa. Este es otro mundo, y le gusta menos. Serán manías de viejo, pero le gusta menos.

 

       

martes, 29 de agosto de 2017

Llueve, al fin










E
s media mañana y parece de noche. Un cielo tonante arroja el agua que nos ha negado durante meses. Pero aún es agosto, queda verano. Paso la mañana disfrutando el repiqueteo del agua tras la ventana con el fondo orquestal de unos truenos que parecen caer rodando hasta ese límite en el que estallan poderosos, sublimes. En un alarde de originalidad me pongo a escuchar Stormy Weather, en una versión de Etta James, de 1960. La vieja música yanqui me sirve para el momento.

Busco un chubasquero y salgo a pasear el pueblo bajo la lluvia.

A Trini, la tendera, parece escapársele el alma en cada estallido, y con los ojos en blanco hace frenéticos ademanes de santiguarse una y otra vez mientras invoca, tartamudeante, la mediación adecuada: Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita… Con los truenos Trini se olvida hasta de cobrar, que ya es olvidar en ella. Isidro, el marido de Trini, espera anhelante una tregua del cielo para escapar de su tienda y de su señora y salir a repartir los pedidos por los bares, tomarse sus cañitas y echar unas monedas en las máquinas esas de los ruidos gastroeléctricos y las lucecitas, esos trastos en los que a tantos divierte dejarse los cuartos.

Mientras esquivo como puedo las bicicletas de dos zánganos veinteañeros que circulan por la acera con la potencia de su edad y la prepotencia de los tiempos, veo a Manuel sentado en el bar donde le ha pillado la tormenta. A Manuel no le impresionan los truenos; en realidad, a sus ochenta y tantos, ya no le impresiona nada, si es que algo le impresionó alguna vez. Manuel solo desea que escampe y continuar con su diario y exhaustivo recorrido de los bares del pueblo. A Manuel ya no le preocupa ni la muerte ni la vida; le da todo lo mismo. Como mínima autoafirmación, y por seguir siendo algo, aunque sin poner mucho empeño, Manuel continúa presumiendo de conquistador y campeón sexual, de leal a la gallina de su llavero y a la bandera de su pulsera, de fe en el eco lejano del Dios lejano de su lejana infancia, y de amor a una mujer fallecida hace años a la que, seguramente, no respetó mucho en vida y a la que ahora necesita idealizar. A Manuel le pesa una soledad ganada a pulso. Cada día se acorta su corto mundo. Pero, como él dice, que le quiten lo bailao. A Manuel, a pesar de todo, se le nota un poso de educación y colegio. También de abandono.  A ver si escampa.

Estas aguas, después de tantos meses de sequía, se han amalgamado con dios sabe qué suciedades depositadas en el suelo y han formado una espuma blanca, un manto poluto y sospechoso que cubre las calles. Aún así, hoy el mundo es más limpio y diáfano, qué duda cabe, un mundo que se ve, se huele y se respira.

En la tienda de los periódicos Matías compra su diaria dosis de Razón, y a los buenos días me contesta —golpeando su periódico— con una perorata sobre las medidas a tomar con los marroquíes del atropello en Las Ramblas, con los terroristas de la yihad y con todos los mahometanos que han llegado o lleguen a España: un pandemonio policial de venganzas, detenciones y deportaciones. No cuesta mucho hacerle cambiar de tema y llevarle a uno de sus favoritos: el origen africano de su fortuna familiar y los depurados sistemas que usaban para hacer trabajar a los aborígenes. Le gusta el asunto. El hombre se retrata con generosidad y se adorna con continuas alusiones a su condición de demócrata y católico practicante y militante. Sentado tal retrato, al que no se me ocurre apostillar, considero que las cosas quedan en su sitio y puedo irme.

Aprovecho que pasa por allí una amiga de mis hijos, guapa y risueña, entre la algarabía de su prole, a la que me uno.

 Se va haciendo la hora de comer y voy hacia casa.

Regreso al repiqueteo de la lluvia en mi ventana, con el fondo orquestal de los dioses precursores.

Asoma algo de sol por un resquicio de las nubes.

Huele bien. Las aguas han lavado todo lo que pueden lavar.






      

domingo, 13 de agosto de 2017

Aquel Restaurante Español de la rue du Helder, lugar de encuentro de los españoles en París











1889 fue el año de aquel arrebato de grandeur de la Francia que quedó simbolizado para siempre por la enormidad de la Torre Eiffel. La última Exposición Universal francesa del siglo XIX fue un descomunal esfuerzo de escaparate ante el mundo y especialmente ante la potencia que emergía al otro lado del Atlántico. Pero también se conmemoraba el centenario de aquel 14 de julio de 1789 en el que los revolucionarios franceses terminan con el Antiguo Régimen al tomar la Bastilla. Se proclama la Declaración de los Derechos del Hombre. Termina el feudalismo. Comienza la Edad Contemporánea.

Y en tan singular año, un valenciano decide abrir en París un restaurante, un restaurante español, y así lo llama: Restaurante Español. Encuentra un local bien situado, en el 14 de la rue du Helder, junto al Boulevard, a dos pasos de la plaza de La Ópera, una calle cortita que en esos tiempos tiene seis hoteles siempre llenos. El buen hacer del levantino y las habilidades de su señora en la cocina, bilbaína ella, van consolidando el negocio.

En estos últimos años del XIX, en los primeros del XX, y en el periodo de entreguerras, París es la capital del lujo y el refinamiento. Y a su goce viajan los poderosos del mundo. Pero la ciudad es también caldo de cultivo donde germina toda novedad artística. Y a ella acuden intelectuales y artistas, y en ella intercambian ideas, compiten, se esfuerzan, trabajan libres en un medio culto dispuesto a ver, oír, leer, analizar y juzgar cuanto sus talentos puedan ofrecer.

El restaurante de la rue du Helder va haciéndose centro de encuentro de los artistas españoles, entre los que abunda una bohemia con los estómagos tan vacíos como los bolsillos. Las paredes del comedor se van llenando de cuadros con los que se agradecen o pagan las calorías aportadas por los guisos de la señora del valenciano. Es el caso del pintor Domingo Muñoz Cuesta (1850-1935), del que cuelgan en la sala una Paella valenciana en la huerta, un Carmen de Granada, un Soldado español en traje de campaña, una Escena de los barrios bajos madrileños, etc. Esta acumulación de pintura de calidad termina por llamar la atención de la culta sociedad parisina, lo que unido a los guisos de la bilbaína termina de acreditar al establecimiento.

En pocos años el restaurante es obligado lugar de reunión de la colonia española y de la por entonces numerosa y rica colonia hispanoamericana. Comensales y amigos de la casa fueron intelectuales y escritores como Rafael Altamira y Crevea (1866-1951), Eusebio Blasco Soler (1844-1903) (El confesor me dice que no te quiera, y yo le digo: ¡Ay, padre, si usted la viera!), Rubén Darío (1867-1916), Manuel Machado Ruíz (1874-1947), José María Salaverría Ipenza (1873-1940), Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1940) (un curioso marqués, homosexual y decadente), Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) (escritor guatemalteco que estuvo casado con Raquel Meller), Ventura García Calderón (1886-1959); pintores como Santiago Rusiñol y Prats (1861-1931), José María Sert i Badra (1874-1945), Nestor Martín-Fernández de la Torre (1887-1938), José María López Mezquita (1883-1954), Fernando Álvarez Sotomayor (1875-1960), Ignacio Zuloaga Zabaleta (1870-1945), Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), Federico Beltrán Masses (1885- 1949) (retratista de la alta sociedad, amigo de Rodolfo Valentino); músicos como Manuel de Falla (1876-1946), Joaquín Turina (1882-1949), Ricardo Viñes Roda (1875-1943, Joaquín Nin Castellanos (1879-1949), Reynaldo Hahn (1874-1947) Francisco Alonso López (1887-1948), Jacinto Guerrero (1895-1951); y actrices, cantantes y cupletistas como La Argentina (1890-1936), Raquel Meller (1888-1962), La Argentinita (1898-1945), Rosita Moreno (1907-1993), La Chelito (1885-1959), Teresina Negri (1879-1974) (bailarina, crea también una empresa de moda: Madame Grisina), Amalia Molina (1881-1956), La Fornarina (1884-1915), Laura de Santelmo (1897-1977) (bailaora retratada por Sorolla, quien le puso el nombre artístico); cantantes líricos como Matilde de Lerma (1875-?), Tito Ruffo (1877-1953), Elvira de Hidalgo (1891-1980) (soprano que fue maestra de María Callas), Andrés Perelló de Segurola (1874-1953), Marcos Redondo (1893-1976), Pepe Romeu (1900-1985) (tenor y actor en cine y teatro).

Con el paso de los años nuestro valenciano ha ganado dinero, y decide retirarse. Deja el negocio a su paisano y amigo León García Cortés, padre de la abuela materna de quien esto escribe con la ayuda de algún papel heredado y con la evanescente oralidad familiar. Don León, con un carácter simpático y bondadoso, se gana pronto a la clientela del restaurante. El antiguo dueño se lleva con él los cuadros por lo que se hace necesaria una redecoración del comedor. Parece ser que consistió en grandes arcadas árabes y suntuosos espejos que agrandaban el local y le conferían un carácter racial y de abolengo. (Según nota de Alfonso Mesa, yerno de don León y testigo presencial)
León García Cortés

Y sigue don Alfonso: protector de artistas, apasionado de las bellas artes, fue don León un español entusiasta, celoso siempre de dar a conocer los productos y los vinos de nuestra tierra, y al mismo tiempo fue para los jóvenes artistas, que con modestas pensiones llegaban a París, un generoso y espléndido anfitrión. Su casa fue un hogar para estos artistas.

Entre los amigos del Restaurante Español y de la familia de don León, que llegaron a lo más alto en sus carreras, podemos citar a los pianistas Julita Parody (1887-1973), José Cubiles (1894-1971), José Iturbi (1895-1980) y Carmen Pérez García (1897-1974); a la arpista Luisa de Menárguez Bonilla y a los violonchelistas Gaspar Cassadò i Moreu (1897-1966) y Antoni Sala i Julià (1893-1945.
Matlde Pérez

Un día, en el restaurante, escuchan una fabulosa voz procedente de la cocina, se asoman y ven al mozo que acaban de contratar cantando mientras friega los platos. Con el tiempo, Vicente Ballester (1887-1927), así se llamaba el mozo, hizo una importante carrera como barítono en los Estados Unidos.

El 13 de julio de 1913 don León da poderes a su hijo León García Pérez para la administración del establecimiento. En 1914 fallece.
León García Pérez

Las hijas del matrimonio casan, Pepita con un violonchelista canario frecuentador del restaurante, Matilde con un médico madrileño.

Vienen después los años dulces que llevan a París a su cenit como foco productor de arte, lujo y libertad. Son los mejores tiempos para el restaurante. Pero llega el año veintinueve y todo declina. Ese mundo se acaba. En 1932 muere Matilde Pérez, y el restaurante cierra.